Por ocuparnos, en fin, de los
amantes, que son los que más interesan y ante los que el cronista
está mejor situado para hablar, los amantes se atormentaban todavía
con otras angustias entre las cuales hay que señalar el
remordimiento. Esta situación les permitía considerar sus
sentimientos con una especie de febril objetividad, y en esas
ocasiones casi siempre veían claramente sus propias fallas. El
primer motivo era la dificultad que encontraban para recordar los
rasgos y gestos del ausente. Lamentaban entonces la ignorancia en que
estaban de su modo de emplear el tiempo; se acusaban de la frivolidad
con que habían descuidado el informarse de ello y no haber
comprendido que para el que ama, el modo de emplear el tiempo del
amado es manantial de todas sus alegrías. Desde ese momento
empezaban a remontar la corriente de su amor, examinando sus
imperfecciones. En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o
no, que no hay amor que no pueda ser superado, y por lo tanto,
aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre.
Pero el recuerdo es más exigente. Y así, consecuentemente, esta
desdicha que alcanzaba a toda una ciudad no sólo nos traía un
sufrimiento injusto, del que podíamos indignarnos: nos llevaba
también a sufrir por nosotros mismos y nos hacía ceder al dolor.
Esta era una de las maneras que tenía la enfermedad de atraer la
tentación y de barajar las cartas.
Cada uno tuvo que aceptar el vivir
al día, solo bajo el cielo. Este abandono general que podía a la
larga templar los caracteres, empezó, sin embargo, por volverlos
fútiles. Algunos, por ejemplo, se sentían sometidos a una nueva
esclavitud que les sujetaba a las veleidades del sol y de la lluvia;
se hubiera dicho, al verles, que recibían por primera vez la
impresión del tiempo que hacía. Tenían aspecto alegre a la simple
vista de una luz dorada, mientras que los días de lluvia extendían
un velo espeso sobre sus rostros y sus pensamientos. A veces,
escapaban durante cierto tiempo a esta debilidad y a esta esclavitud
irrazonada porque no estaban solos frente al mundo y, en cierta
medida, el ser que vivía con ellos se anteponía al universo. Pero
llegó un momento en que quedaron entregados a los caprichos del
cielo, es decir, que sufrían y esperaban sin razón.
En
tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su
vecino; cada uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por
casualidad intentaba hacer confidencias o decir algo de sus
sufrimientos, la respuesta que recibía le hería casi siempre.
Entonces se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada
uno cosas distintas. Uno en efecto hablaba desde el fondo de largas
horas pasadas rumiando el sufrimiento, y la imagen que quería
comunicar estaba cocida al fuego lento de la espera y de la pasión.
El otro, por el contrario, imaginaba una emoción convencional, uno
de esos dolores baratos, una de esas melancolías de serie. Benévola
u hostil, la respuesta resultaba siempre desafinada: había que
renunciar. O al menos, aquellos para quienes el silencio resultaba
insoportable, en vista de que los otros no comprendían el verdadero
lenguaje del corazón, se decidían a emplear también la lengua que
estaba en boga y a hablar ellos también al modo convencional de la
simple relación, de los hechos diversos, de la crónica cotidiana,
en cierto modo. En ese molde, los dolores más verdaderos tomaban la
costumbre de traducirse en las fórmulas triviales de la
conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían
obtener la compasión de su portero o el interés de sus
interlocutores.
Sin
embargo, y esto es lo más importante, por dolorosas que fuesen estas
angustias, por duro que fuese llevar ese vacío en el corazón, se
puede afirmar que los exiliados de ese primer período de la peste
fueron seres privilegiados. En el momento mismo en que todo el mundo
comenzaba a aterrorizarse, su pensamiento estaba enteramente dirigido
hacia el ser que esperaban. En la desgracia general, el egoísmo del
amor les preservaba, y si pensaban en la peste era solamente en la
medida en que podía poner a su separación en el peligro de ser
eterna. Llevaba, así, al corazón mismo de la epidemia una
distracción saludable que se podía tomar por sangre fría. Su
desesperación les salvaba del pánico, su desdicha tenía algo
bueno. Por ejemplo, si alguno de ellos era arrebatado por la
enfermedad, lo era sin tener tiempo de poner atención en ello.
Sacado de esta larga conversación interior que sostenía con una
sombra, era arrojado sin transición al más espeso silencio de la
tierra. No había tenido tiempo de nada.
En
La peste, de Albert Camus.