No
te preocupes, disculpame este gesto de impaciencia. Era perfectamente
natural que nombraras a Lucio, que te acordaras de él a la hora de
las nostalgias, cuando uno se deja corromper por esas ausencias que
llamamos recuerdos y hay que remendar con palabras y con imágenes
tanto hueco insaciable. Además no sé, te habrás fijado que este
bungalow invita, basta que uno se instale en la veranda y mire un
rato hacia el río y los naranjales, de golpe se está increíblemente
lejos de Buenos Aires, perdido en un mundo elemental.
Me
acuerdo de Láinez cuando nos decía que el Delta hubiera tenido que
llamarse el Alfa. Y esa otra vez en la clase de matemáticas, cuando
vos…¿Pero por qué nombraste a Lucio, era necesario que dijeras:
Lucio? El coñac está ahí, servite. A veces me pregunto por qué te
molestás todavía en venir a visitarme. Te embarrás los zapatos, te
aguantás los mosquitos y el olor de la lámpara a kerosene... Ya sé,
no pongas la cara del amigo ofendido. No es eso, Mauricio, pero en
realidad sos el único que queda, del grupo de entonces ya no veo a
nadie. Vos, cada cinco o seis meses llega tu carta, y después la
lancha te trae con un paquete de libros y botellas, con noticias de
ese mundo remoto a menos de cincuenta kilómetros, a lo mejor con la
esperanza de arrancarme alguna vez de este rancho medio podrido. No
te ofendas, pero casi me da rabia tu fidelidad amistosa. Comprendé,
tiene algo de reproche, cuando te vas me siento como enjuiciado,
todas mis elecciones definitivas me parecen simples formas de la
hipocondría, que un viaje a la ciudad bastaría para mandar al
diablo.
Vos
pertenecés a esa especie de testigos cariñosos que hasta en los
peores sueños nos acosan sonriendo. Y ya que hablamos de sueños, ya
que nombraste a Lucio, por qué no habría de contarte el sueño como
entonces se lo conté a él. Era aquí mismo, pero en esos tiempos
—¿cuántos años ya, viejo?— todos ustedes venían a pasar
temporadas al bungalow que me dejaban mis padres, nos daba por el
remo, por leer poesía hasta la náusea, por enamorarnos
desesperadamente de lo más precario y lo más perecedero, todo eso
envuelto en una infinita pedantería inofensiva, en una ternura de
cachorros sonsos. Éramos tan jóvenes, Mauricio, resultaba tan fácil
creerse hastiado, acariciar la imagen de la muerte entre discos de
jazz y mate amargo, dueños de una sólida inmortalidad de cincuenta
o sesenta años por vivir.
Vos
eras el más retraído, mostrabas ya esa cortés fidelidad que no se
puede rechazar como se rechazan otras fidelidades más impertinentes.
Nos mirabas un poco desde fuera, y ya entonces aprendí a admirar en
vos las cualidades de los gatos. Uno habla con vos y es como si al
mismo tiempo estuviera solo, y a lo mejor es por eso que uno habla
con vos como yo ahora. Pero entonces estaban los otros, y jugábamos
a tomarnos en serio.
Sabés,
lo terrible de ese momento de la juventud es que en una hora oscura y
sin nombre todo deja de ser serio para ceder a la sucia máscara de
seriedad que hay que ponerse en la cara, y yo ahora soy el doctor
fulano, y vos el ingeniero mengano, bruscamente nos hemos quedado
atrás, empezamos a vernos de otro modo, aunque por un tiempo
persistamos en los rituales, en los juegos comunes, en las cenas de
camaradería que tiran sus últimos salvavidas en medio de la
dispersión y el abandono, y todo es tan horriblemente natural,
Mauricio, y a algunos les duele más que a otros, los hay como vos
que van pasando por sus edades sin sentirlo, que encuentran normal un
álbum donde uno se ve con pantalones cortos, con un sombrero de paja
o el uniforme de conscripto…
En
fin, hablábamos de un sueño que tuve en ese tiempo, y era un sueño
que empezaba aquí en la veranda, conmigo mirando la luna llena sobre
los cañaverales, oyendo las ranas que ladraban como no ladran ni
siquiera los perros, y después siguiendo un vago sendero hasta
llegar al río, andando despacio por la orilla con la sensación de
estar descalzo y que los pies se me hundían en el barro. En el sueño
yo estaba solo en la isla, lo que era raro en ese tiempo; si volviese
a soñarlo ahora la soledad no me parecería tan vecina de la
pesadilla como entonces. Una soledad con la luna apenas trepada en el
cielo de la otra orilla, con el chapoteo del río y a veces el golpe
aplastado de un durazno cayendo en una zanja. Ahora hasta las ranas
se habían callado, el aire estaba pegajoso como esta noche, o como
casi siempre aquí, y parecía necesario seguir, dejar atrás el
muelle, meterse por la vuelta grande de la costa, cruzar los
naranjales, siempre con la luna en la cara.
No
invento nada, Mauricio, la memoria sabe lo que debe guardar entero.
Te cuento lo mismo que entonces le conté a Lucio, voy llegando al
lugar donde los juncos raleaban poco a poco y una lengua de tierra
avanzaba sobre el río, peligrosa por el barro y la proximidad del
canal, porque en el sueño yo sabía que eso era un canal profundo y
lleno de remansos, y me acercaba a la punta paso a paso, hundiéndome
en el barro amarillo y caliente de luna. Y así me quedé en el
borde, viendo del otro lado los cañaverales negros donde el agua se
perdía secreta mientras aquí, tan cerca, el río manoteaba solapado
buscando dónde agarrarse, resbalando otra vez y empecinándose.
Todo
el canal era luna, una inmensa cuchillería confusa que me tajeaba
los ojos, y encima un cielo aplastándose contra la nuca y los
hombros, obligándome a mirar interminablemente el agua. Y cuando río
arriba vi el cuerpo del ahogado, balanceándose lentamente como para
desenredarse de los juncos de la otra orilla, la razón de la noche y
de que
yo estuviera en ella se resolvió en esa mancha negra a la deriva,
que giraba apenas, retenida por un tobillo, por una mano, oscilando
blandamente para soltarse saliendo de los juncos hasta ingresar en la
corriente del canal, acercándose cadenciosa a la ribera desnuda
donde la luna iba a darle de lleno en plena cara.
Estás
pálido, Mauricio. Apelemos al coñac, si querés. Lucio también
estaba un poco pálido cuando le conté el sueño. Me dijo solamente:
«¿Cómo te acordás de los detalles?» Y a diferencia de vos,
cortés como siempre, él parecía adelantarse a lo que le estaba
contando, como si temiera que de golpe se me olvidase el resto del
sueño. Pero todavía faltaba algo, te estaba diciendo que la
corriente del canal hacía girar el cuerpo, jugaba con él antes de
traerlo de mi lado, y al borde de la lengua de tierra yo esperaba ese
momento en que pasaría casi a mis pies y podría verle la cara. Otra
vuelta, un brazo blandamente tendido como si eso nadara todavía, la
luna hincándose en el pecho, mordiéndole el vientre, las piernas
pálidas, desnudando otra vez al ahogado boca arriba.
Tan
cerca de mí que me hubiera bastado agacharme para sujetarlo del
pelo, tan cerca que lo reconocí, Mauricio, le vi la cara y grité,
creo, algo como un grito que me arrancó de mí mismo y me tiró en
el despertar, en el jarro de agua que bebí jadeando, en la asombrada
y confundida conciencia de que ya no me acordaba de esa cara que
acababa de reconocer. Y eso seguiría ya corriente abajo, de nada
serviría cerrar los ojos y querer volver al borde del agua, al borde
del sueño, luchando por acordarme, queriendo precisamente eso que
algo en mí no quería.
En
fin, vos sabés que más tarde uno se conforma, la máquina diurna
está ahí con sus bielas bien lubricadas, con sus rótulos bien
satisfactorios. Ese fin de semana viniste vos, vinieron Lucio y los
otros, anduvimos de fiesta todo aquel verano, me acuerdo que después
te fuiste al norte, llovió mucho en el delta, y hacia el fin Lucio
se hartó de la isla, la lluvia y tantas cosas lo enervaban, de golpe
nos mirábamos como yo nunca hubiera pensado que podríamos mirarnos.
Entonces empezaron los refugios en el ajedrez o la lectura, el
cansancio de tantas inútiles concesiones, y cuando Lucio volvía a
Buenos Aires yo me juraba no esperarlo más, incluía a todos mis
amigos, al verde mundo que día a día se iba cerrando y muriendo, en
una misma hastiada condenación. Pero si algunos se daban por
enterados y no aparecían más después de un impecable «hasta
pronto», Lucio volvía sin ganas, yo estaba en el muelle
esperándolo, nos mirábamos como desde lejos, realmente desde ese
otro mundo cada vez más atrás, el pobre paraíso perdido que
empecinadamente él volvía a buscar y yo me obstinaba en defenderle
casi sin ganas.
Vos
nunca sospechaste demasiado todo eso, Mauricio, veraneante
imperturbable en alguna quebrada norteña, pero ese fin de verano…
¿La ves, allá? Empieza a levantarse entre los juncos, dentro de un
momento te dará en la cara. A esta hora es curioso cómo crece el
chapoteo del río, no sé si porque los pájaros se han callado o
porque la sombra consiente mejor ciertos sonidos. Ya ves, sería
injusto no terminar lo que te estaba contando, en esta altura de la
noche en que todo coincide cada vez más con esa otra noche en que se
lo conté a Lucio. Hasta la situación es simétrica, en esa silla de
hamaca llenás el hueco de Lucio que venía en ese fin de verano y se
quedaba como vos sin hablar, él que tanto había hablado, y dejaba
correr las horas bebiendo, resentido por nada o por la nada, por esa
repleta nada que nos iba acosando sin que pudiéramos defendernos. Yo
no creía que hubiera odio en nosotros, era a la vez menos y peor que
el odio, un hastío en el centro mismo de algo que había sido a
veces una tormenta o un girasol o si preferís una espada, todo menos
ese tedio, ese otoño pardo y sucio que crecía desde adentro como
telas en los ojos. Salíamos a recorrer la isla, corteses y amables,
cuidando de no herirnos; caminábamos sobre hojas secas, pesados
colchones de hojas secas a la orilla del río. A veces me engañaba
el silencio, a veces una palabra con el acento de antes, y tal vez
Lucio caía conmigo en las astutas trampas inútiles del hábito,
hasta que una mirada o el deseo acuciante de estar a solas nos ponía
de nuevo frente a frente, siempre amables y corteses y extranjeros.
Entonces
él me dijo: «Es una hermosa noche; caminemos.» Y como podríamos
hacerlo ahora vos y yo, bajamos de la veranda y fuimos hacia allá,
donde sale esa luna que te da en los ojos. No me acuerdo demasiado
del camino, Lucio iba delante y yo dejaba que mis pasos cayeran sobre
sus huellas y aplastaran otra vez las hojas muertas. En algún
momento debí empezar a reconocer la senda entre los naranjos; quizá
fue más allá, del lado de los últimos ranchos y los juncales. Sé
que en ese momento la silueta de Lucio se volvió lo único
incongruente en ese encuentro metro a metro, noche a noche, a tal
punto coincidente que no me extrañé cuando los juncos se abrieron
para mostrar a plena luna la lengua de tierra entrando en el canal,
las manos del río resbalando sobre el barro amarillo. En alguna
parte a nuestras espaldas un durazno podrido cayó con un golpe que
tenía lago de bofetada, de torpeza indecible.
Al
borde del agua, Lucio se volvió y me estuvo mirando un momento.
Dijo: «¿Este es el lugar, verdad?» Nunca habíamos vuelto a hablar
del sueño, pero le contesté: «Sí, este es el lugar.» Pasó un
tiempo antes de que dijera: «Hasta eso me has robado, hasta mi deseo
más secreto; porque yo he deseado un sitio así, yo he necesitado un
sitio así. Has soñado un sueño ajeno.» Y cuando dijo eso,
Mauricio, cuando lo dijo con una voz monótona y dando un paso hacia
mí, algo debió estallar en mi olvido, cerré los ojos y supe que
iba a recordar, sin mirar hacia el río supe que iba a ver el final
del sueño, y lo vi, Mauricio, vi al ahogado con la luna arrodillada
sobre el pecho, y la cara del ahogado era la mía, Mauricio, la cara
del ahogado era la mía.
¿Por
qué te vas? Si te hace falta, hay un revólver en el cajón del
escritorio, si querés podés alertar a la gente del otro rancho.
Pero quedate, Mauricio, quedate otro poco oyendo el chapoteo del río,
a lo mejor acabarás por sentir que entre todas esas manos de agua y
juncos que resbalan en el barro y se deshacen en remolinos, hay unas
manos que a esta hora se hincan en las raíces y no sueltan, algo
trepa al muelle y se endereza cubierto de basuras y mordiscos de
peces, viene hacia aquí a buscarme. Todavía puedo dar vuelta la
moneda, todavía puedo matarlo otra vez, pero se obstina y vuelve y
alguna noche me llevará con él. Me llevará, te digo, y el sueño
cumplirá su imagen verdadera. Tendré que ir, la lengua de tierra y
los cañaverales me verán pasar boca arriba, magnífico de luna, y
el sueño estará al fin completo, Mauricio, el sueño estará al fin
completo.
En
Final del juego, de Julio Cortázar.