Criar
un animal al que le sea lícito prometer: ¿no es esta precisamente
aquella tarea paradójica misma que la naturaleza se ha propuesto
cumplir en lo que respecta al hombre?, ¿no es este el auténtico
problema del hombre?... Que este problema haya sido solucionado en
alto grado tiene que parecerle tanto más sorprendente a quien sepa
valorar debidamente la fuerza que actúa en contra, la del olvido.
El olvido no es una mera vis intertiae, como creen los
superficiales; es más bien una facultad inhibitoria activa, positiva
en el sentido más estricto, a la que hay que atribuir que la
digestión (se le podría dar el nombre de <inalmación>)
de cuanto ha sido vivenciado, experimentado, asimilado por nosotros,
comparezca igual ante nuestra consciencia que el entero y
complejísimo proceso con el que se desarrolla nuestra alimentación
corporal, la denominada <incorporación> de sustancias a
nuestro organismo.
Cerrar temporalmente las puertas y ventanas de la
consciencia; no dejar que nos molesten el ruido y la lucha con lo que
el mundo subterráneo de órganos que están a nuestro servicio
trabajan unos para otros, y también unos en contra de otros; un poco
de calma, un poco de tabula rasa de la conciencia, a fin de que
vuelva a haber sitio para lo nuevo, sobre todo para las funciones y
funcionarios más nobles, para gobernar, prever, predeterminar (pues
nuestro organismo está dispuesto oligárquicamente): esta es la
utilidad del, como hemos dicho, olvido activo, semejante a un
guardián de la puerta, a alguien que mantuviese en el alma el orden,
la tranquilidad, la etiqueta: se ve así enseguida hasta qué punto
no podría haber felicidad, jovialidad, esperanza, orgullo, presente,
sin el olvido. El hombre en el que este aparato inhibitorio está
dañado y deja de cumplir su función es comparable a un dispéptico
(y no solo comparable), no <acaba> con nada...
Precisamente este animal necesariamente olvidadizo, en el que el
olvido representa una fuerza, una forma de la salud fuerte, ha criado
en sí mismo una facultad contraria, una memoria, mediante la cual en
determinados casos se suspende el olvido, a saber, en los casos en
los que se ha de prometer: por tanto de ningún modo meramente un
pasivo no poder librarse de la impresión que se haya quedado
grabada, no solo la indigestión con una palabra otrora empeñada y
de la que ya no podemos librarnos, sino un activo no querer librarse,
un seguir y seguir queriendo lo otrora querido, una auténtica
memoria de la voluntad: de manera que entre el original <quiero>,
<lo haré>, y la auténtica descarga de la voluntad, su
acto, puede introducirse lícitamente sin ningún problema en un
mundo de cosas, circunstancias e incluso actos de voluntad, nuevos y
ajenos, sin que se rompa esta larga cadena de la voluntad.
Ahora
bien, ¡cuántas cosas hay que presuponer para que todo esto sea
posible! ¡Cómo, para disponer de antemano sobre el futuro en tan
alto grado, primero tiene que haber aprendido el hombre a distinguir
los sucesos necesarios de los contingentes, a pensar en términos
causales, a ver lo lejano como presente y anticiparlo a saber qué
cosas son un fin y cuáles son medios para las primeras, a acometer
las cosas yendo sobre seguro, en general a contar y calcular! ¡Cómo
para ello, antes que nada, el hombre tiene que haber llegado a ser él
mismo calculable, regular, necesario, también a sus propios
ojos, para al final, al modo en el que lo promete, poder
responder de sí mismo como futuro!
En
La genealogía de la moral, de Friedrich Nietzsche.