La esperanza prospera aun bajo las condiciones más inadecuadas. Una noche, la bruja más vieja del salón anunció que pronto llegaría un ángel y que su llegada nos permitiría hallar una puerta. Nos recomendó que estuviéramos atentos a las señales: una lluvia interior, unos vientos de pasillo, unas pequeñas solemnidades teatrales.
Más tarde, circularon rumores subsidiarios: faltaba poco, la puerta estaría pintada de verde, el ángel sería en realidad una mujer.
Una madrugada, en medio de uno de nuestros más densos aburrimientos, una voz anunció:
- Señores, ha llegado el ángel.
Inmediatamente apareció una mujer, más bien terrestre, a la que no habíamos visto nunca. También pudimos registrar una brisa helada, un mínimo rocío de yeso y un parpadeo de las luces.
El ángel, llamémoslo así, encaró al rubio Bernardi y le dijo, dándose aires de esfinge, que iba a someterlo a unas pruebas, de cuyo resultado iba a depender la suerte de todos. Entonces, comenzó una serie de ínfimas adivinanzas, torpemente montadas como alegorías. Señalando dos copas, la mujer dijo que una representaba el determinismo y otra el libre albedrío. Enseguida, pidió a Bernardi que eligiera. El rubio objetó que, si era cierto que podía elegir, las dos copas eran las del libre albedrío. Y se las tomó una tras otra.
Un poco borracho, el violinista Graciani declaró que tal vez todo aquello estaba escrito, en cuyo caso, las dos copas eran las de la fatalidad. Después, la mujer se refirió a las dos flores que adornaban su pelo. Y juró que una era el pasado y otra, el porvenir. Pidió entonces a Bernardi que tomara sólo una de ellas. Pero el hombre le había tomado el gusto a la astucia de suspender el juicio y se apoderó de una flor que el ángel tenía en el escote.
El resto fue fácil. La mujer mostró los ya célebres libros de la verdad y la mentira, que dicen la misma cosa. Y también los dados de la suerte y la desgracia. Bernardi, embalado, siguió floreándose en la simple negación de dualidades, que suele dar renombre de sabio en los foros poco exigentes.
Finalmente, la mujer señaló a dos muchachas y prometió que una cerraba todas las puertas con sus besos y que la otra las abría. El rubio fue convidado a la última y definitiva elección. Bernardi, que ya tenía bastante besadas a las dos chicas, se prendió con el ángel, más allá de toda consideración de neutralidad.
Sosegadas las caricias, la mujer señaló una puerta cualquiera y dijo que ésa era la salida. Algunos se apresuraron a atravesarla, entre ellos, el rubio Bernardi. Desde luego, la mayoría de nosotros ni se movió de su silla. La mujer se esfumó. Al rato, Bernardi y sus seguidores regresaron. Nos miraron como si no nos conocieran, se presentaron ceremoniosamente y nos dijeron que habían escapado de un bar, del que era imposible salir.
En Bar del infierno, de Alejandro Dolina.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario