I
«En
tus ojos he mirado hace un momento, oh vida: oro he visto centellear
en tus nocturnos ojos, mi corazón se quedó paralizado ante esa
voluptuosidad: ¡una barca de oro he visto centellear sobre aguas
nocturnas, una balanceante barca de oro que se hundía, bebía agua,
tornaba a hacer señas!
A
mi pie, furioso de bailar, lanzaste una mirada, una balanceante
mirada que reía, preguntaba, derretía: Sólo dos veces agitaste tus
castañuelas con pequeñas manos entonces se balanceó ya mi pie con
furia de bailar. Mis talones se irguieron, los dedos de mis pies
escuchaban para comprenderte: lleva, en efecto, quien baila sus oídos
¡en los dedos de sus pies!
Hacia
ti di un salto: tú retrocediste huyendo de él; ¡y hacia mí lanzó
llamas la lengua de tus flotantes cabellos fugitivos! Di un salto
apartándome de ti y de tus serpientes: entonces tú te detuviste,
medio vuelta, los ojos llenos de deseo. Con miradas sinuosas me
enseñas senderos sinuosos; en ellos mi pie aprende ¡astucias! Te
temo cercana, te amo lejana; tu huida me atrae, tu buscar me hace
detenerme: yo sufro, ¡mas qué no he sufrido con gusto por ti! Cuya
frialdad inflama, cuyo odio seduce, cuya huida ata, cuya burla
conmueve: ¡quién no te odiaría a ti, gran atadora, envolvedora,
tentadora, buscadora, encontradora! ¡Quién no te amaría a ti,
pecadora inocente, impaciente, rápida como el viento, de ojos
infantiles!
¿Hacia
dónde me arrastras ahora, criatura prodigiosa y niña traviesa? ¡Y
ahora vuelves a huir de mí, dulce presa y niña ingrata! Te sigo
bailando, te sigo incluso sobre una pequeña huella. ¿Dónde estás?
¡Dame la mano! ¡O un dedo tan sólo! Aquí hay cavernas y espesas
malezas: ¡nos extraviaremos! ¡Alto! ¡Párate! ¿No ves revolotear
búhos y murciélagos? ¡Tú búho! ¡Tú murciélago! ¿Quieres
burlarte de mí? ¿Dónde estamos?
De los
perros has aprendido este aullar y ladrar. ¡Tú me gruñes
cariñosamente con blancos dientecillos, tus malvados ojos saltan
hacia mí desde ensortijadas melenitas! Éste es un baile a campo
traviesa: yo soy el cazador ¿tú quieres ser mi perro, o mi gamuza?
¡Ahora, a mi lado! ¡Y rápido, maligna saltadora! ¡Ahora, arriba!
¡Y al otro lado! ¡Ay! ¡Me he caído yo mismo al saltar! ¡Oh,
mírame yacer en el suelo, tú arrogancia, e implorar gracia! ¡Me
gustaría recorrer contigo senderos más agradables! ¡senderos del
amor, a través de silenciosos bosquecillos multicolores! O allí a
lo largo del lago: ¡allí nadan y bailan peces dorados!
¿Ahora
estás cansada? Allá arriba hay ovejas y atardeceres: ¿no es
hermoso dormir cuando los pastores tocan la flauta? ¿Tan cansada
estás? ¡Yo te llevo, deja tan sólo caer los brazos! Y si tienes
sed, yo tendría sin duda algo, ¡mas tu boca no quiere beberlo! ¡Oh
esta maldita, ágil, flexible serpiente y bruja escurridiza! ¿Adónde
has ido? ¡Mas en la cara siento, de tu mano, dos huellas y manchas
rojas! ¡Estoy en verdad cansado de ser siempre tu estúpido pastor!
Tú bruja, hasta ahora he cantado yo para ti, ahora tú debes ¡gritar
para mí! ¡Al compás de mi látigo debes bailar y gritar para mí!
¿Acaso he olvidado el látigo? ¡No!»
II
Entonces
la vida me respondió así, y al hacerlo se tapaba los graciosos
oídos:
«¡Oh
Zaratustra! ¡No chasquees tan horriblemente el látigo! Tú lo sabes
bien: el ruido asesina los pensamientos y ahora precisamente me
vienen pensamientos tan gráciles. Nosotros somos, ambos, dos
haraganes que no hacemos ni bien ni mal.
Más
allá del bien y del mal hemos encontrado nuestro islote y nuestro
verde prado ¡nosotros dos solos! ¡Ya por ello tenemos que ser
buenos el uno para el otro! Y aunque no nos amemos a fondo, ¿es
necesario guardar ese rencor si no se ama a fondo?
Y que
yo soy buena contigo, y a menudo demasiado buena, eso lo sabes tú: y
la razón es que estoy celosa de tu sabiduría. ¡Ay, esa loca y
vieja necia de la sabiduría! Si alguna vez se apartase de ti tu
sabiduría, ¡ay!, entonces se apartaría de ti rápidamente también
mi amor.»
En
este punto la vida miró pensativa detrás de sí y en torno a sí y
dijo en voz baja:
«¡Oh
Zaratustra, tú no me eres bastante fiel! No me amas ni mucho menos
tanto como dices, yo lo sé, tú piensas que pronto vas a
abandonarme. Hay una vieja, pesada, pesada campana retumbante: ella
retumba por la noche y su sonido asciende hasta tu caverna: cuando a
medianoche oyes dar la hora a esa campana, tú piensas en esto entre
la una y las doce tú piensas en esto, oh Zaratustra, yo lo sé, ¡en
que pronto vas a abandonarme!»
«Sí,
contesté yo titubeante, pero tú sabes también esto.» Y le dije
algo al oído, por entre los alborotados, amarillos, insensatos
mechones de su cabello.
«¿Tú
sabes eso, oh Zaratustra? Eso no lo sabe nadie.»
Y nos
miramos uno a otro y contemplamos el verde prado, sobre el cual
empezaba a correr el fresco atardecer, y lloramos juntos. Entonces,
sin embargo, me fue la vida más querida que lo que nunca me lo ha
sido toda mi sabiduría. Así habló Zaratustra.
En Así
habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche.
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