La
primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al
menos, discutía su alcance, su poder, su capacidad para desatar las
hogueras por sí sola. Eso era cierto: la chica del subte sólo
predicaba en las seis líneas de tren subterráneo de la ciudad y
nadie la acompañaba. Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y
los brazos completamente desfigurados por una quemadura extensa,
completa y profunda; ella explicaba cuánto tiempo le había costado
recuperarse, los meses de infecciones, hospital y dolor, con su boca
sin labios y una nariz pésimamente reconstruida; le quedaba un solo
ojo, el otro era un hueco de
piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara marrón
recorrida por telarañas. En la nuca conservaba un mechón de pelo
largo, lo que acrecentaba el efecto máscara: era la única parte de
la cabeza que el fuego no había alcanzado. Tampoco había alcanzado
las manos, que eran morenas y siempre estaban un poco sucias de
manipular el dinero que mendigaba.
Su
método era audaz: subía al vagón y saludaba a los pasajeros con un
beso si no eran muchos, si la mayoría viajaba sentada. Algunos
apartaban la cara con disgusto, hasta con un grito ahogado; algunos
aceptaban el beso sintiéndose bien consigo mismos; algunos apenas
dejaban que el asco les erizara la piel de los brazos, y si ella lo
notaba, en verano, cuando podía verles la piel al aire, acariciaba
con los dedos mugrientos los pelitos asustados y sonreía con su boca
que era un tajo. Incluso había quienes se bajaban del vagón cuando
la veían subir: los que ya conocían el método y no querían el
beso de esa cara horrible.
La
chica del subte, además, se vestía con jeans ajustados, blusas
transparentes, incluso sandalias con tacos cuando hacía calor.
Llevaba pulseras y cadenitas colgando del cuello. Que su cuerpo fuera
sensual resultaba inexplicablemente ofensivo.
Cuando
pedía dinero lo dejaba muy en claro: no estaba juntando para
cirugías plásticas, no tenían sentido, nunca volvería a su cara
normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la
comida –nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en
puestos donde no hiciera falta verla–. Y siempre, cuando terminaba
de contar sus días de hospital, nombraba al hombre que la había
quemado: Juan Martín Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con
él. No tenían hijos. Él creía que ella lo engañaba y tenía
razón: estaba por abandonarlo. Para evitar eso, él la arruinó, que
no fuera de nadie más, entonces. Mientras dormía, le echó alcohol
en la cara y le acercó el encendedor. Cuando ella no podía hablar,
cuando estaba en el hospital y todos esperaban que muriera, Pozzi
dijo que se había quemado sola, se había derramado el alcohol en
medio de una pelea y había querido fumar un cigarrillo todavía
mojada.
–Y
le creyeron –sonreía la chica del subte con su boca sin labios, su
boca de reptil–. Hasta mi papá le creyó.
Ni
bien pudo hablar, en el hospital, contó la verdad. Ahora él estaba
preso.
Cuando
se iba del vagón, la gente no hablaba de la chica quemada, pero el
silencio en que quedaba el tren, roto por las sacudidas sobre los
rieles, decía qué asco, qué miedo, no voy a olvidarme más de
ella, cómo se puede vivir así.
A
lo mejor no había sido la chica del subte la desencadenante de todo,
pero ella había introducido la idea en su familia, creía Silvina.
Fue una tarde de domingo, volvían con su madre del cine –una
excursión rara, casi nunca salían juntas–. La chica del subte dio
sus besos y contó su historia en el vagón; cuando terminó,
agradeció y se bajó en la estación siguiente. No le siguió a su
partida el habitual silencio incómodo y avergonzado. Un chico, no
podía tener más de veinte años, empezó a decir qué manipuladora,
qué asquerosa, qué necesidad; también hacía chistes. Silvina
recordaba que su madre, alta y con el pelo corto y gris, todo su
aspecto de autoridad y potencia, había cruzado el pasillo del vagón
hasta donde estaba el chico, casi sin tambalearse –aunque el vagón
se sacudía como siempre–, y le había dado un puñetazo en la
nariz, un golpe decidido y profesional, que lo hizo sangrar y gritar
y vieja hija de puta qué te pasa, pero su madre no respondió, ni al
chico que lloraba de dolor ni a los pasajeros que dudaban entre
insultarla o ayudar. Silvina recordaba la mirada rápida, la orden
silenciosa de sus ojos y cómo las dos habían salido corriendo no
bien las puertas se abrieron y habían seguido corriendo por las
escaleras a pesar de que Silvina estaba poco entrenada y se cansaba
enseguida –correr le daba tos–, y su madre ya tenía más de
sesenta años. Nadie las había seguido, pero eso no lo supieron
hasta estar en la calle, en la esquina transitadísima de Corrientes
y Pueyrredón; se metieron entre la gente para evitar y despistar a
algún guarda, o incluso a la policía. Después de doscientos metros
se dieron cuenta de que estaban a salvo. Silvina no podía olvidar la
carcajada alegre, aliviada, de su madre; hacía años que no la veía
tan feliz.
