Ningún
hombre, lo repito, ha narrado con más magia las excepciones de la
vida humana y de la naturaleza, los ardores de la curiosidad de la
convalecencia, los fines de estación cargados de esplendores
enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el
viento del sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de
un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen
del corazón; –la alucinación, dejando al principio bien pronto
conocida y razonadora como un libro–, el absurdo instalándose en
la inteligencia y gobernándola con una espantable lógica; la
histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción
establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado
hasta el punto de expresar el dolor por la risa.
Baudelaire:
Vida y obras de Edgar Poe.
A
TODOS nos había sorprendido la fatal noticia; y quedamos aterrados
cuando un criado nos trajo –volando– detalles de su muerte.
Aunque hacía mucho tiempo que notábamos en nuestro amigo señales
de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo.
Había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un
recuerdo para sus amigos. Y cuando le tuvimos en nuestra presencia,
volvimos el rostro, presos de una compasión horrorizada.
Aquella
tarde húmeda y nublada, hacía que nuestra impresión fuera más
fuerte. El cielo estaba lívido, y una neblina fosca cruzaba el
horizonte. Condujimos el cadáver en un carruaje, apelotonados por
un horror creciente. La noche venía encima; y por la portezuela mal
cerrada caía un río de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha.
Iba
tendido sobre nuestras piernas, y las últimas luces de aquel día
amarillento daban de pleno en su rostro violado con manchas lívidas.
Su cabeza se sacudía de un lado para otro. a cada golpe en el
adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraba con sus ojos
vidriosos, duros y empañados.
Nuestras
ropas estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que le
sostenían el cuello, se deslizaba una baba viscosa y fría que a
cada sacudida brotaba de sus labios.
No
sé debido a qué causa, pero creo que nunca en mi vida he sentido
igual impresión. Al solo contacto de sus miembros rígidos, sentía
un escalofrío en todo el cuerpo. Extrañas ideas de superstición
llenaban mi cabeza. Mis ojos adquirían una fijeza hipnótica
mirándolo, y en el horror de toda mi imaginación, me parecía verle
abrir la boca en una mueca espantosa, clavarme la mirada y
abalanzarse sobre mí, llenándome de sangre fría y coagulada.
Mis
cabellos se erizaban, y no pude menos de dar un grito de angustia,
convulsivo y delirante, y echarme para atrás.
En
aquel momento el muerto se escapaba de nuestras rodillas y caía al
fondo del carruaje cuando era completamente de noche, en la
oscuridad, nos apretamos las manos, temblando de arriba abajo, sin
atrevernos a mirarnos.
Todas
las viejas ideas de niño, creencias absurdas, se encarnaron en
nosotros. Levantamos las piernas a los asientos, inconscientemente,
llenos de horror, mientras en el fondo del carruaje, el muerto se
sacudía de un lado a otro.
Poco
a poco nuestras piernas comenzaron a enfriarse. Era un hielo que
subía desde el fondo, que avanzaba por el cuerpo, como si la muerte
fuese contagiándose en nosotros. No nos atrevíamos a movernos. De
cuando en cuando nos inclinábamos hacia el fondo, y nos quedábamos
mirando por largo rato en la oscuridad, con los ojos espantosamente
abiertos, creyendo ver al muerto que se enderezaba con una mueca de
delirio, riendo, mirándonos, poniendo la muerte en cada uno,
riéndose, acercaba su cara a las nuestras, en la noche veíamos
brillar sus ojos, y se reía, y quedábamos helados, muertos,
muertos, en aquel carruaje que nos conducía por las calles
mojadas...
Nos
encontramos de nuevo en la sala, todos reunidos, sentados en hilera.
Habían colocado el cajón en medio de la sala y no habían cambiado
la ropa del muerto por estar ya muy rígidos sus miembros. Tenía la
cabeza ligeramente inclinada con la boca y nariz tapadas con algodón.
Al
verle de nuevo, un temblor nos sacudió todo el cuerpo y nos miramos
a hurtadillas. La sala estaba llena de gente que cruzaba a cada
momento, y esto nos distraía algo. De cuando en cuando, solamente,
observábamos al muerto, hinchado y verdoso, que estaba tendido en el
cajón.
Al
cabo de media hora, sentí que me tocaban y me di vuelta. Mis amigos
estaban lívidos. Desde el lugar en que nos encontrábamos, el muerto
nos miraba. Sus ojos parecían agrandados, opacos, terriblemente
fijos. La fatalidad nos llevaba bajo sus miradas [sic], sin
darnos cuenta, como unidos a la muerte, al muerto que no quería
dejarnos. ¡Los cuatro nos quedamos amarillos, inmóviles ante la
cara que a tres pasos estaba dirigida a nosotros, siempre a nosotros!
Dieron
las cuatro de la mañana y quedamos completamente solos. Instantáneamente el miedo volvió a apoderarse de nosotros.
Primero
un estupor tembloroso, luego una desesperación desolada y profunda,
y por fin una cobardía inconcebible a nuestras edades, un
presentimiento preciso de algo espantoso que iba a pasar.
Afuera,
la calle estaba llena de brumas, y el ladrido de los perros se
prolongaba en un aullido lúgubre. Los que han velado a una persona y
de repente se han dado cuenta de que están solos con el cadáver,
excitados, como estábamos nosotros, y han oído de pronto llorar a
un perro, han oído gritar a una lechuza en la madrugada de una noche
de muerte, solos con él, comprenderán la impresión nuestra, ya
sugestionados por el miedo, y con terribles dudas a veces sobre la
horrible muerte del amigo.
Quedamos
solos, como he dicho; y al poco rato, un ruido sordo, como de un
barboteo apresurado recorrió la sala. Salía del cajón donde estaba
el muerto, allí, a tres pasos, le veíamos bien, levantando el busto
con los algodones esponjados, horriblemente lívido, mirándonos
fijamente y se enderezaba poco a poco, apoyándose en los bordes de
la caja, mientras se erizaban nuestros cabellos, nuestras frentes se
cubrían de sudor, mientras que el barboteo era cada vez más
ruidoso, y sonó una risa extraña, extrahumana, como vomitada,
estomacal y epiléptica, y nos levantamos desesperados, y echamos a
correr, despavoridos, locos de terror, perseguidos de cerca por las
risas y los pasos de aquella espantosa resurrección.
Cuando
llegué a casa, abrí el cuarto, y descorrí las sábanas, siempre
huyendo, vi al muerto, tendido en la cama, amarilleando por la luz de
la madrugada, muerto con mis tres amigos que estaban helados, todos
tendidos en la cama, helados y muertos…
En
Cuentos, de Horacio Quiroga.