Poco
antes de la guerra de 1914, se condenó a muerte, en Argel, a un
asesino cuyo crimen había sido particularmente indignante (había
acabado con una familia de agricultores, niños incluidos). Se
trataba de un obrero agrícola que había matado en una especie de
delirio sangriento y que había agravado su crimen al robar a sus
víctimas. El caso tuvo una gran repercusión. La opinión más
generalizada era que la decapitación constituía una pena demasiado
benigna para semejante monstruo. Tal fue, según se me dijo, la
opinión de mi padre, a quien había indignado particularmente el
asesinato de los niños. En todo caso, una de las pocas cosas que de
él sé, es que quiso asistir a la ejecución, por vez primera en su
vida. Madrugó para dirigirse al lugar del suplicio, al otro extremo
de la ciudad, en medio de una gran concurrencia popular. De lo que
vio aquella mañana no dijo nada a nadie. Mi madre cuenta únicamente
que volvió de prisa y corriendo, con el rostro desencajado, se negó
a hablar, se tumbó un momento en la cama y de repente se puso a
vomitar. Mí padre acababa de descubrir la realidad que se ocultaba
bajo las fórmulas grandilocuentes con las que se la enmascaraba. En
vez de acordarse de los niños asesinados, no podía pensar en otra
cosa que en ese cuerpo palpitante al que acababan de arrojar sobre
una plancha para cortarle el cuello.
Forzoso
es creer que este acto ritual es lo suficientemente horrible como
para lograr vencer la indignación de un hombre recto y sencillo y
para que un castigo que él consideraba cien veces merecido no
tuviera finalmente otro efecto que provocarle náuseas. Cuando la
suprema justicia hace vomitar al hombre honrado al que supuestamente
debe proteger, parece difícil sostener que cumple su función de
introducir paz y orden en la sociedad. Revela, por el contrario, que
no es menos indignante que el crimen, y que este nuevo homicidio,
lejos de reparar la ofensa inferida al cuerpo social, añade una
nueva mancha a la primera. Esto es tan cierto que nadie se atreve a
hablar con franqueza de esta ceremonia. Como si fueran conscientes de
lo que revela a la vez de provocador y de vergonzoso, los periodistas
y los funcionarios que tienen el cometido de hablar de ella han
creado al respecto una especie de lenguaje ritual reducido a fórmulas
estereotipadas. Así, a la hora del desayuno, podemos leer, en un
rincón del periódico que el condenado «ha pagado su deuda a la
sociedad», que «ha expiado su crimen» o que «a las cinco, se
había hecho justicia». Los funcionarios hablan del condenado como
«el interesado» o «el paciente», o lo designan por una sigla: el
C. A. M. De la pena capital, no se escribe, me atrevo a decir, sino
en voz baja.
En
nuestra civilizadísima sociedad, reconocemos la gravedad de una
enfermedad cuando no nos atrevemos a hablar de ella directamente.
Durante mucho tiempo, las familias burguesas se han limitado a decir
que la hija mayor estaba delicada del pecho o que el padre tenía
«unos bultos» porque la tuberculosis y el cáncer eran consideradas
enfermedades un poco vergonzosas. Esto es aún más cierto, sin duda,
en la pena de muerte, puesto que todo el mundo se esfuerza por no
hablar de ella sino mediante eufemismos. La pena de muerte es al
cuerpo político lo que el cáncer al cuerpo individual, con la sola
diferencia de que nadie ha hablado jamás de la necesidad del cáncer.
No se duda, por el contrario, en presentar comúnmente la pena de
muerte como una lamentable necesidad, lo que legitima, a la vez, que
se mate, ya que es necesario, y que no se habla de ello, ya que es
lamentable.
Mi
intención, por el contrario, es hablar de la pena de muerte con
crudeza. No por gusto del escándalo ni, creo yo, por una malsana
inclinación natural. Como escritor, siempre me han repugnado ciertas
complacencias; como hombre, creo que los aspectos repelentes de
nuestra condición, si bien son inevitables, deben ser afrontados en
silencio. Pero cuando el silencio o las argucias del lenguaje
contribuyen a mantener vivo un abuso que debe ser reformado o una
desdicha que puede aliviarse, no hay otra solución que hablar claro
y mostrar la obscenidad que se oculta bajo la capa de las palabras.
Francia comparte con España e Inglaterra el bonito honor de ser uno
de los últimos países, a este lado del telón de acero, que
conservan la pena de muerte en su arsenal de represión.
La
supervivencia de este rito primitivo ha sido posible entre nosotros
gracias a la despreocupación o la ignorancia de la opinión pública,
que reacciona únicamente ante las frases ceremoniosas que se le han
inculcado. Cuando la imaginación duerme, las palabras se vacían de
significado: un pueblo sordo registra distraídamente la condena de
un hombre. Pero que se le muestre la máquina, que se le haga tocar
la madera y el hierro, oír el ruido de la cabeza al caer, y la
imaginación pública, súbitamente despierta, repudiará al mismo
tiempo el vocabulario y el suplicio.
Cuando
en Polonia los nazis procedían a hacer ejecuciones públicas de
rehenes, les amordazaban con vendajes enyesados para evitar que
profiriesen gritos de rebeldía y de libertad. Sería impúdico
comparar la suerte de esas víctimas inocentes con la de los
criminales condenados. Pero, dejando aparte que los criminales no son
los únicos guillotinados entre nosotros, el método es el mismo.
Sofocamos bajo palabras enguatadas un suplicio cuya legitimidad no
puede afirmarse antes de haberlo examinado en su realidad. En vez de
decir que la pena de muerte es ante todo necesaria y que luego es
conveniente no hablar de ella, hay que hablar, por el contrario, de
lo que realmente es y luego decir si, tal como es, debe considerarse
necesaria.
Personalmente,
yo la considero no sólo inútil, sino también profundamente nociva,
y debo consignar aquí esta convicción antes de entrar en el estudio
de la cuestión. No sería honrado dar a entender que he llegado a
esta conclusión después de las semanas de investigación que acabo
de dedicar al problema. Pero tampoco sería honrado atribuir mi
convicción a la mera sensiblería. Por el contrario, me siento tan
alejado como es posible de ese blando enternecimiento en el que se
complacen los humanitarios y en el que se confunden los valores y las
responsabilidades, se igualan los crímenes y la inocencia pierde
finalmente sus derechos. Contrariamente a muchos ilustres
contemporáneos, yo no creo que el hombre sea, por naturaleza, un
animal social. A fuer de sincero, pienso lo contrario. Pero sí creo,
lo que es muy diferente, que no puede vivir ya fuera de una sociedad
cuyas leyes son necesarias para su supervivencia física. Es preciso,
pues, que la sociedad establezca por sí misma las responsabilidades
según una escala razonable y eficaz. Pero la ley encuentra su última
justificación en el bien que hace o no hace a la sociedad de un
lugar y de un tiempo dados. Durante años, no he podido ver en la
pena de muerte sino un suplicio insoportable para la imaginación y
un desorden perezoso que mi razón condenaba. Sin embargo, estaba
dispuesto a pensar que la imaginación influía en mi juicio. Pero lo
cierto es que durante estas semanas no he encontrado nada que no haya
reforzado mi convicción o que haya modificado mis razonamientos. Muy
al contrario, a los argumentos que eran ya los míos han venido a
sumarse otros. (...)
Sabido
es que el gran argumento de los partidarios de la pena de muerte es
la ejemplaridad del castigo. No se corta las cabezas únicamente para
castigar a sus dueños, sino para intimidar, mediante una
ejemplaridad espantosa, a los que pudieran sentirse tentados de
imitarles. La sociedad no se venga, sólo quiere prevenir. La
sociedad blande la cabeza para que los candidatos al crimen lean en
ella su futuro y retrocedan.
Este
argumento sería impresionante si no fuera forzoso comprobar:
1°
que ni la misma sociedad cree en la ejemplaridad de que habla;
2°
que no está probado que la pena de muerte haya hecho volverse atrás
a un solo asesino decidido a serlo, mientras que es evidente que no
ha tenido ningún efecto, si no es el de la fascinación, en millares
de criminales;
3°
que, en otro plano, constituye un ejemplo repugnante cuyas
consecuencias son imprevisibles.
En
Reflexiones sobre la guillotina, de Albert Camus.
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