¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 30 de septiembre de 2019

El hechizo de la metamorfosis.
























Yo creo que el hombre griego se sentía también anulado en presencia del coro de sátiros, y el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que las instituciones políticas y la sociedad, en una palabra, los abismos que separan a los hombres los unos de los otros, desaparecían ante un sentimiento irresistible que los conducía al estado de identificación primaria con la Naturaleza.

 

En El origen de la tragedia, de Friedrich Nietzsche.


miércoles, 25 de septiembre de 2019

Para escuchar con audífonos.

Un técnico me lo explicó, pero no comprendí mucho. Cuando se escucha un disco con audífonos (no todos los discos, pero sí justamente los que no deberían hacer eso), ocurre que en la fracción de segundo que precede al primer sonido se alcanza a percibir, debilísimamente, ese primer sonido que va a resonar un instante después con toda su fuerza. A veces uno no se da cuenta, pero cuando se está esperando un cuarteto de cuerdas o un madrigal o un lied, el casi imperceptible pre-eco no tiene nada de agradable. Un eco que se respete debe venir después, no antes, qué clase de eco es ése. Estoy escuchando las Variaciones Reales de Orlando Gibbons, y entre una y otra, justamente allí en esa breve noche de los oídos que se preparan a la nueva irrupción del sonido, un lejanísimo acorde o las primeras notas de la melodía se inscriben en una audición como microbiana, algo que nada tiene que ver con lo que va a empezar medio segundo después y que sin embargo es su parodia, su burla infinitesimal. Elizabeth Schumann va a cantar Du bist die Ruh, hay ese aire habitado de todo fondo de disco por perfecto que sea y que nos pone en un estado de tensa espera, de dedicación total a eso que va a empezar, y entonces desde el ultrafondo del silencio alcanzamos horriblemente a oír una voz de bacteria o de robot que inframínimamente canta Du bist, se corta, hay todavía una fracción de silencio, y la voz de la cantante surge con toda su fuerza, Du bist die Ruh de veras. (El ejemplo es pésimo, porque antes de que la soprano empiece a cantar hay un preludio del piano, y son las dos o tres notas iniciales del piano las que nos llegan por esa vía subliminal de que hablo; pero como ya se habrá entendido (por compartido, supongo) lo que digo, no vale la pena cambiar el ejemplo por otro más atinado; pienso que esta enfermedad fonográfica es ya bien conocida y padecida por todos).

Mi amigo el técnico me explicó que este pre-eco, que hasta ese momento me había parecido inconcebible, era resultado de esas cosas que pasan cuando hay toda clase de circuitos, feedbacks, alimentación electrónica y otros vocabularios ad-hoc. Lo que yo entendía por pre-eco, y que en buena y sana lógica temporal me parecía imposible, resultó ser algo perfectamente comprensible para mi amigo, aunque yo seguí sin entenderlo y poco me importó. Una vez más un misterio era explicado, el de que antes de que usted empiece a cantar el disco contiene ya el comienzo de su canto, pero resulta que no es así, usted empezó a partir del silencio y el pre-eco no es más que un retardo mecánico que se pre-graba con relación a, etc. Lo que no impide que cuando en el negro y cóncavo universo de los audífonos estamos esperando el arranque de un cuarteto de Mozart, los cuatro grillitos que se mandan la instantánea parodia un décimo de segundo antes nos caen más bien atravesados, y nadie entiende cómo las compañías de discos no han resuelto un problema que no parece insoluble ni mucho menos a la luz de todo lo que sus técnicos llevan resuelto desde el día en que Thomas Alva Edison se acercó a la corneta y dijo, para siempre, Mary had a little lamb.

Si me acuerdo de esto (porque me fastidia cada vez que escucho uno de esos discos en que los pre-ecos son tan exasperantes como los ronroneos de Glenn Gould mientras toca el piano) es sobre todo porque en estos últimos años les he tomado un gran cariño a los audífonos. Me llegaron muy tarde, y durante mucho tiempo los creí un mero recurso ocasional, enclave momentáneo para librar a parientes o vecinos de mis preferencias en materia de Varese, Nono, Lutoslavski o Cat Anderson, músicos más bien resonantes después de las diez de la noche. Y hay que decir que al principio el mero hecho de calzármelos en las orejas me molestaba, me ofendía; el aro ciñendo la cabeza, el cable enredándose en los hombros y los brazos, no poder ir a buscar un trago, sentirse bruscamente tan aislado del exterior, envuelto en un silencio fosforescente que no es el silencio de las casas y las cosas.

Nunca se sabe cuándo se dan los grandes saltos; de golpe me gustó escuchar jazz y música de cámara con los audífonos. Hasta ese momento había tenido una alta idea de mis altoparlantes Rogers, adquiridos en Londres después de una sabihonda disertación de un empleado de Imhof que me había vendido un Beomaster pero no le gustaban los altoparlantes de esa marca (tema razón), pero ahora empecé a darme cuenta de que el sonido abierto era menos perfecto, menos sutil que su paso directo del audífono al oído. Incluso lo malo, es decir el pre-eco en algunos discos, probaba una acuidad más extrema de la reproducción sonora; ya no me molestaba el leve peso en la cabeza, la prisión psicológica y los eventuales enredos del cable.

Me acordé de los lejanísimos tiempos en que asistí al nacimiento de la radio en la Argentina, de los primeros receptores con piedra de galena y lo que llamábamos "teléfonos", no demasiado diferentes de los audífonos actuales salvo el peso. También en materia de radio los primeros altoparlantes eran menos fieles que los "teléfonos", aunque no tardaron en eliminarlos totalmente porque no se podía pretender que toda la familia escuchara el partido de fútbol con otros tantos artefactos en la cabeza. Quién iba a decimos que sesenta años más tarde los audífonos volverían a imponerse en el mundo del disco, y que de paso -horresco referens- servirían para escuchar radio en su forma más estúpida y alienante como nos es dado presenciar en las calles y las plazas donde gentes nos pasan al lado como zombies desde una dimensión diferente y hostil, burbujas de desprecio o rencor o simplemente idiotez o moda y por ahí, andá a saber, uno que otro justificadamente separado del montón, no juzgable, no culpable. Nomenclaturas acaso significativas: los altavoces también se llaman altoparlantes en español, y los idiomas que conozco se sirven de la misma imagen: loud-speaker, haut-parleur. En cambio los audífonos, que entre nosotros empezaron por llamarse "teléfonos" y después "auriculares", llegan al inglés bajo la forma de earphones y al francés como casques d'écoute. Hay algo más sutil y refinado en estas vacilaciones y variantes; basta advertir que en el caso de los altavoces, se tiende a centrar su función en la palabra más que en la música (parlante/speaker/parleur), mientras que los audífonos tienen un espectro semántico más amplio, son el término más sofisticado de la reproducción sonora.

Me fascina que la mujer que está a mi lado escuche discos con audífonos, que su rostro refleje sin, que ella lo sepa todo lo que está sucediendo en esa pequeña noche interior, en esa intimidad total de la música y sus oídos. Si también yo estoy escuchando, las reacciones que veo en su boca o sus ojos son explicables, pero cuando sólo ella lo hace hay algo de fascinante en esos pasajes, esas transformaciones instantáneas de la expresión, esos leves gestos de las manos que convierten ritmos y sonidos en movimientos gestuales, música en teatro, melodía en escultura animada. Por momentos me olvido de la realidad, y los audífonos en su cabeza me parecen los electrodos de un nuevo Frankenstein llevando la chispa vital a una imagen de cera, animándola poco a poco, haciéndola salir de la inmovilidad con que creemos escuchar la música y que no es tal para un observador exterior. Ese rostro de mujer se vuelve una luna reflejando la luz ajena, luz cambiante que hace pasar por sus valles y sus colinas un incesante juego de matices, de velos, de ligeras sonrisas o de breves lluvias de tristeza. Luna de la música, última consecuencia erótica de un remoto, complejo proceso casi inconcebible. ¿Casi inconcebible? Escucho desde los audífonos la grabación de un cuarteto de Bartok, y siento desde lo más hondo un puro contacto con esa música que se cumple en su tiempo propio y simultáneamente en el mío. Pero después, pensando en el disco que duerme ya en su estante junto con tantos otros, empiezo a imaginar decursos, puentes, etapas, y es el vértigo frente a ese proceso cuyo término he sido una vez más hace unos minutos. Imposible describirlo -o meramente seguirlo en todos sus pasos, pero acaso se pueden ver las eminencias, los picos del complejísimo gráfico. Principia por un músico húngaro que inventa, transmuta y comunica una estructura sonora bajo la forma de un cuarteto de cuerdas. A través de mecanismos sensoriales y estéticos, y de la técnica de su transcripción inteligible, esa estructura se cifra en el papel pentagramado que un día será leído y escogido por cuatro instrumentistas; operando a la inversa el proceso de creación, estos músicos transmutarán los signos de la partitura en materia sonora. A partir de ese retorno a la fuente original, el camino se proyectará hacia adelante; múltiples fenómenos físicos nacidos de violines y violoncellos convertirán los signos musicales en elementos acústicos que serán captados por un micrófono y transformados en impulsos eléctricos; estos serán a su vez convertidos en vibraciones mecánicas que impresionarán una placa fonográfica de la que saldrá el disco que ahora duerme en su estante. Por su parte el disco ha sido objeto de una lectura mecánica, provocando las vibraciones de un diamante en el surco (ese momento es el más prodigioso en el plano material, el más inconcebible en términos no científicos), y entra ahora en juego un sistema electrónico de traducción de los impulsos a señales acústicas, su devolución al campo del sonido a través de altavoces o de audífonos más allá de los cuales los oídos están esperando en su condición de micrófonos para a su vez comunicar los signos sonoros a un laboratorio central del que en el fondo no tenemos la menor idea útil, pero que hace media hora me ha dado el cuarteto de Bela Bartok en el otro vertiginoso extremo de ese recorrido que a pocos se les ocurre imaginar mientras escuchan discos como si fuera la cosa más sencilla de este mundo.

Cuando entro en mi audífono, cuando las manos lo calzan en la cabeza con cuidado porque tengo una cabeza delicada y además y sobre todo los audífonos son delicados, es curioso que la impresión sea la contraria, soy yo el que entra en mi audífono, el que asoma la cabeza a una noche diferente, a una oscuridad otra. Afuera nada parece haber cambiado, el salón con sus lámparas, Carol que lee un libro de Virginia Woolf en el sillón de enfrente, los cigarrillos, Flanelle que juega con una pelota de papel, lo mismo, lo de ahí, lo nuestro, una noche más, y ya nada es lo mismo porque el silencio del afuera amortiguado por los aros de caucho que las manos ajustan cede a un silencio diferente, un silencio interior, el planetario flotante de la sangre, la caverna del cráneo, los oídos abriéndose a otra escucha, y apenas puesto el disco ese silencio como de viva espera, un terciopelo de silencio, un tacto de silencio, algo que tiene de flotación intergaláxica, de música de esferas, un silencio que es un jadeo silencio, un silencioso frote de grillos estelares, una concentración de espera (apenas dos, cuatro segundos), ya la aguja corre por el silencio previo y lo concentra en una felpa negra (a veces roja o verde), un silencio fosfeno hasta que estalla la primera nota o un acorde también adentro, de mi lado, la música en el centro del cráneo de cristal que vi en el British Museum, que contenía el cosmos centelleante en lo más hondo de la transparencia, así la música no viene del audífono, es como si surgiera de mí mismo, soy mi oyente, espacio puro en el que late el ritmo y urde la melodía su progresiva telaraña en pleno centro de la gruta negra.

Cómo no pensar, después, que de alguna manera la poesía es una palabra que se escucha con audífonos invisibles apenas el poema comienza a ejercer su encantamiento. Podemos abstraemos con un cuento o una novela, vivirlos en un plano que es más suyo que nuestro en el tiempo de lectura, pero el sistema de comunicación se mantiene ligado al de la vida circundante, la información sigue siendo información por más estética, elíptica, simbólica que se vuelva. En cambio el poema comunica el poema, y no quiere ni puede comunicar otra cosa. Su razón de nacer y de ser lo vuelve interiorización de una interioridad, exactamente como los audífonos que eliminan el puente de fuera hacia adentro y viceversa para crear un estado exclusivamente interno, presencia y vivencia de la música que parece venir desde lo hondo de la caverna negra.

Nadie lo vio mejor que Rainer María Rilke en el primero de los sonetos a Orfeo:

O Orpheus singt! o Hoher Baum im Ohr!
Orfeo canta. IOh, alto árbol en el oído!

Arbol interior: la primera maraña instantánea de un cuarteto de Brahms o de Lutoslavski, dándose en todo su follaje. Y Rilke cerrará su soneto con una imagen que acendra esa certidumbre de creación interior, cuando intuye por qué las fieras acuden al canto del dios, y dice a Orfeo:

da shufst du ihnen Tempel im Gehör
y les alzaste un templo en el oído.

Orfeo es la música, no el poema, pero los audífonos catalizan esas "similitudes amigas" de que hablaba Valéry. Si audífonos materiales hacen llegar la música desde adentro, el poema es en sí mismo un audífono del verbo; sus impulsos pasan de la palabra impresa a los ojos y desde ahí alzan el altísimo árbol en el oído interior.

En Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar.


viernes, 6 de septiembre de 2019

Beneath the Southern Cross.

Oh,
to be not anyone
gone
this maze of being
skin

Oh, to cry
not any cry
so mournful that
the dove just laughs
the steadfast gasps

Oh, to owe
not anyone
nothing
to be not here
but here
forsaking
equatorial bliss
who walked through
the callow mist
dressed inscraps
who walked
the curve of the world
whose bone scraped
whose flesh unfurled
who grieves not
anyone gone
to greet lame
the inspired sky
amazed to stumble
where gods get lost
beneath
the southern cross


Oh,
no ser nadie
ido
este laberinto de ser
piel

Oh, llorar
no llores
tan triste que
la paloma solo se ríe
los suspiros constantes

Oh, deberías
no cualquiera
nada
no estar aquí
pero aquí
renunciando
felicidad ecuatorial
quien caminó
la bruma inmaculada
vestido con restos
quien caminó
la curva del mundo
cuyo hueso raspado
cuya carne se desenrolló
quien no se aflige
alguien se fue
saludar cojo
el cielo inspirado
asombrado de tropezar
donde los dioses se pierden
debajo
la cruz del sur 
 Patti Smith. 
 

martes, 3 de septiembre de 2019

Los gatos de Ulthar.

Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.


En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero.

La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabían de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos. En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.

Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó, en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados gastados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta que en toda la villa, no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó a quejarse ante la dupla siniestra; a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles, caminando en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio. De este modo, Ulthar se durmió, en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡He aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche, era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, en enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías. Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio. Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

H. P. Lovecraft.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Desde el silencio.

(…)
El hombre heroico es lo que cuenta.
El hombre ahí,
desnudo,
bajo la noche
frente al misterio;
con su tragedia a cuestas,
con su verdadera tragedia,
con su única tragedia.













  
La que surge cuando preguntamos, 
cuando gritamos en el viento: 
¿Quién soy yo? 
Y el viento no responde, 
y no responde nadie. 
¿Quién soy yo?... ¡Silencio!... ¡Silencio!... 
Ni un eco, 
ni un signo... ¡Silencio!…
(...)
                                       Fragmento de La insignia, de León Felipe.