Hicieron
falta Lucila y la epidemia que desató, sin embargo, para que
llegaran las hogueras. Lucila era una modelo y era muy hermosa, pero,
sobre todo, era encantadora. En las entrevistas de la televisión
parecía distraída e ingenua, pero tenía respuestas inteligentes y
audaces y por eso también se hizo famosa. Medio famosa. Famosa del
todo se hizo cuando anunció su noviazgo con Mario Ponte, el 7 de
Unidos de Córdoba, un club de segunda división que había llegado
heroicamente a primera y se había mantenido entre los mejores
durante dos torneos gracias a un gran equipo, pero, sobre todo,
gracias a Mario, que era un jugador extraordinario que había
rechazado ofertas de clubes europeos de puro leal –aunque algunos
especialistas decían que, a los treinta y dos y con el nivel de
competencia de los campeonatos europeos, era mejor para Mario
convertirse en una leyenda local que en un fracaso transatlántico–.
Lucila parecía enamorada y, aunque la pareja tenía mucha cobertura
en los medios, no se le prestaba demasiada atención; era perfecta y
feliz, y sencillamente faltaba drama. Ella consiguió mejores
contratos para publicidades y cerraba todos los desfiles; él se
compró un auto carísimo.
El
drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en camilla del
departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el 70 % del
cuerpo quemado y dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevivió una
semana.
Silvina
recordaba apenas los informes en los noticieros, las charlas en la
oficina; él la había quemado durante una pelea. Igual que a la
chica del subte, le había vaciado una botella de alcohol sobre el
cuerpo –ella estaba en la cama– y, después, había echado un
fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos
minutos y la cubrió con la colcha. Después llamó a la ambulancia.
Dijo, como el marido de la chica del subte, que había sido ella.
Por
eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie les
creyó, pensaba Silvina mientras esperaba el colectivo –no usaba su
propio auto cuando visitaba a su madre: la podían seguir–. Creían
que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les tenían
miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad; costó
mucho concebir las hogueras.
Ahora
que había una hoguera por semana, todavía nadie sabía ni qué
decir ni cómo detenerlas, salvo con lo de siempre: controles,
policía, vigilancia. Eso no servía. Una vez le había dicho una
amiga anoréxica a Silvina: no pueden obligarte a comer. Sí pueden,
le había contestado Silvina, te pueden poner suero, una sonda. Sí,
pero no pueden controlarte todo el tiempo. Cortás la sonda. Cortás
el suero. Nadie puede vigilarte veinticuatro horas al día, la gente
duerme. Era cierto. Esa compañera de colegio se había muerto,
finalmente. Silvina se sentó con la mochila sobre las piernas. Se
alegró de no tener que viajar parada. Siempre temía que alguien
abriera la mochila y se diera cuenta de lo que cargaba.
Hicieron
falta muchas mujeres quemadas para que empezaran las hogueras. Es
contagio, explicaban los expertos en violencia de género en diarios
y revistas y radios y televisión y donde pudieran hablar; era tan
complejo informar, decían, porque por un lado había que alertar
sobre los feminicidios y por otro se provocaban esos efectos,
parecidos a lo que ocurre con los suicidios entre adolescentes.
Hombres quemaban a sus novias, esposas, amantes, por todo el país.
Con alcohol la mayoría de las veces, como Ponte (por lo demás el
héroe de muchos), pero también con ácido, y en un caso
particularmente horrible la mujer había sido arrojada sobre
neumáticos que ardían en medio de una ruta por alguna protesta de
trabajadores. Pero Silvina y su madre recién se movilizaron –sin
consultarlo entre ellas– cuando pasó lo de Lorena Pérez y su
hija, las últimas asesinadas antes de la primera hoguera. El padre,
antes de suicidarse, les había pegado fuego a madre e hija con el ya
clásico método de la botella de alcohol. No las conocían, pero
Silvina y su madre fueron al hospital para tratar de visitarlas o,
por lo menos, protestar en la puerta; ahí se encontraron. Y ahí
estaba también la chica del subte.
Pero
ya no estaba sola. La acompañaba un grupo de mujeres de distintas
edades, ninguna de ellas quemada. Cuando llegaron las cámaras, la
chica del subte y sus compañeras se acercaron a la luz. Ella contó
su historia, las otras asentían y aplaudían. La chica del subte
dijo algo impresionante, brutal:
–Si
siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría
de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno,
¿no? Una belleza nueva.
La
mamá de Silvina se acercó a la chica del subte y a sus compañeras
cuando se retiraron las cámaras. Había varias mujeres de más de
sesenta años; a Silvina la sorprendió verlas dispuestas a pasar la
noche en la calle, acampar en la vereda y pintar sus carteles que
pedían BASTA BASTA DE QUEMARNOS. Ella también se quedó y, por la
mañana, fue a la oficina sin dormir. Sus compañeros ni estaban
enterados de la quema de la madre y la niña. Se están
acostumbrando, pensó Silvina. Lo de la niñita les da un poco más
de impresión, pero sólo eso, un poco. Estuvo toda la tarde
mandándole mensajes a su madre, que no le contestó ninguno. Era
bastante mala para los mensajes de texto, así que Silvina no se
alarmó. Por la noche, la llamó a la casa y tampoco la encontró.
¿Seguiría en la puerta del hospital? Fue a buscarla, pero las
mujeres habían abandonado el campamento. Quedaban apenas unos
fibrones tirados y paquetes vacíos de galletitas, que el viento
arremolinaba. Venía una tormenta y Silvina volvió lo más rápido
que pudo hasta su casa porque había dejado las ventanas abiertas.
La
niña y su madre habían muerto durante la noche.
Silvina
participó de su primera hoguera en un campo sobre la ruta 3. Las
medidas de seguridad todavía eran muy elementales; las de las
autoridades y las de las Mujeres Ardientes. Todavía la incredulidad
era alta; sí, lo de aquella mujer que se había incendiado dentro de
su propio auto, en el desierto patagónico, había sido bien extraño:
las primeras investigaciones indicaron que había rociado con
nafta el vehículo, se había sentado dentro, frente al volante, y
que ella misma había dado el chasquido al encendedor. Nadie más: no
había rastros de otro auto –eso era imposible de ocultar en el
desierto–, y nadie hubiera podido irse a pie. Un suicidio, decían,
un suicidio muy extraño, la pobre mujer estaba sugestionada por
todas esas quemas de mujeres, no entendemos por qué ocurren en
Argentina, estas cosas son de países árabes, de la India.
–Serán
hijos de puta; Silvinita, sentate –le dijo María Helena, la amiga
de su madre, que dirigía el hospital clandestino de quemadas ahí,
lejos de la ciudad, en el casco de la vieja estancia de su familia,
rodeada de vacas y soja–. Yo no sé por qué esta muchacha, en vez
de contactar con nosotras, hizo lo que hizo, pero bueno: a lo mejor
se quería morir. Era su derecho. Pero que estos hijos de puta digan
que las quemas son de los árabes, de los indios...
María
Helena se secó las manos –estaba pelando duraznos para una torta–
y miró a Silvina a los ojos.
–Las
quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora
nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar
nuestras cicatrices.
La
torta era para festejar a una de las Mujeres Ardientes, que había
sobrevivido a su primer año de quemada. Algunas de las que iban a la
hoguera preferían recuperarse en hospitales, pero muchas elegían
centros clandestinos como el de María Helena. Había otros, Silvina
no estaba segura de cuántos.
–El
problema es que no nos creen. Les decimos que nos quemamos porque
queremos y no nos creen. Por supuesto, no podemos hacer que hablen
las chicas que están internadas acá, podríamos ir presas.
–Podemos
filmar una ceremonia –dijo Silvina.
–Ya
lo pensamos, pero sería invadir la privacidad de las chicas.
–De
acuerdo, ¿pero si alguna quiere que la vean? Y podemos pedirle que
vaya hacia la hoguera con, no sé, una máscara, un antifaz, si
quiere taparse la cara.
–¿Y
si distinguen dónde queda el lugar?
–Ay,
María, la pampa es toda igual. Si la ceremonia se hace en el campo,
¿cómo van a saber dónde queda?
Así,
casi sin pensarlo, Silvina decidió hacerse cargo de la filmación
cuando alguna chica quisiera que su Quema fuera difundida. María
Helena contactó con ella menos de un mes después del ofrecimiento.
Sería la única autorizada, en la ceremonia, a estar con un equipo
electrónico. Silvina llegó en auto: entonces todavía era bastante
seguro usarlo. La ruta 3 estaba casi vacía, apenas la cruzaban
algunos camiones; podía escuchar música y tratar de no pensar. En
su madre, jefa de otro hospital clandestino, ubicado en una casa
enorme del sur de la ciudad de Buenos Aires; su madre, siempre
arriesgada y atrevida, tanto más que ella, que seguía trabajando en
la oficina y no se animaba a unirse a las mujeres. En su padre,
muerto cuando ella era chica, un hombre bueno y algo torpe («Ni se
te ocurra pensar que hago esto por culpa de tu padre», le había
dicho su madre una vez, en el patio de la casa-hospital, durante un
descanso, mientras inspeccionaba los antibióticos que Silvina le
había traído, «tu padre era un hombre delicioso, jamás me hizo
sufrir»). En su ex novio, a quien había abandonado al mismo tiempo
que supo definitiva la radicalización de su madre, porque él las
pondría en peligro, lo sabía, era inevitable. En si debía
traicionarlas ella misma, desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde
cuándo era un derecho quemarse viva? ¿Por qué tenía que
respetarlas?
La
ceremonia fue al atardecer. Silvina usó la función video de una
cámara de fotos: los teléfonos estaban prohibidos y ella no tenía
una cámara mejor, y tampoco quería comprar una por si la
rastreaban. Filmó todo: las mujeres preparando la pira, con enormes
ramas secas de los árboles del campo, el fuego alimentado con
diarios y nafta hasta que alcanzó más de un metro de altura.
Estaban campo adentro –una arboleda y la casa ocultaban la
ceremonia de la ruta–. El otro camino, a la derecha, quedaba
demasiado lejos. No había vecinos ni peones. Ya no, a esa hora.
Cuando cayó el sol, la mujer elegida caminó hacia el fuego.
Lentamente. Silvina pensó que la chica iba a arrepentirse, porque
lloraba. Había elegido una canción para su ceremonia, que las demás
–unas diez, pocas– cantaban: «Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí
va. / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo.» Pero no se
arrepintió. La mujer entró en el fuego como en una pileta de
natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no había duda de
que lo hacía por su propia voluntad; una voluntad supersticiosa o
incitada, pero propia. Ardió apenas veinte segundos. Cumplido ese
plazo, dos mujeres protegidas por amianto
la sacaron de entre las llamas y la llevaron corriendo al hospital
clandestino. Silvina detuvo la filmación antes de que pudiera verse
el edificio.
Esa
noche subió el video a internet. Al día siguiente, millones de
personas lo habían visto.
Silvina
tomó el colectivo. Su madre ya no era la jefa del hospital
clandestino del sur; había tenido que mudarse cuando los padres
enfurecidos de una mujer –que gritaban «¡tiene hijos, tiene
hijos!»– descubrieron qué se escondía detrás de esa casa de
piedra, centenaria, que alguna vez había sido una residencia para
ancianos. Su madre había logrado escapar del allanamiento –la
vecina de la casa era una colaboradora de las Mujeres Ardientes,
activa y, al mismo tiempo, distante, como Silvina– y la habían
reubicado como enfermera en un hospital clandestino de Belgrano:
después de un año entero de allanamientos, creían que la ciudad
era más segura que los parajes alejados. También había caído el
hospital de María Helena, aunque nunca descubrieron que la estancia
había sido escenario de hogueras, porque, en el campo, no hay nada
más común que quemar pastizales y hojas, siempre iban a encontrar
pasto y suelo quemado. Los jueces expedían órdenes de allanamiento
con mucha facilidad, y, a pesar de las protestas, las mujeres sin
familia o que sencillamente andaban solas por la calle caían bajo
sospecha: la policía les hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl
del auto cuando ellos lo deseaban, en cualquier momento, en cualquier
lugar. El acoso había sido peor: de una hoguera cada cinco meses
–registrada: con mujeres que acudían a los hospitales normales se
pasó al estado actual, de una por semana.
Y,
tal como esa compañera de colegio le había dicho a Silvina, las
mujeres se las arreglaban para escapar de la vigilancia más que
bien. Los campos seguían siendo enormes y no se podían revisar con
satélite constantemente; además todo el mundo tiene un precio; si
podían ingresar al país toneladas de drogas, ¿cómo no iban a
dejar pasar autos con más bidones de nafta de lo razonable? Eso era
todo lo necesario, porque las ramas para las hogueras estaban ahí,
en cada lugar. Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo.
No
se va a detener, había dicho la chica del subte en un programa de
entrevistas por televisión. Vean el lado bueno, decía, y se reía
con su boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres,
porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas
locas argentinas que un día van y se prenden fuego –y capaz que le
pegan fuego al cliente también.
Una
noche, mientras esperaba el llamado de su madre, que le había
encargado antibióticos –Silvina los conseguía haciendo ronda por
los hospitales de la ciudad donde trabajaban colaboradoras de las
Mujeres Ardientes–, tuvo ganas de hablar con su ex novio. Tenía la
boca llena de whisky y la nariz de humo de cigarrillo y del olor a la
gasa furacinada, la que se usa para las quemaduras, que no se iba
nunca, como no se iba el de la carne humana quemada, muy difícil de
describir, sobre todo porque, más que nada, olía a nafta, aunque
detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido. Pero
Silvina se contuvo. Lo había visto en la calle, con otra chica. Eso,
ahora, no significaba nada. Muchas mujeres trataban de no estar solas
en público para no ser molestadas por la policía. Todo era distinto
desde las hogueras. Hacía apenas semanas, las primeras mujeres
sobrevivientes habían empezado a mostrarse. A tomar colectivos. A
comprar en el supermercado. A tomar taxis y subterráneos, a abrir
cuentas de banco y disfrutar de un café en las veredas de los bares,
con las horribles caras iluminadas por el sol de la tarde, con los
dedos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la taza. ¿Les
darían trabajo? ¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y
monstruas?
Silvina
visitó a María Helena en la cárcel. Al principio, ella y su madre
habían temido que las otras reclusas la atacaran, pero no, la
trataban inusitadamente bien. «Es que yo hablo con las chicas. Les
cuento que a nosotras las mujeres siempre nos quemaron, ¡que nos
quemaron durante cuatro siglos! No lo pueden creer, no sabían nada
de los juicios a las brujas, ¿se dan cuenta? La educación en este
país se fue a la mierda. Pero tienen interés, pobrecitas, quieren
saber.»
–¿Qué
quieren saber? –preguntó Silvina.
–Y,
quieren saber cuándo van a parar las hogueras.
–¿Y
cuándo van a parar?
–Ay,
qué sé yo, hija, ¡por mí que no paren nunca!
La
sala de visitas de la cárcel era un galpón con varias mesas y tres
sillas alrededor de cada una: una para la presa, dos para las
visitas. María Helena hablaba en voz baja: no confiaba en las
guardias.
–Algunas
chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de
brujas de la Inquisición.
–Eso
es mucho –dijo Silvina.
–Depende
–intervino su madre–. Hay historiadores que hablan de cientos de
miles, otros de cuarenta mil.
–Cuarenta
mil es un montón –murmuró Silvina.
–En
cuatro siglos no es tanto –siguió su madre.
–Había
poca gente en Europa hace seis siglos, mamá.
Silvina
sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas. María Helena
abrió la boca y dijo algo más, pero Silvina no la escuchó y su
madre siguió y las dos mujeres conversaron en la luz enferma de la
sala de visitas de la cárcel, y Silvina solamente escuchó que ellas
estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la
infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo
se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera
flor de fuego.
En
Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez.