¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 7 de agosto de 2024

Cambios.

¿Qué es el tiempo? Un misterio sin realidad propia y omnipotente. Es una condición del mundo de los fenómenos, un movimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espacio y a su movimiento. Pero ¿habría tiempo si no hubiese movimiento? ¿Habría movimiento si no hubiese tiempo? ¡Es inútil preguntar! ¿Es el tiempo función del espacio? ¿O es lo contrario? ¿Son ambos una misma cosa? ¡Es inútil continuar preguntando! El tiempo es activo, produce. ¿Qué produce? Produce el cambio. El ahora no es el entonces, el aquí no es el allí, pues entre ambas cosas existe siempre el movimiento. 


 

 

Pero como el movimiento por el cual se mide el tiempo es circular y se cierra sobre sí mismo, ese movimiento y ese cambio se podrían calificar perfectamente de reposo e inmovilidad. El entonces se repite sin cesar en el ahora, y el allá se repite en el aquí. Y, como por otra parte, a pesar de los más desesperados esfuerzos, no se ha podido representar un tiempo finito ni un espacio limitado, se ha decidido creer que el tiempo y el espacio son eternos e infinitos con la esperanza de conseguir una explicación un poco más perfecta. Pero al establecer el postulado de lo eterno y lo infinito, ¿no destruye lógica y matemáticamente todo lo infinito y limitado? ¿No queda todo reducido a cero? ¿Es posible una sucesión en lo eterno? ¿Es posible una superposición en lo finito? ¿Cómo armonizar estas hipótesis auxiliares de lo eterno y lo infinito con los conceptos de distancia, movimiento y cambio? ¿No queda más que la presencia de los cuerpos limitados en el universo? ¡Es inútil preguntar!

En La montaña mágica, de Thomas Mann.

miércoles, 3 de julio de 2024

Carta a un rehén.

¿Es esta cualidad de la alegría el fruto más precioso de esta civilización que es la nuestra? Una tiranía totalitaria podría satisfacernos, es verdad, en nuestras necesidades materiales. Pero no somos ganado para engordar. La prosperidad y el confort no podrían bastar para colmarnos. Para nosotros, que nos educamos en el culto del respeto por el hombre, pesan gravemente los simples encuentros que tienen lugar a veces, en fiestas maravillosas.

¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre! ¡He allí la piedra de toque! Cuando el nazi respeta exclusivamente lo que se le asemeja, sólo se respeta a sí mismo. Rechaza las contradicciones creadoras, arruina toda esperanza de ascenso, y funda por mil años, en el lugar del hombre, el robot de un termitero. El orden por el orden castra al hombre de su poder esencial, el de transformar tanto al mundo como a sí mismo. La vida crea al orden, pero el orden no crea a la vida.

Nos parece, al contrario, que nuestro ascenso no ha terminado, que la verdad de mañana se nutre del error de ayer, y que las contradicciones que hay que superar son el abono mismo de nuestro crecimiento. Reconocemos como nuestros aun a quienes difieren de nosotros.

¡Pero qué parentesco tan extraño es éste que se funda en el futuro y no en el pasado, en el fin y no en el origen! Somos, los unos para los otros, peregrinos que a lo largo de caminos diversos penamos con destino a la misma cita.

Pero hoy ocurre que el respeto por el hombre, condición de nuestro ascenso, está en peligro. Los crujidos del mundo moderno nos han hundido en las tinieblas. Los problemas son incoherentes, las soluciones contradictorias. La verdad de ayer ya está por construirse. No se entrevé ninguna síntesis válida, y cada uno de nosotros sólo lleva consigo una parcela de la verdad. Las religiones políticas, carentes de evidencia que las imponga, apelan a la violencia. Y así, mientras nos dividimos en lo que respecta a los métodos, corremos el peligro de no volver a reconocer que todos nos apresuramos hacia el mismo fin.


 

Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella el viajero se deja absorber demasiado por los problemas del escalamiento se arriesga a olvidar cuál es la estrella que lo guía. Si se mueve sólo por moverse, no irá a ninguna parte. Si la sillera de la catedral se preocupa demasiado por la ubicación de las sillas, se arriesga a olvidar que está sirviendo a un dios. Del mismo modo, si me encierro en alguna pasión de partido, me arriesgo a olvidar que una política sólo tiene sentido con la condición de estar al servicio de una evidencia espiritual. Hemos gustado, en las horas del milagro, una cierta cualidad de las relaciones humanas, y allí está para nosotros la verdad.

Cualquiera sea la urgencia de la acción, nos está vedado —a riesgo de que la acción permanezca estéril— olvidar la vocación que ha de gobernarla. Queremos fundar el respeto por el hombre. ¿Por qué nos habríamos de odiar dentro de un mismo campo? Nadie de entre nosotros tiene el monopolio de la pureza de intenciones. Puedo combatir, en nombre de mi camino, el camino que otro ha elegido; puedo criticar los pasos de su razón —los pasos de la razón son inciertos—. Pero debo respetar a ese hombre, en el plano del Espíritu, si pena hacia la misma estrella.

¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre! Si el respeto del hombre está fundado en el corazón de los hombres —siguiendo el camino inverso— terminarán por fundar el sistema social, político o económico que consagrará tal respeto. Una civilización se funda ante todo en la sustancia; primeramente es, en el hombre, el ciego deseo de un cierto calor. Luego, el hombre, de error en error, encuentra el camino que lleva al fuego.

En Carta a un rehén, de Antoine de Saint-Exupéry.

 

jueves, 13 de junio de 2024

Los dinosaurios.

Los amigos del barrio pueden desaparecerLos cantores de radio pueden desaparecerLos que están en los diarios pueden desaparecerLa persona que amas puede desaparecer
 
Los que están en el aire pueden desaparecer en el aireLos que están en la calle pueden desaparecer en la calleLos amigos del barrio pueden desaparecerPero los dinosaurios van a desaparecer
 
No estoy tranquilo, mi amorHoy es sábado a la nocheUn amigo está en canaOh, mi amor, desaparece el mundo
 
Si los pesados, mi amorLlevan todo ese montónDe equipaje en la manoOh, mi amor, yo quiero estar liviano
 
Cuando el mundo tira para abajoEs mejor no estar atado a nadaImaginen a los dinosaurios en la cama
 
Cuando el mundo tira para abajoEs mejor no estar atado a nadaImaginen a los dinosaurios en la cama
 
Los amigos del barrio pueden desaparecerLos cantores de radio pueden desaparecerLos que están en los diarios pueden desaparecerLa persona que amas puede desaparecer
 
Los que están en el aire pueden desaparecer en el aireLos que están en la calle pueden desaparecer en la calle, (¡bah!)Los amigos del barrio pueden desaparecerPero los dinosaurios van a desaparecer
 
                                               En Clics modernos, de Charly García.
 

jueves, 2 de mayo de 2024

Retrato de un hombre invisible.

 

   Si buscas la verdad, prepárate para lo

  inesperado, pues es difícil de encontrar

    y sorprendente cuando la encuentras.   

 Heráclito

 

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose solo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. 


Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia.

 

 En La invención de la soledad, de Paul Auster.

 

martes, 16 de abril de 2024

Asombro.

«Enséñame», dices, desde tus veintiún años
ávidos, creyendo, todavía, que se puede enseñar alguna cosa

y yo, que pasé de los sesenta
te miro con amor
es decir, con lejanía
(todo amor es amor a las diferencias
al espacio vacío entre dos cuerpos
al espacio vacío entre dos mentes
al horrible presentimiento de no morir de a dos)

te enseño, mansamente, alguna cita de Goethe
(«detente, instante, eres tan bello»)
o de Kafka (una vez hubo, hubo una vez
una sirena que no cantó)

mientras la noche lentamente se desliza hacia el alba
a través de este gran ventanal
que amas tanto
porque sus luces nocturnas
ocultan la ciudad verdadera

y en realidad podríamos estar en cualquier parte
estas luces podrían ser las de New York, avenida
Broadway, las de Berlín, Konstanzerstrasse,
las de Buenos Aires, calle Corrientes

y te oculto la única cosa que verdaderamente sé:
solo es poeta aquel que siente que la vida no es natural
que es asombro
descubrimiento revelación
que no es normal estar vivo


no es natural tener veintiún años
ni tampoco más de sesenta

no es normal haber caminado a las tres de la mañana
por el puente viejo de Córdoba, España, bajo la luz
amarilla de las farolas

no es natural el perfume de los naranjos en las plazas
—tres de la mañana—

ni en Oliva ni en Sevilla

lo natural es el asombro

lo natural es la sorpresa

lo natural es vivir como recién llegada

al mundo

a los callejones de Córdoba y sus arcos

a las plazas de París

a la humedad de Barcelona

al museo de muñecas

en el viejo vagón estacionado

en las vías muertas de Berlín.

Lo natural es morirse

sin haber paseado de la mano

por los portales de una ciudad desconocida

ni haber sentido el perfume de los blancos jazmines en flor

a las tres de la mañana,

meridiano de Greenwich

lo natural es que quien haya paseado de la mano

por los portales de una ciudad desconocida

no lo escriba

lo hunda en el ataúd del olvido.

La vida brota por todas partes
consanguínea

ebria

bacante exagerada

en noches de pasiones turbias

pero había una fuente que cloqueaba

lánguidamente

y era difícil no sentir que la vida puede ser bella

a veces

como una pausa

como una tregua que la muerte

le concede al goce.

                                                                     Cristina Peri Rossi. 


martes, 9 de abril de 2024

La Trascendencia del Ego.

 

Bosquejo de una descripción fenomenológica


Para la mayor parte de los filósofos el Ego es un "habitante" de la conciencia. Algunos afirman su presencia formal en el seno de las "Erlebnisse", como un principio vacío de unificación. Otros —psicólogos en su mayor parte— piensan descubrir su presencia material, como centro de los deseos y los actos, en cada momento de nuestra vida psíquica.

 

(…) el Ego no está ni formalmente ni materialmente en la conciencia: está afuera, en el mundo; es un ser del mundo, como el Ego del otro.

 

En La trascendencia del Ego, de Jean Paul Sartre.

 

 

viernes, 5 de abril de 2024

Las aguas del mundo.

Allí está él, el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y aquí está, de pie en la playa, la mujer, el más ininteligible de los seres vivos, Desde que un día se hizo la pregunta sobre sí mismo, el ser humano se convirtió en el más ininteligible de los seres vivos. Ella y el mar.

Sus misterios sólo podrían encontrarse si uno se entregara al otro: la entrega de dos mundos incognoscibles hecha con la confianza con que se entregarían dos comprensiones.

Ella mira el mar, es lo que puede hacer. Él sólo está delimitado por la línea del horizonte, es decir, por la incapacidad humana que a ella le impide ver la curvatura de la tierra.

Son las seis de la mañana. Sólo un perro libre titubea en la playa, un perro negro. ¿Por qué son tan libres los perros? Porque es el misterio vivo que no se indaga. La mujer titubea porque va a entrar.

 

 

El cuerpo se le consuela con su propia exigüidad en relación con la vastedad del mar, porque es la exigüidad del cuerpo la que le permite conservarse tibio, y es esa exigüidad la que lo hace pobre y libre de la gente, con una parte de libertad de perro en la arena. Este cuerpo entrará en el frío ilimitado que ruge sin rabia en el silencio de las seis horas. La mujer no lo sabe: pero está realizando un acto de coraje. Vacía la playa a estas horas de la mañana, le falta el ejemplo de otros humanos que transforman la entrada al mar en simple, liviano juego de vida. Está sola. El mar salado no está solo porque es salado y grande, y esto es una realización. A esta hora ella se conoce menos todavía de lo que conoce al mar. Su coraje consiste en continuar aunque no se conozca. Es fatal no conocerse, y no conocerse exige coraje.

Va entrando. El agua salada está tan fría que ritualmente le eriza las piernas. Pero una alegría fatal —la alegría es una fatalidad— ya la ha invadido, si bien ni siquiera sonríe. Al contrario, está muy seria. El olor es como el de una marejada vertiginosa que la despierta de sus más adormecidos sueños seculares. Y ahora ella está alerta, aun sin pensar, como está alerta sin pensar el cazador. La mujer es ahora compacta y leve y aguda, y se abre camino en la gelidez que, líquida, se le opone y sin embargo la deja entrar, igual que en el amor, donde la resistencia puede ser un pedido.

La lentitud del camino aumenta su coraje secreto. Y de repente se deja cubrir por la primera ola. La sal, el yodo, el líquido todo, la enceguecen por un instante, chorreando, de pie y sorprendida, fertilizada.

Ahora el frío se vuelve glacial. Avanzando, ella parte el mar por la mitad. Ya no le hace falta el coraje, ahora está inmersa, antigua, en el ritual. Hunde la cabeza en el brillo del mar y se echa atrás una cabellera que, al salir, chorrea sobre los ojos salados y ardientes. Pausada, la mano juega con el agua; los cabellos, al sol, ya están casi endurecidos de sal. Con el cuenco de las manos hace lo que siempre ha hecho en el mar, y con la arrogancia de los que nunca darán explicaciones ni siquiera a sí mismos: con el cuenco de las manos lleno de agua, bebe a tragos grandes, buenos.

Y era eso lo que estaba echando de menos: el mar por dentro como el líquido espeso de un hombre. Ahora está completamente igual a sí misma. La garganta alimentada se encoge por la sal, los ojos enrojecen por la sal secada al sol, las olas suaves la golpean y se van porque ella es una muralla compacta.

Vuelve a zambullirse, de nuevo bebe agua, ahora sin voracidad pues no necesita más. Es la amante que sabe que volverá a tenerlo todo. El sol se abre más y, al secarla, le da escalofríos; ella se zambulle de nuevo: se siente cada vez menos ávida y menos afilada. Ahora sabe lo que quiere. Quiere quedarse parada en el mar. Y entonces así se queda. Como contra los costados de un navío, el agua golpea, se aleja, golpea. La mujer no recibe mensajes. No le hace falta la comunicación.

Después vuelve a la playa caminando dentro del agua. No camina sobre las aguas —ah, nunca haría eso cuando hace ya milenios que alguien caminó sobre las aguas—, pero esto no puede quitárselo nadie: caminar dentro del agua. A veces el mar le opone resistencia y la empuja con fuerza hacia atrás, pero entonces la proa de la mujer se vuelve un poco más dura y más áspera y sigue avanzando.

Y ahora pisa la arena. Sabe que brilla de agua, de sal y de sol. Aunque dentro de unos minutos lo olvide, nunca podrá perder todo esto. Y de algún modo oscuro sabe que sus cabellos chorreantes son de náufrago. Porque sabe… sabe que ha sorteado un peligro. Un peligro tan antiguo como el ser humano.

 En Felicidad clandestina, Silencio, de Clarice Lispector.

 

miércoles, 3 de abril de 2024

Martes, en Bouville.

¿Es esto la libertad? A mis pies los jardines descienden blandamente hacia la ciudad, y en cada jardín se levanta una casa. Veo el mar, pesado, inmóvil; veo a Bouville. Hace buen tiempo.

Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé aflojaron y ya no puedo imaginar otras. Todavía soy bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar? Sólo ahora comprendo cuánto había contado con Anny para salvarme, en lo más fuerte de mis terrores, de mis náuseas. Mi pasado ha muerto, M. de Rollebon ha muerto, Anny volvió para quitarme toda esperanza. Estoy solo en esta calle blanca bordeada de jardines. Sólo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.

Hoy mi vida llega a su fin. Mañana habré dejado esta ciudad que se extiende a mis pies, donde viví tanto tiempo. Ya no serás más que un nombre, rechoncho, burgués, muy francés, un nombre en mi memoria, menos rico que los de Florencia o Bagdad. Llegará una época en que me pregunte: “Pero cuando estaba en Bouville, ¿qué podía hacer durante todo el día?” Y de este sol, de esta tarde, no quedará nada, ni siquiera un recuerdo.

Toda mi vida está detrás de mí. La veo entera, veo su forma, veo los lentos movimientos que me han traído hasta aquí. Hay pocas cosas que decir de ella: una partida perdida, eso es todo. Hace tres años que entré en Bouville, solemnemente. Había perdido la primera vuelta. Quise jugar la segunda y también perdí; perdí la partida. Al mismo tiempo, supe que siempre se pierde. Sólo los cochinos creen ganar. Ahora voy a hacer como Anny, me sobreviviré. Comer, dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como esos árboles, como un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía.

La Náusea me concede una corta tregua. Pero sé que volverá; es mi estado normal. Sólo que hoy mi cuerpo está demasiado agotado para soportarla. También los enfermos tienen afortunadas debilidades que les quitan, por algunas horas, la conciencia de su mal. Me aburro, eso es todo. De vez en cuando bostezo tan fuerte que las lágrimas me ruedan por las mejillas. Es un aburrimiento profundo, profundo, el corazón profundo de la existencia, la materia misma de que estoy hecho. No me descuido, por el contrario; esta mañana tomé un baño, me afeité. Sólo que cuando pienso en todos esos pequeños actos cuidadosos, no comprendo cómo pude ejecutarlos; son tan vanos. Sin duda el hábito los ejecuta por mí. Los hábitos no están muertos, continúan afanándose, tejiendo muy despacito, insidiosamente, sus tramas; me lavan, me secan, me visten, como nodrizas. ¿Habrán sido ellos, también, los que me trajeron a esta colina? Ya no recuerdo cómo vine. Por la escalera Dautry, sin duda; ¿pero subí realmente, uno por uno, sus ciento diez peldaños? Lo que quizá sea aún más difícil de imaginar, es que después voy a bajarlos. Sin embargo, lo sé; dentro de un rato me encontraré al pie del Cotean Vert; alzando la cabeza podré ver iluminarse a lo lejos las ventanas de estas casas que están tan cerca. A lo lejos. Sobre mi cabeza; y este instante, del que no puedo salir, que me encierra y me limita por todos lados, este instante del que estoy hecho, será un sueño borroso.

En La Náusea, de Jean Paul Sartre.

 

 

martes, 2 de abril de 2024

Un mito orgota de la creación.

Los orígenes del mito son prehistóricos, y hay distintas versiones. Esta, muy primitiva, procede de un texto escrito, pre-yomesh, encontrado en el santuario de la Caverna de Isenped en Las Tierras Medias de Gobrin.

En el principio no había nada sino hielo y sol. Luego de muchos años el sol ardiente abrió una gran hendidura en el hielo. En los bordes de esta hendidura había enormes formas de hielo, y las gotas de estas formas fundidas caían y caían. El abismo no tenía fondo.

Una de las formas de hielo decía: «Sangro». Otra de las formas decía: «Lloro» y una tercera decía: «Sudo».

Las formas de hielo salieron del abismo subiendo a la planicie de hielo. La que había dicho «Sangro» se alzó hacia el sol y sacó puñados de excrementos del abdomen del sol, y con esa materia hizo las montañas y valles de la tierra. La que había dicho «Lloro» echó el aliento sobre el hielo, y el hielo se fundió formando los mares y los ríos. La que había dicho «Sudo» mezcló el polvo con el agua de mar e hizo los árboles, las plantas, las hierbas y los granos del campo, los animales, y los hombres.

Las plantas crecieron en el suelo y en el mar, las bestias corrieron por la tierra y nadaron en el mar, pero los hombres no despertaron. Eran treinta y nueve hombres. Durmieron en el hielo y no se movieron.

Luego las tres formas de hielo se agacharon sentándose en cuclillas y dejaron que el sol las fundiera. Se fundieron como leche, y la leche entró en las bocas de los durmientes, y los durmientes despertaron. Esa leche la beben sólo los hijos de los hombres y sin ella no despiertan a la vida.

El primero en despertar fue Edondurad. Era tan alto que cuando se puso de pie hendió el cielo con la cabeza, y nevó. Vio a los demás, que despertaban y se movían, y les tuvo miedo, y los mató uno tras otro a puñetazos. Mató así a treinta y seis. Pero uno de ellos, el penúltimo, escapó corriendo. Lo llamaron Haharad. Lejos corrió Haharad por la llanura de hielo y sobre los campos, Edondurad corrió detrás y al fin le dio caza y lo golpeó. Haharad murió. Luego Edondurad volvió al sitio del nacimiento en el Hielo Gobrin, donde yacían los cuerpos de los otros, pero el último había desaparecido. Había escapado mientras Edondurad perseguía a Haharad.

Edondurad edificó una casa con los cuerpos helados de los hermanos, y esperó dentro de la casa el regreso del último hermano. Todos los días uno de los cadáveres hablaba diciendo: - ¿Arde?¿Arde? Los otros cadáveres decían con lenguas heladas: - No, no.

Luego Edondurad entró en kémmer mientras dormía y se agitó y habló en sueños, y cuando despertó los cadáveres estaban todos diciendo: - ¡Arde! ¡Arde! Y el último hermano, oyendo esto, entró en la casa de cadáveres y allí se acopló con Edondurad. De estos dos crecieron las naciones de los hombres, de la carne de Edondurad, del vientre de Edondurad. El nombre del otro, el hermano más joven, el padre, no se conoció nunca.

Todos los niños que nacieron de los dos hermanos llevaban un pedazo de oscuridad que los seguía a todas partes a la luz del día. Edondurad preguntó una vez: - ¿Por qué una sombra sigue así a mis hijos?

Su compañero de kémmer respondió: - Porque nacieron en la casa de la carne, y así la muerte les pisa los talones. Están en la mitad del tiempo. En el principio había sol y hielo, y no había sombras. Al final de los tiempos el sol se devorará a sí mismo y la sombra devorará la luz, y entonces no quedará nada sino hielo y oscuridad.

En La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin.

 

 

viernes, 22 de marzo de 2024

Dejar morir.

Cada tanto sucede: algún periodista dice –pública o privadamente– estar seguro de que este oficio al que le ha dedicado la vida ya no tiene futuro y que, por culpa de las nuevas tecnologías (se mentan otras culpas, pero ésas, las de las nuevas tecnologías, son las que rankean más alto), está herido de muerte. No es poco usual que ese mismo periodista termine diciendo algo así como que se siente muy privilegiado por haber vivido un tiempo en el que el oficio tuvo gran brillo, pero que ahora sólo queda esperar el fin, y que no le gustaría estar en la piel de los que vienen detrás. Punto.

Cada vez que leo o escucho algo así me pregunto cosas. Me pregunto, por ejemplo, si yo podría hablar de esa manera de la denigración del cuerpo de un ser al que quise, al que quiero. ¿Podría mirar pasivamente la aniquilación de aquel cuya alegría me alimentó durante años y decir: «Lo siento por quienes no pudieron, pero yo ya bebí»? En verdad, no. Y, con el oficio, tampoco puedo decir «No importa, yo ya hice lo mío». En parte porque, claro, yo todavía no hice lo mío pero, sobre todo, porque lo que hago es lo que más soy y ningún diagnóstico de muerte de aquello que más soy puede dejarme tranquila.


Hace unos meses un colega me escribía, dudoso ante la posibilidad de inscribirse en un taller de periodismo: «No sé si tiene sentido seguir invirtiendo en esto para después no poder publicar en ninguna parte, no tener un solo editor que entienda de lo que le hablo, romperme la cabeza para cobrar dos pesos, y terminar como encargado de prensa de una empresa.»

Yo creo que sí tiene sentido. Pero sólo si se hace con la convicción de que uno va a publicar en todas partes, va a tener editores que entiendan y no, no va a terminar como encargado de prensa de una empresa.

Por otra parte, no soy cándida. Sé que no es el mejor de los mundos posibles. Sé que las redacciones se despueblan –y se despojan– de sus mejores periodistas. Sé que el oficio sigue precarizándose con redacciones en las que cada vez menos gente hace cada vez más cosas (cinco artículos por día, cada uno con sus respectivas fotos, y un blog y dos cuentas de twitter y el facebook oficial); que los editores, como señaló el periodista argentino Martín Caparrós, inventaron aquel oxímoron del lector que no lee; que el entrenamiento para las versiones on line de algunos periódicos incluye la exigencia de repetir muchas veces una palabra –la palabra vino en una nota sobre la ruta del vino, por ejemplo– de modo que esa nota rankee bien alto en los buscadores y los anunciantes se sientan atraídos.

Muchos se preguntan si en ese reino –todo cada vez más rápido y todo cada vez más corto– el periodismo que exige ir para ver, que pide tiempo y espacio para contar, tiene sentido. Mi respuesta es que sí, siempre sí, sólo sí. Ya lo dije hace unos años: «desprecio las versiones planas del mundo –malos contra buenos, víctimas contra victimarios–, y allí donde otro periodismo golpea la mesa con un puño y dice “qué barbaridad”, el periodismo en el que creo toma el riesgo de la duda, pinta sus matices, dice no hay malo sin bueno, dice no hay bueno sin malo. Allí donde otros hablan de la terrible tragedia y del penoso hecho, el periodismo en el que creo nos susurra dos palabras, pero son dos palabras que nos hunden el corazón, que nos dejan helados y que, sobre todo, nos despiertan».

Hay una película mala llamada Meteoro. Allí, en mitad de una carrera, el auto de Meteoro, el Mark 5, se avería a metros de la meta. Entonces, en un flashback atribulado, Meteoro recuerda la frase que alguien le ha dicho alguna vez: «Meteoro: no importa si las carreras de autos cambian. Lo que importa es si vamos a permitir que nos cambien a nosotros.»

Es posible que el periodismo cambie. Que los medios cambien. Que los soportes cambien. Es posible que los periódicos desistan de ser lo que alguna vez fueron: una forma de entender el mundo. Es posible que se transformen en deliverys de morbo, que les dé lo mismo fabricar noticias que refrigeradores. Es posible que eso que llamamos periodismo cambie hasta un punto tal que ya no sea lo que fue. Pero la pregunta no es si el periodismo va a cambiar. La pregunta es si vamos a dejar que eso nos cambie a nosotros. ¿Dejarían morir, sin intentarlo todo, a alguien a quien quisieron mucho? ¿Dirían «no importa, porque yo ya tomé lo que había que tomar»? Dejar morir, o hacer alguna cosa. Mírense: lo que elijan será lo que son.

En Zona de obras, de Leila Guerriero.

Revista Sábado, El Mercurio, Chile, noviembre 2013.

 

jueves, 21 de marzo de 2024

Las cosas que perdimos en el fuego.

La primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al menos, discutía su alcance, su poder, su capacidad para desatar las hogueras por sí sola. Eso era cierto: la chica del subte sólo predicaba en las seis líneas de tren subterráneo de la ciudad y nadie la acompañaba. Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y los brazos completamente desfigurados por una quemadura extensa, completa y profunda; ella explicaba cuánto tiempo le había costado recuperarse, los meses de infecciones, hospital y dolor, con su boca sin labios y una nariz pésimamente reconstruida; le quedaba un solo ojo, el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara marrón recorrida por telarañas. En la nuca conservaba un mechón de pelo largo, lo que acrecentaba el efecto máscara: era la única parte de la cabeza que el fuego no había alcanzado. Tampoco había alcanzado las manos, que eran morenas y siempre estaban un poco sucias de manipular el dinero que mendigaba.

Su método era audaz: subía al vagón y saludaba a los pasajeros con un beso si no eran muchos, si la mayoría viajaba sentada. Algunos apartaban la cara con disgusto, hasta con un grito ahogado; algunos aceptaban el beso sintiéndose bien consigo mismos; algunos apenas dejaban que el asco les erizara la piel de los brazos, y si ella lo notaba, en verano, cuando podía verles la piel al aire, acariciaba con los dedos mugrientos los pelitos asustados y sonreía con su boca que era un tajo. Incluso había quienes se bajaban del vagón cuando la veían subir: los que ya conocían el método y no querían el beso de esa cara horrible.

La chica del subte, además, se vestía con jeans ajustados, blusas transparentes, incluso sandalias con tacos cuando hacía calor. Llevaba pulseras y cadenitas colgando del cuello. Que su cuerpo fuera sensual resultaba inexplicablemente ofensivo.

Cuando pedía dinero lo dejaba muy en claro: no estaba juntando para cirugías plásticas, no tenían sentido, nunca volvería a su cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida –nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos donde no hiciera falta verla–. Y siempre, cuando terminaba de contar sus días de hospital, nombraba al hombre que la había quemado: Juan Martín Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con él. No tenían hijos. Él creía que ella lo engañaba y tenía razón: estaba por abandonarlo. Para evitar eso, él la arruinó, que no fuera de nadie más, entonces. Mientras dormía, le echó alcohol en la cara y le acercó el encendedor. Cuando ella no podía hablar, cuando estaba en el hospital y todos esperaban que muriera, Pozzi dijo que se había quemado sola, se había derramado el alcohol en medio de una pelea y había querido fumar un cigarrillo todavía mojada.

Y le creyeron –sonreía la chica del subte con su boca sin labios, su boca de reptil–. Hasta mi papá le creyó.

Ni bien pudo hablar, en el hospital, contó la verdad. Ahora él estaba preso.

Cuando se iba del vagón, la gente no hablaba de la chica quemada, pero el silencio en que quedaba el tren, roto por las sacudidas sobre los rieles, decía qué asco, qué miedo, no voy a olvidarme más de ella, cómo se puede vivir así.

A lo mejor no había sido la chica del subte la desencadenante de todo, pero ella había introducido la idea en su familia, creía Silvina. Fue una tarde de domingo, volvían con su madre del cine –una excursión rara, casi nunca salían juntas–. La chica del subte dio sus besos y contó su historia en el vagón; cuando terminó, agradeció y se bajó en la estación siguiente. No le siguió a su partida el habitual silencio incómodo y avergonzado. Un chico, no podía tener más de veinte años, empezó a decir qué manipuladora, qué asquerosa, qué necesidad; también hacía chistes. Silvina recordaba que su madre, alta y con el pelo corto y gris, todo su aspecto de autoridad y potencia, había cruzado el pasillo del vagón hasta donde estaba el chico, casi sin tambalearse –aunque el vagón se sacudía como siempre–, y le había dado un puñetazo en la nariz, un golpe decidido y profesional, que lo hizo sangrar y gritar y vieja hija de puta qué te pasa, pero su madre no respondió, ni al chico que lloraba de dolor ni a los pasajeros que dudaban entre insultarla o ayudar. Silvina recordaba la mirada rápida, la orden silenciosa de sus ojos y cómo las dos habían salido corriendo no bien las puertas se abrieron y habían seguido corriendo por las escaleras a pesar de que Silvina estaba poco entrenada y se cansaba enseguida –correr le daba tos–, y su madre ya tenía más de sesenta años. Nadie las había seguido, pero eso no lo supieron hasta estar en la calle, en la esquina transitadísima de Corrientes y Pueyrredón; se metieron entre la gente para evitar y despistar a algún guarda, o incluso a la policía. Después de doscientos metros se dieron cuenta de que estaban a salvo. Silvina no podía olvidar la carcajada alegre, aliviada, de su madre; hacía años que no la veía tan feliz.

 

 

Hicieron falta Lucila y la epidemia que desató, sin embargo, para que llegaran las hogueras. Lucila era una modelo y era muy hermosa, pero, sobre todo, era encantadora. En las entrevistas de la televisión parecía distraída e ingenua, pero tenía respuestas inteligentes y audaces y por eso también se hizo famosa. Medio famosa. Famosa del todo se hizo cuando anunció su noviazgo con Mario Ponte, el 7 de Unidos de Córdoba, un club de segunda división que había llegado heroicamente a primera y se había mantenido entre los mejores durante dos torneos gracias a un gran equipo, pero, sobre todo, gracias a Mario, que era un jugador extraordinario que había rechazado ofertas de clubes europeos de puro leal –aunque algunos especialistas decían que, a los treinta y dos y con el nivel de competencia de los campeonatos europeos, era mejor para Mario convertirse en una leyenda local que en un fracaso transatlántico–. Lucila parecía enamorada y, aunque la pareja tenía mucha cobertura en los medios, no se le prestaba demasiada atención; era perfecta y feliz, y sencillamente faltaba drama. Ella consiguió mejores contratos para publicidades y cerraba todos los desfiles; él se compró un auto carísimo.

El drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en camilla del departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el 70 % del cuerpo quemado y dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevivió una semana.

Silvina recordaba apenas los informes en los noticieros, las charlas en la oficina; él la había quemado durante una pelea. Igual que a la chica del subte, le había vaciado una botella de alcohol sobre el cuerpo –ella estaba en la cama– y, después, había echado un fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos minutos y la cubrió con la colcha. Después llamó a la ambulancia. Dijo, como el marido de la chica del subte, que había sido ella.

Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie les creyó, pensaba Silvina mientras esperaba el colectivo –no usaba su propio auto cuando visitaba a su madre: la podían seguir–. Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les tenían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad; costó mucho concebir las hogueras.

Ahora que había una hoguera por semana, todavía nadie sabía ni qué decir ni cómo detenerlas, salvo con lo de siempre: controles, policía, vigilancia. Eso no servía. Una vez le había dicho una amiga anoréxica a Silvina: no pueden obligarte a comer. Sí pueden, le había contestado Silvina, te pueden poner suero, una sonda. Sí, pero no pueden controlarte todo el tiempo. Cortás la sonda. Cortás el suero. Nadie puede vigilarte veinticuatro horas al día, la gente duerme. Era cierto. Esa compañera de colegio se había muerto, finalmente. Silvina se sentó con la mochila sobre las piernas. Se alegró de no tener que viajar parada. Siempre temía que alguien abriera la mochila y se diera cuenta de lo que cargaba.


Hicieron falta muchas mujeres quemadas para que empezaran las hogueras. Es contagio, explicaban los expertos en violencia de género en diarios y revistas y radios y televisión y donde pudieran hablar; era tan complejo informar, decían, porque por un lado había que alertar sobre los feminicidios y por otro se provocaban esos efectos, parecidos a lo que ocurre con los suicidios entre adolescentes. Hombres quemaban a sus novias, esposas, amantes, por todo el país. Con alcohol la mayoría de las veces, como Ponte (por lo demás el héroe de muchos), pero también con ácido, y en un caso particularmente horrible la mujer había sido arrojada sobre neumáticos que ardían en medio de una ruta por alguna protesta de trabajadores. Pero Silvina y su madre recién se movilizaron –sin consultarlo entre ellas– cuando pasó lo de Lorena Pérez y su hija, las últimas asesinadas antes de la primera hoguera. El padre, antes de suicidarse, les había pegado fuego a madre e hija con el ya clásico método de la botella de alcohol. No las conocían, pero Silvina y su madre fueron al hospital para tratar de visitarlas o, por lo menos, protestar en la puerta; ahí se encontraron. Y ahí estaba también la chica del subte.

Pero ya no estaba sola. La acompañaba un grupo de mujeres de distintas edades, ninguna de ellas quemada. Cuando llegaron las cámaras, la chica del subte y sus compañeras se acercaron a la luz. Ella contó su historia, las otras asentían y aplaudían. La chica del subte dijo algo impresionante, brutal:

Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva.

La mamá de Silvina se acercó a la chica del subte y a sus compañeras cuando se retiraron las cámaras. Había varias mujeres de más de sesenta años; a Silvina la sorprendió verlas dispuestas a pasar la noche en la calle, acampar en la vereda y pintar sus carteles que pedían BASTA BASTA DE QUEMARNOS. Ella también se quedó y, por la mañana, fue a la oficina sin dormir. Sus compañeros ni estaban enterados de la quema de la madre y la niña. Se están acostumbrando, pensó Silvina. Lo de la niñita les da un poco más de impresión, pero sólo eso, un poco. Estuvo toda la tarde mandándole mensajes a su madre, que no le contestó ninguno. Era bastante mala para los mensajes de texto, así que Silvina no se alarmó. Por la noche, la llamó a la casa y tampoco la encontró. ¿Seguiría en la puerta del hospital? Fue a buscarla, pero las mujeres habían abandonado el campamento. Quedaban apenas unos fibrones tirados y paquetes vacíos de galletitas, que el viento arremolinaba. Venía una tormenta y Silvina volvió lo más rápido que pudo hasta su casa porque había dejado las ventanas abiertas.

La niña y su madre habían muerto durante la noche.


Silvina participó de su primera hoguera en un campo sobre la ruta 3. Las medidas de seguridad todavía eran muy elementales; las de las autoridades y las de las Mujeres Ardientes. Todavía la incredulidad era alta; sí, lo de aquella mujer que se había incendiado dentro de su propio auto, en el desierto patagónico, había sido bien extraño: las primeras investigaciones indicaron que había rociado con nafta el vehículo, se había sentado dentro, frente al volante, y que ella misma había dado el chasquido al encendedor. Nadie más: no había rastros de otro auto –eso era imposible de ocultar en el desierto–, y nadie hubiera podido irse a pie. Un suicidio, decían, un suicidio muy extraño, la pobre mujer estaba sugestionada por todas esas quemas de mujeres, no entendemos por qué ocurren en Argentina, estas cosas son de países árabes, de la India.

Serán hijos de puta; Silvinita, sentate –le dijo María Helena, la amiga de su madre, que dirigía el hospital clandestino de quemadas ahí, lejos de la ciudad, en el casco de la vieja estancia de su familia, rodeada de vacas y soja–. Yo no sé por qué esta muchacha, en vez de contactar con nosotras, hizo lo que hizo, pero bueno: a lo mejor se quería morir. Era su derecho. Pero que estos hijos de puta digan que las quemas son de los árabes, de los indios...

María Helena se secó las manos –estaba pelando duraznos para una torta– y miró a Silvina a los ojos.

Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices.

La torta era para festejar a una de las Mujeres Ardientes, que había sobrevivido a su primer año de quemada. Algunas de las que iban a la hoguera preferían recuperarse en hospitales, pero muchas elegían centros clandestinos como el de María Helena. Había otros, Silvina no estaba segura de cuántos.

El problema es que no nos creen. Les decimos que nos quemamos porque queremos y no nos creen. Por supuesto, no podemos hacer que hablen las chicas que están internadas acá, podríamos ir presas.

Podemos filmar una ceremonia –dijo Silvina.

Ya lo pensamos, pero sería invadir la privacidad de las chicas.

De acuerdo, ¿pero si alguna quiere que la vean? Y podemos pedirle que vaya hacia la hoguera con, no sé, una máscara, un antifaz, si quiere taparse la cara.

¿Y si distinguen dónde queda el lugar?

Ay, María, la pampa es toda igual. Si la ceremonia se hace en el campo, ¿cómo van a saber dónde queda?

Así, casi sin pensarlo, Silvina decidió hacerse cargo de la filmación cuando alguna chica quisiera que su Quema fuera difundida. María Helena contactó con ella menos de un mes después del ofrecimiento. Sería la única autorizada, en la ceremonia, a estar con un equipo electrónico. Silvina llegó en auto: entonces todavía era bastante seguro usarlo. La ruta 3 estaba casi vacía, apenas la cruzaban algunos camiones; podía escuchar música y tratar de no pensar. En su madre, jefa de otro hospital clandestino, ubicado en una casa enorme del sur de la ciudad de Buenos Aires; su madre, siempre arriesgada y atrevida, tanto más que ella, que seguía trabajando en la oficina y no se animaba a unirse a las mujeres. En su padre, muerto cuando ella era chica, un hombre bueno y algo torpe («Ni se te ocurra pensar que hago esto por culpa de tu padre», le había dicho su madre una vez, en el patio de la casa-hospital, durante un descanso, mientras inspeccionaba los antibióticos que Silvina le había traído, «tu padre era un hombre delicioso, jamás me hizo sufrir»). En su ex novio, a quien había abandonado al mismo tiempo que supo definitiva la radicalización de su madre, porque él las pondría en peligro, lo sabía, era inevitable. En si debía traicionarlas ella misma, desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde cuándo era un derecho quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?

La ceremonia fue al atardecer. Silvina usó la función video de una cámara de fotos: los teléfonos estaban prohibidos y ella no tenía una cámara mejor, y tampoco quería comprar una por si la rastreaban. Filmó todo: las mujeres preparando la pira, con enormes ramas secas de los árboles del campo, el fuego alimentado con diarios y nafta hasta que alcanzó más de un metro de altura. Estaban campo adentro –una arboleda y la casa ocultaban la ceremonia de la ruta–. El otro camino, a la derecha, quedaba demasiado lejos. No había vecinos ni peones. Ya no, a esa hora. Cuando cayó el sol, la mujer elegida caminó hacia el fuego. Lentamente. Silvina pensó que la chica iba a arrepentirse, porque lloraba. Había elegido una canción para su ceremonia, que las demás –unas diez, pocas– cantaban: «Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí va. / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo.» Pero no se arrepintió. La mujer entró en el fuego como en una pileta de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no había duda de que lo hacía por su propia voluntad; una voluntad supersticiosa o incitada, pero propia. Ardió apenas veinte segundos. Cumplido ese plazo, dos mujeres protegidas por amianto la sacaron de entre las llamas y la llevaron corriendo al hospital clandestino. Silvina detuvo la filmación antes de que pudiera verse el edificio.

Esa noche subió el video a internet. Al día siguiente, millones de personas lo habían visto.

 

Silvina tomó el colectivo. Su madre ya no era la jefa del hospital clandestino del sur; había tenido que mudarse cuando los padres enfurecidos de una mujer –que gritaban «¡tiene hijos, tiene hijos!»– descubrieron qué se escondía detrás de esa casa de piedra, centenaria, que alguna vez había sido una residencia para ancianos. Su madre había logrado escapar del allanamiento –la vecina de la casa era una colaboradora de las Mujeres Ardientes, activa y, al mismo tiempo, distante, como Silvina– y la habían reubicado como enfermera en un hospital clandestino de Belgrano: después de un año entero de allanamientos, creían que la ciudad era más segura que los parajes alejados. También había caído el hospital de María Helena, aunque nunca descubrieron que la estancia había sido escenario de hogueras, porque, en el campo, no hay nada más común que quemar pastizales y hojas, siempre iban a encontrar pasto y suelo quemado. Los jueces expedían órdenes de allanamiento con mucha facilidad, y, a pesar de las protestas, las mujeres sin familia o que sencillamente andaban solas por la calle caían bajo sospecha: la policía les hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo deseaban, en cualquier momento, en cualquier lugar. El acoso había sido peor: de una hoguera cada cinco meses –registrada: con mujeres que acudían a los hospitales normales se pasó al estado actual, de una por semana.

Y, tal como esa compañera de colegio le había dicho a Silvina, las mujeres se las arreglaban para escapar de la vigilancia más que bien. Los campos seguían siendo enormes y no se podían revisar con satélite constantemente; además todo el mundo tiene un precio; si podían ingresar al país toneladas de drogas, ¿cómo no iban a dejar pasar autos con más bidones de nafta de lo razonable? Eso era todo lo necesario, porque las ramas para las hogueras estaban ahí, en cada lugar. Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo.

No se va a detener, había dicho la chica del subte en un programa de entrevistas por televisión. Vean el lado bueno, decía, y se reía con su boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres, porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas locas argentinas que un día van y se prenden fuego –y capaz que le pegan fuego al cliente también.

Una noche, mientras esperaba el llamado de su madre, que le había encargado antibióticos –Silvina los conseguía haciendo ronda por los hospitales de la ciudad donde trabajaban colaboradoras de las Mujeres Ardientes–, tuvo ganas de hablar con su ex novio. Tenía la boca llena de whisky y la nariz de humo de cigarrillo y del olor a la gasa furacinada, la que se usa para las quemaduras, que no se iba nunca, como no se iba el de la carne humana quemada, muy difícil de describir, sobre todo porque, más que nada, olía a nafta, aunque detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido. Pero Silvina se contuvo. Lo había visto en la calle, con otra chica. Eso, ahora, no significaba nada. Muchas mujeres trataban de no estar solas en público para no ser molestadas por la policía. Todo era distinto desde las hogueras. Hacía apenas semanas, las primeras mujeres sobrevivientes habían empezado a mostrarse. A tomar colectivos. A comprar en el supermercado. A tomar taxis y subterráneos, a abrir cuentas de banco y disfrutar de un café en las veredas de los bares, con las horribles caras iluminadas por el sol de la tarde, con los dedos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la taza. ¿Les darían trabajo? ¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?

 

Silvina visitó a María Helena en la cárcel. Al principio, ella y su madre habían temido que las otras reclusas la atacaran, pero no, la trataban inusitadamente bien. «Es que yo hablo con las chicas. Les cuento que a nosotras las mujeres siempre nos quemaron, ¡que nos quemaron durante cuatro siglos! No lo pueden creer, no sabían nada de los juicios a las brujas, ¿se dan cuenta? La educación en este país se fue a la mierda. Pero tienen interés, pobrecitas, quieren saber.»

¿Qué quieren saber? –preguntó Silvina.

Y, quieren saber cuándo van a parar las hogueras.

¿Y cuándo van a parar?

Ay, qué sé yo, hija, ¡por mí que no paren nunca!

La sala de visitas de la cárcel era un galpón con varias mesas y tres sillas alrededor de cada una: una para la presa, dos para las visitas. María Helena hablaba en voz baja: no confiaba en las guardias.

Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición.

Eso es mucho –dijo Silvina.

Depende –intervino su madre–. Hay historiadores que hablan de cientos de miles, otros de cuarenta mil.

Cuarenta mil es un montón –murmuró Silvina.

En cuatro siglos no es tanto –siguió su madre.

Había poca gente en Europa hace seis siglos, mamá.

Silvina sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas. María Helena abrió la boca y dijo algo más, pero Silvina no la escuchó y su madre siguió y las dos mujeres conversaron en la luz enferma de la sala de visitas de la cárcel, y Silvina solamente escuchó que ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego.

En Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez.

 

miércoles, 20 de marzo de 2024

Las cicatrices.

 

No hay cicatriz, por brutal que parezca,
que no encierre belleza.


Una historia puntual se cuenta en ella,
algún dolor. Pero también su fin.


Las cicatrices, pues, son las costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.


                En Explicaciones no pedidas, de Piedad Bonnett.