¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 16 de abril de 2024

Asombro.

«Enséñame», dices, desde tus veintiún años
ávidos, creyendo, todavía, que se puede enseñar alguna cosa

y yo, que pasé de los sesenta
te miro con amor
es decir, con lejanía
(todo amor es amor a las diferencias
al espacio vacío entre dos cuerpos
al espacio vacío entre dos mentes
al horrible presentimiento de no morir de a dos)

te enseño, mansamente, alguna cita de Goethe
(«detente, instante, eres tan bello»)
o de Kafka (una vez hubo, hubo una vez
una sirena que no cantó)

mientras la noche lentamente se desliza hacia el alba
a través de este gran ventanal
que amas tanto
porque sus luces nocturnas
ocultan la ciudad verdadera

y en realidad podríamos estar en cualquier parte
estas luces podrían ser las de New York, avenida
Broadway, las de Berlín, Konstanzerstrasse,
las de Buenos Aires, calle Corrientes

y te oculto la única cosa que verdaderamente sé:
solo es poeta aquel que siente que la vida no es natural
que es asombro
descubrimiento revelación
que no es normal estar vivo


no es natural tener veintiún años
ni tampoco más de sesenta

no es normal haber caminado a las tres de la mañana
por el puente viejo de Córdoba, España, bajo la luz
amarilla de las farolas

no es natural el perfume de los naranjos en las plazas
—tres de la mañana—

ni en Oliva ni en Sevilla

lo natural es el asombro

lo natural es la sorpresa

lo natural es vivir como recién llegada

al mundo

a los callejones de Córdoba y sus arcos

a las plazas de París

a la humedad de Barcelona

al museo de muñecas

en el viejo vagón estacionado

en las vías muertas de Berlín.

Lo natural es morirse

sin haber paseado de la mano

por los portales de una ciudad desconocida

ni haber sentido el perfume de los blancos jazmines en flor

a las tres de la mañana,

meridiano de Greenwich

lo natural es que quien haya paseado de la mano

por los portales de una ciudad desconocida

no lo escriba

lo hunda en el ataúd del olvido.

La vida brota por todas partes
consanguínea

ebria

bacante exagerada

en noches de pasiones turbias

pero había una fuente que cloqueaba

lánguidamente

y era difícil no sentir que la vida puede ser bella

a veces

como una pausa

como una tregua que la muerte

le concede al goce.

                                                                     Cristina Peri Rossi. 


martes, 9 de abril de 2024

La Trascendencia del Ego.

 

Bosquejo de una descripción fenomenológica


Para la mayor parte de los filósofos el Ego es un "habitante" de la conciencia. Algunos afirman su presencia formal en el seno de las "Erlebnisse", como un principio vacío de unificación. Otros —psicólogos en su mayor parte— piensan descubrir su presencia material, como centro de los deseos y los actos, en cada momento de nuestra vida psíquica.

 

(…) el Ego no está ni formalmente ni materialmente en la conciencia: está afuera, en el mundo; es un ser del mundo, como el Ego del otro.

 

En La trascendencia del Ego, de Jean Paul Sartre.

 

 

viernes, 5 de abril de 2024

Las aguas del mundo.

Allí está él, el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y aquí está, de pie en la playa, la mujer, el más ininteligible de los seres vivos, Desde que un día se hizo la pregunta sobre sí mismo, el ser humano se convirtió en el más ininteligible de los seres vivos. Ella y el mar.

Sus misterios sólo podrían encontrarse si uno se entregara al otro: la entrega de dos mundos incognoscibles hecha con la confianza con que se entregarían dos comprensiones.

Ella mira el mar, es lo que puede hacer. Él sólo está delimitado por la línea del horizonte, es decir, por la incapacidad humana que a ella le impide ver la curvatura de la tierra.

Son las seis de la mañana. Sólo un perro libre titubea en la playa, un perro negro. ¿Por qué son tan libres los perros? Porque es el misterio vivo que no se indaga. La mujer titubea porque va a entrar.

 

 

El cuerpo se le consuela con su propia exigüidad en relación con la vastedad del mar, porque es la exigüidad del cuerpo la que le permite conservarse tibio, y es esa exigüidad la que lo hace pobre y libre de la gente, con una parte de libertad de perro en la arena. Este cuerpo entrará en el frío ilimitado que ruge sin rabia en el silencio de las seis horas. La mujer no lo sabe: pero está realizando un acto de coraje. Vacía la playa a estas horas de la mañana, le falta el ejemplo de otros humanos que transforman la entrada al mar en simple, liviano juego de vida. Está sola. El mar salado no está solo porque es salado y grande, y esto es una realización. A esta hora ella se conoce menos todavía de lo que conoce al mar. Su coraje consiste en continuar aunque no se conozca. Es fatal no conocerse, y no conocerse exige coraje.

Va entrando. El agua salada está tan fría que ritualmente le eriza las piernas. Pero una alegría fatal —la alegría es una fatalidad— ya la ha invadido, si bien ni siquiera sonríe. Al contrario, está muy seria. El olor es como el de una marejada vertiginosa que la despierta de sus más adormecidos sueños seculares. Y ahora ella está alerta, aun sin pensar, como está alerta sin pensar el cazador. La mujer es ahora compacta y leve y aguda, y se abre camino en la gelidez que, líquida, se le opone y sin embargo la deja entrar, igual que en el amor, donde la resistencia puede ser un pedido.

La lentitud del camino aumenta su coraje secreto. Y de repente se deja cubrir por la primera ola. La sal, el yodo, el líquido todo, la enceguecen por un instante, chorreando, de pie y sorprendida, fertilizada.

Ahora el frío se vuelve glacial. Avanzando, ella parte el mar por la mitad. Ya no le hace falta el coraje, ahora está inmersa, antigua, en el ritual. Hunde la cabeza en el brillo del mar y se echa atrás una cabellera que, al salir, chorrea sobre los ojos salados y ardientes. Pausada, la mano juega con el agua; los cabellos, al sol, ya están casi endurecidos de sal. Con el cuenco de las manos hace lo que siempre ha hecho en el mar, y con la arrogancia de los que nunca darán explicaciones ni siquiera a sí mismos: con el cuenco de las manos lleno de agua, bebe a tragos grandes, buenos.

Y era eso lo que estaba echando de menos: el mar por dentro como el líquido espeso de un hombre. Ahora está completamente igual a sí misma. La garganta alimentada se encoge por la sal, los ojos enrojecen por la sal secada al sol, las olas suaves la golpean y se van porque ella es una muralla compacta.

Vuelve a zambullirse, de nuevo bebe agua, ahora sin voracidad pues no necesita más. Es la amante que sabe que volverá a tenerlo todo. El sol se abre más y, al secarla, le da escalofríos; ella se zambulle de nuevo: se siente cada vez menos ávida y menos afilada. Ahora sabe lo que quiere. Quiere quedarse parada en el mar. Y entonces así se queda. Como contra los costados de un navío, el agua golpea, se aleja, golpea. La mujer no recibe mensajes. No le hace falta la comunicación.

Después vuelve a la playa caminando dentro del agua. No camina sobre las aguas —ah, nunca haría eso cuando hace ya milenios que alguien caminó sobre las aguas—, pero esto no puede quitárselo nadie: caminar dentro del agua. A veces el mar le opone resistencia y la empuja con fuerza hacia atrás, pero entonces la proa de la mujer se vuelve un poco más dura y más áspera y sigue avanzando.

Y ahora pisa la arena. Sabe que brilla de agua, de sal y de sol. Aunque dentro de unos minutos lo olvide, nunca podrá perder todo esto. Y de algún modo oscuro sabe que sus cabellos chorreantes son de náufrago. Porque sabe… sabe que ha sorteado un peligro. Un peligro tan antiguo como el ser humano.

 En Felicidad clandestina, Silencio, de Clarice Lispector.

 

miércoles, 3 de abril de 2024

Martes, en Bouville.

¿Es esto la libertad? A mis pies los jardines descienden blandamente hacia la ciudad, y en cada jardín se levanta una casa. Veo el mar, pesado, inmóvil; veo a Bouville. Hace buen tiempo.

Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé aflojaron y ya no puedo imaginar otras. Todavía soy bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar? Sólo ahora comprendo cuánto había contado con Anny para salvarme, en lo más fuerte de mis terrores, de mis náuseas. Mi pasado ha muerto, M. de Rollebon ha muerto, Anny volvió para quitarme toda esperanza. Estoy solo en esta calle blanca bordeada de jardines. Sólo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.

Hoy mi vida llega a su fin. Mañana habré dejado esta ciudad que se extiende a mis pies, donde viví tanto tiempo. Ya no serás más que un nombre, rechoncho, burgués, muy francés, un nombre en mi memoria, menos rico que los de Florencia o Bagdad. Llegará una época en que me pregunte: “Pero cuando estaba en Bouville, ¿qué podía hacer durante todo el día?” Y de este sol, de esta tarde, no quedará nada, ni siquiera un recuerdo.

Toda mi vida está detrás de mí. La veo entera, veo su forma, veo los lentos movimientos que me han traído hasta aquí. Hay pocas cosas que decir de ella: una partida perdida, eso es todo. Hace tres años que entré en Bouville, solemnemente. Había perdido la primera vuelta. Quise jugar la segunda y también perdí; perdí la partida. Al mismo tiempo, supe que siempre se pierde. Sólo los cochinos creen ganar. Ahora voy a hacer como Anny, me sobreviviré. Comer, dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como esos árboles, como un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía.

La Náusea me concede una corta tregua. Pero sé que volverá; es mi estado normal. Sólo que hoy mi cuerpo está demasiado agotado para soportarla. También los enfermos tienen afortunadas debilidades que les quitan, por algunas horas, la conciencia de su mal. Me aburro, eso es todo. De vez en cuando bostezo tan fuerte que las lágrimas me ruedan por las mejillas. Es un aburrimiento profundo, profundo, el corazón profundo de la existencia, la materia misma de que estoy hecho. No me descuido, por el contrario; esta mañana tomé un baño, me afeité. Sólo que cuando pienso en todos esos pequeños actos cuidadosos, no comprendo cómo pude ejecutarlos; son tan vanos. Sin duda el hábito los ejecuta por mí. Los hábitos no están muertos, continúan afanándose, tejiendo muy despacito, insidiosamente, sus tramas; me lavan, me secan, me visten, como nodrizas. ¿Habrán sido ellos, también, los que me trajeron a esta colina? Ya no recuerdo cómo vine. Por la escalera Dautry, sin duda; ¿pero subí realmente, uno por uno, sus ciento diez peldaños? Lo que quizá sea aún más difícil de imaginar, es que después voy a bajarlos. Sin embargo, lo sé; dentro de un rato me encontraré al pie del Cotean Vert; alzando la cabeza podré ver iluminarse a lo lejos las ventanas de estas casas que están tan cerca. A lo lejos. Sobre mi cabeza; y este instante, del que no puedo salir, que me encierra y me limita por todos lados, este instante del que estoy hecho, será un sueño borroso.

En La Náusea, de Jean Paul Sartre.

 

 

martes, 2 de abril de 2024

Un mito orgota de la creación.

Los orígenes del mito son prehistóricos, y hay distintas versiones. Esta, muy primitiva, procede de un texto escrito, pre-yomesh, encontrado en el santuario de la Caverna de Isenped en Las Tierras Medias de Gobrin.

En el principio no había nada sino hielo y sol. Luego de muchos años el sol ardiente abrió una gran hendidura en el hielo. En los bordes de esta hendidura había enormes formas de hielo, y las gotas de estas formas fundidas caían y caían. El abismo no tenía fondo.

Una de las formas de hielo decía: «Sangro». Otra de las formas decía: «Lloro» y una tercera decía: «Sudo».

Las formas de hielo salieron del abismo subiendo a la planicie de hielo. La que había dicho «Sangro» se alzó hacia el sol y sacó puñados de excrementos del abdomen del sol, y con esa materia hizo las montañas y valles de la tierra. La que había dicho «Lloro» echó el aliento sobre el hielo, y el hielo se fundió formando los mares y los ríos. La que había dicho «Sudo» mezcló el polvo con el agua de mar e hizo los árboles, las plantas, las hierbas y los granos del campo, los animales, y los hombres.

Las plantas crecieron en el suelo y en el mar, las bestias corrieron por la tierra y nadaron en el mar, pero los hombres no despertaron. Eran treinta y nueve hombres. Durmieron en el hielo y no se movieron.

Luego las tres formas de hielo se agacharon sentándose en cuclillas y dejaron que el sol las fundiera. Se fundieron como leche, y la leche entró en las bocas de los durmientes, y los durmientes despertaron. Esa leche la beben sólo los hijos de los hombres y sin ella no despiertan a la vida.

El primero en despertar fue Edondurad. Era tan alto que cuando se puso de pie hendió el cielo con la cabeza, y nevó. Vio a los demás, que despertaban y se movían, y les tuvo miedo, y los mató uno tras otro a puñetazos. Mató así a treinta y seis. Pero uno de ellos, el penúltimo, escapó corriendo. Lo llamaron Haharad. Lejos corrió Haharad por la llanura de hielo y sobre los campos, Edondurad corrió detrás y al fin le dio caza y lo golpeó. Haharad murió. Luego Edondurad volvió al sitio del nacimiento en el Hielo Gobrin, donde yacían los cuerpos de los otros, pero el último había desaparecido. Había escapado mientras Edondurad perseguía a Haharad.

Edondurad edificó una casa con los cuerpos helados de los hermanos, y esperó dentro de la casa el regreso del último hermano. Todos los días uno de los cadáveres hablaba diciendo: - ¿Arde?¿Arde? Los otros cadáveres decían con lenguas heladas: - No, no.

Luego Edondurad entró en kémmer mientras dormía y se agitó y habló en sueños, y cuando despertó los cadáveres estaban todos diciendo: - ¡Arde! ¡Arde! Y el último hermano, oyendo esto, entró en la casa de cadáveres y allí se acopló con Edondurad. De estos dos crecieron las naciones de los hombres, de la carne de Edondurad, del vientre de Edondurad. El nombre del otro, el hermano más joven, el padre, no se conoció nunca.

Todos los niños que nacieron de los dos hermanos llevaban un pedazo de oscuridad que los seguía a todas partes a la luz del día. Edondurad preguntó una vez: - ¿Por qué una sombra sigue así a mis hijos?

Su compañero de kémmer respondió: - Porque nacieron en la casa de la carne, y así la muerte les pisa los talones. Están en la mitad del tiempo. En el principio había sol y hielo, y no había sombras. Al final de los tiempos el sol se devorará a sí mismo y la sombra devorará la luz, y entonces no quedará nada sino hielo y oscuridad.

En La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin.