Un
técnico me lo explicó, pero no comprendí mucho. Cuando se escucha
un disco con audífonos (no todos los discos, pero sí justamente los
que no deberían hacer eso), ocurre que en la fracción de segundo
que precede al primer sonido se alcanza a percibir, debilísimamente,
ese primer sonido que va a resonar un instante después con toda su
fuerza. A veces uno no se da cuenta, pero cuando se está esperando
un cuarteto de cuerdas o un madrigal o un lied, el casi imperceptible
pre-eco no tiene nada de agradable. Un eco que se respete debe venir
después, no antes, qué clase de eco es ése. Estoy escuchando las
Variaciones Reales de Orlando Gibbons, y entre una y otra, justamente
allí en esa breve noche de los oídos que se preparan a la nueva
irrupción del sonido, un lejanísimo acorde o las primeras notas de
la melodía se inscriben en una audición como microbiana, algo que
nada tiene que ver con lo que va a empezar medio segundo después y
que sin embargo es su parodia, su burla infinitesimal. Elizabeth
Schumann va a cantar Du bist die Ruh, hay ese aire habitado de todo
fondo de disco por perfecto que sea y que nos pone en un estado de
tensa espera, de dedicación total a eso que va a empezar, y entonces
desde el ultrafondo del silencio alcanzamos horriblemente a oír una
voz de bacteria o de robot que inframínimamente canta Du bist, se
corta, hay todavía una fracción de silencio, y la voz de la
cantante surge con toda su fuerza, Du bist die Ruh de veras. (El
ejemplo es pésimo, porque antes de que la soprano empiece a cantar
hay un preludio del piano, y son las dos o tres notas iniciales del
piano las que nos llegan por esa vía subliminal de que hablo; pero
como ya se habrá entendido (por compartido, supongo) lo que digo, no
vale la pena cambiar el ejemplo por otro más atinado; pienso que
esta enfermedad fonográfica es ya bien conocida y padecida por
todos).
Mi
amigo el técnico me explicó que este pre-eco, que hasta ese momento
me había parecido inconcebible, era resultado de esas cosas que
pasan cuando hay toda clase de circuitos, feedbacks, alimentación
electrónica y otros vocabularios ad-hoc. Lo que yo entendía por
pre-eco, y que en buena y sana lógica temporal me parecía
imposible, resultó ser algo perfectamente comprensible para mi
amigo, aunque yo seguí sin entenderlo y poco me importó. Una vez
más un misterio era explicado, el de que antes de que usted empiece
a cantar el disco contiene ya el comienzo de su canto, pero resulta
que no es así, usted empezó a partir del silencio y el pre-eco no
es más que un retardo mecánico que se pre-graba con relación a,
etc. Lo que no impide que cuando en el negro y cóncavo universo de
los audífonos estamos esperando el arranque de un cuarteto de
Mozart, los cuatro grillitos que se mandan la instantánea parodia un
décimo de segundo antes nos caen más bien atravesados, y nadie
entiende cómo las compañías de discos no han resuelto un problema
que no parece insoluble ni mucho menos a la luz de todo lo que sus
técnicos llevan resuelto desde el día en que Thomas Alva Edison se
acercó a la corneta y dijo, para siempre, Mary had a little lamb.
Si
me acuerdo de esto (porque me fastidia cada vez que escucho uno de
esos discos en que los pre-ecos son tan exasperantes como los
ronroneos de Glenn Gould mientras toca el piano) es sobre todo porque
en estos últimos años les he tomado un gran cariño a los
audífonos. Me llegaron muy tarde, y durante mucho tiempo los creí
un mero recurso ocasional, enclave momentáneo para librar a
parientes o vecinos de mis preferencias en materia de Varese, Nono,
Lutoslavski o Cat Anderson, músicos más bien resonantes después de
las diez de la noche. Y hay que decir que al principio el mero hecho
de calzármelos en las orejas me molestaba, me ofendía; el aro
ciñendo la cabeza, el cable enredándose en los hombros y los
brazos, no poder ir a buscar un trago, sentirse bruscamente tan
aislado del exterior, envuelto en un silencio fosforescente que no es
el silencio de las casas y las cosas.
Nunca
se sabe cuándo se dan los grandes saltos; de golpe me gustó
escuchar jazz y música de cámara con los audífonos. Hasta ese
momento había tenido una alta idea de mis altoparlantes Rogers,
adquiridos en Londres después de una sabihonda disertación de un
empleado de Imhof que me había vendido un Beomaster pero no le
gustaban los altoparlantes de esa marca (tema razón), pero ahora
empecé a darme cuenta de que el sonido abierto era menos perfecto,
menos sutil que su paso directo del audífono al oído. Incluso lo
malo, es decir el pre-eco en algunos discos, probaba una acuidad más
extrema de la reproducción sonora; ya no me molestaba el leve peso
en la cabeza, la prisión psicológica y los eventuales enredos del
cable.
Me
acordé de los lejanísimos tiempos en que asistí al nacimiento de
la radio en la Argentina, de los primeros receptores con piedra de
galena y lo que llamábamos "teléfonos", no demasiado
diferentes de los audífonos actuales salvo el peso. También en
materia de radio los primeros altoparlantes eran menos fieles que los
"teléfonos", aunque no tardaron en eliminarlos totalmente
porque no se podía pretender que toda la familia escuchara el
partido de fútbol con otros tantos artefactos en la cabeza. Quién
iba a decimos que sesenta años más tarde los audífonos volverían
a imponerse en el mundo del disco, y que de paso -horresco referens-
servirían para escuchar radio en su forma más estúpida y alienante
como nos es dado presenciar en las calles y las plazas donde gentes
nos pasan al lado como zombies desde una dimensión diferente y
hostil, burbujas de desprecio o rencor o simplemente idiotez o moda y
por ahí, andá a saber, uno que otro justificadamente separado del
montón, no juzgable, no culpable. Nomenclaturas acaso
significativas: los altavoces también se llaman altoparlantes en
español, y los idiomas que conozco se sirven de la misma imagen:
loud-speaker, haut-parleur. En cambio los audífonos, que entre
nosotros empezaron por llamarse "teléfonos" y después
"auriculares", llegan al inglés bajo la forma de earphones
y al francés como casques d'écoute. Hay algo más sutil y refinado
en estas vacilaciones y variantes; basta advertir que en el caso de
los altavoces, se tiende a centrar su función en la palabra más que
en la música (parlante/speaker/parleur), mientras que los audífonos
tienen un espectro semántico más amplio, son el término más
sofisticado de la reproducción sonora.
Me
fascina que la mujer que está a mi lado escuche discos con
audífonos, que su rostro refleje sin, que ella lo sepa todo lo que
está sucediendo en esa pequeña noche interior, en esa intimidad
total de la música y sus oídos. Si también yo estoy escuchando,
las reacciones que veo en su boca o sus ojos son explicables, pero
cuando sólo ella lo hace hay algo de fascinante en esos pasajes,
esas transformaciones instantáneas de la expresión, esos leves
gestos de las manos que convierten ritmos y sonidos en movimientos
gestuales, música en teatro, melodía en escultura animada. Por
momentos me olvido de la realidad, y los audífonos en su cabeza me
parecen los electrodos de un nuevo Frankenstein llevando la chispa
vital a una imagen de cera, animándola poco a poco, haciéndola
salir de la inmovilidad con que creemos escuchar la música y que no
es tal para un observador exterior. Ese rostro de mujer se vuelve una
luna reflejando la luz ajena, luz cambiante que hace pasar por sus
valles y sus colinas un incesante juego de matices, de velos, de
ligeras sonrisas o de breves lluvias de tristeza. Luna de la música,
última consecuencia erótica de un remoto, complejo proceso casi
inconcebible. ¿Casi inconcebible? Escucho desde los audífonos la
grabación de un cuarteto de Bartok, y siento desde lo más hondo un
puro contacto con esa música que se cumple en su tiempo propio y
simultáneamente en el mío. Pero después, pensando en el disco que
duerme ya en su estante junto con tantos otros, empiezo a imaginar
decursos, puentes, etapas, y es el vértigo frente a ese proceso cuyo
término he sido una vez más hace unos minutos. Imposible
describirlo -o meramente seguirlo en todos sus pasos, pero acaso se
pueden ver las eminencias, los picos del complejísimo gráfico.
Principia por un músico húngaro que inventa, transmuta y comunica
una estructura sonora bajo la forma de un cuarteto de cuerdas. A
través de mecanismos sensoriales y estéticos, y de la técnica de
su transcripción inteligible, esa estructura se cifra en el papel
pentagramado que un día será leído y escogido por cuatro
instrumentistas; operando a la inversa el proceso de creación, estos
músicos transmutarán los signos de la partitura en materia sonora.
A partir de ese retorno a la fuente original, el camino se proyectará
hacia adelante; múltiples fenómenos físicos nacidos de violines y
violoncellos convertirán los signos musicales en elementos acústicos
que serán captados por un micrófono y transformados en impulsos
eléctricos; estos serán a su vez convertidos en vibraciones
mecánicas que impresionarán una placa fonográfica de la que saldrá
el disco que ahora duerme en su estante. Por su parte el disco ha
sido objeto de una lectura mecánica, provocando las vibraciones de
un diamante en el surco (ese momento es el más prodigioso en el
plano material, el más inconcebible en términos no científicos), y
entra ahora en juego un sistema electrónico de traducción de los
impulsos a señales acústicas, su devolución al campo del sonido a
través de altavoces o de audífonos más allá de los cuales los
oídos están esperando en su condición de micrófonos para a su vez
comunicar los signos sonoros a un laboratorio central del que en el
fondo no tenemos la menor idea útil, pero que hace media hora me ha
dado el cuarteto de Bela Bartok en el otro vertiginoso extremo de ese
recorrido que a pocos se les ocurre imaginar mientras escuchan discos
como si fuera la cosa más sencilla de este mundo.
Cuando
entro en mi audífono, cuando las manos lo calzan en la cabeza con
cuidado porque tengo una cabeza delicada y además y sobre todo los
audífonos son delicados, es curioso que la impresión sea la
contraria, soy yo el que entra en mi audífono, el que asoma la
cabeza a una noche diferente, a una oscuridad otra. Afuera nada
parece haber cambiado, el salón con sus lámparas, Carol que lee un
libro de Virginia Woolf en el sillón de enfrente, los cigarrillos,
Flanelle que juega con una pelota de papel, lo mismo, lo de ahí, lo
nuestro, una noche más, y ya nada es lo mismo porque el silencio del
afuera amortiguado por los aros de caucho que las manos ajustan cede
a un silencio diferente, un silencio interior, el planetario flotante
de la sangre, la caverna del cráneo, los oídos abriéndose a otra
escucha, y apenas puesto el disco ese silencio como de viva espera,
un terciopelo de silencio, un tacto de silencio, algo que tiene de
flotación intergaláxica, de música de esferas, un silencio que es
un jadeo silencio, un silencioso frote de grillos estelares, una
concentración de espera (apenas dos, cuatro segundos), ya la aguja
corre por el silencio previo y lo concentra en una felpa negra (a
veces roja o verde), un silencio fosfeno hasta que estalla la primera
nota o un acorde también adentro, de mi lado, la música en el
centro del cráneo de cristal que vi en el British Museum, que
contenía el cosmos centelleante en lo más hondo de la
transparencia, así la música no viene del audífono, es como si
surgiera de mí mismo, soy mi oyente, espacio puro en el que late el
ritmo y urde la melodía su progresiva telaraña en pleno centro de
la gruta negra.
Cómo
no pensar, después, que de alguna manera la poesía es una palabra
que se escucha con audífonos invisibles apenas el poema comienza a
ejercer su encantamiento. Podemos abstraemos con un cuento o una
novela, vivirlos en un plano que es más suyo que nuestro en el
tiempo de lectura, pero el sistema de comunicación se mantiene
ligado al de la vida circundante, la información sigue siendo
información por más estética, elíptica, simbólica que se vuelva.
En cambio el poema comunica el poema, y no quiere ni puede comunicar
otra cosa. Su razón de nacer y de ser lo vuelve interiorización de
una interioridad, exactamente como los audífonos que eliminan el
puente de fuera hacia adentro y viceversa para crear un estado
exclusivamente interno, presencia y vivencia de la música que parece
venir desde lo hondo de la caverna negra.
Nadie
lo vio mejor que Rainer María Rilke en el primero de los sonetos a
Orfeo:
O
Orpheus singt! o Hoher Baum im Ohr!
Orfeo
canta. IOh, alto árbol en el oído!
Arbol
interior: la primera maraña instantánea de un cuarteto de Brahms o
de Lutoslavski, dándose en todo su follaje. Y Rilke cerrará su
soneto con una imagen que acendra esa certidumbre de creación
interior, cuando intuye por qué las fieras acuden al canto del dios,
y dice a Orfeo:
da
shufst du ihnen Tempel im Gehör
y
les alzaste un templo en el oído.
Orfeo
es la música, no el poema, pero los audífonos catalizan esas
"similitudes amigas" de que hablaba Valéry. Si audífonos
materiales hacen llegar la música desde adentro, el poema es en sí
mismo un audífono del verbo; sus impulsos pasan de la palabra
impresa a los ojos y desde ahí alzan el altísimo árbol en el oído
interior.
En
Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar.