Esto
se me antojó interesante y entré en aquella puerta. Me acogió una
estancia a media luz y en silencio; allí estaba sentado en el suelo,
sin silla, al uso oriental, un hombre que tenía ante sí una cosa
parecida a un tablero grande de ajedrez. En el primer momento me
pareció que era el amigo Pablo, por lo menos llevaba el hombre un
batín de seda multicolor por el estilo y tenía los mismos ojos
radiantes oscuros.
-¿Es
usted Pablo? -pregunté.
-No
soy nadie -declaró amablemente-. Aquí no tenemos nombres, aquí no
somos personas. Yo soy un jugador de ajedrez. ¿Desea usted una
lección acerca de la reconstrucción de la personalidad?
-Sí,
se lo suplico.
-Entonces
tenga la bondad de poner a mi disposición un par de docenas de sus
figuras.
-¿De
mis figuras...?
-Las
figuras en las que ha visto usted descomponerse su llamada
personalidad. Sin figuras no me es posible jugar.
Me
puso un espejo delante de la cara, otra vez vi allí la unidad de mi
persona descompuesta en muchos yos, su número parecía haber
aumentado más. Pero las figuras eran ahora muy pequeñas,
aproximadamente como figuras manejables de ajedrez, y el jugador, con
sus dedos silenciosos y seguros, cogió unas docenas de ellas y las
puso en el suelo junto al tablero.
Luego
habló como el hombre que repite un discurso o una lección dicha
muchas veces:
-La
idea equivocada y funesta de que el hombre sea una unidad permanente,
le es a usted conocida. También sabe que el hombre consta de una
multitud de almas, de muchísimos yos. Descomponer en estas
numerosas figuras la aparente unidad de la persona se tiene por
locura, la ciencia ha inventado para ello el nombre de esquizofrenia.
La ciencia tiene en esto razón en cuanto es natural que ninguna
multiplicidad puede dominarse sin dirección, sin un cierto orden y
agrupamiento. En cambio, no tiene razón en creer que sólo es
posible un orden único, férreo y para toda la vida, de los muchos
sub-yos. Este error de la ciencia trae no pocas consecuencias
desagradables; su valor está exclusivamente en que los maestros y
educadores puestos por el Estado ven su trabajo simplificado y se
evitan el pensar y la experimentación.
Como
consecuencia de aquel error pasan muchos hombres por «normales», y
hasta por representar un gran valor social, que están
irremisiblemente locos, y a la inversa, tienen a muchos por locos,
que son genios. Nosotros completamos por eso la psicología
defectuosa de la ciencia con el concepto de lo que llamamos arte
reconstructivo. Al que ha experimentado la descomposición de su yo
le enseñamos que los trozos pueden acoplarse siempre en el orden
que se quiera, y que con ellos se logra una ilimitada diversidad del
juego de la vida. Lo mismo que los poetas crean un drama con un
puñado de figuras, así construimos nosotros con las figuras de
nuestros yos separados constantemente grupos nuevos, con
distintos juegos y perspectivas, con situaciones eternamente
renovadas. ¡Vea usted!
Con
los dedos silenciosos e inteligentes, cogió mis figuras, todos los
ancianos, jóvenes, niños y mujeres, todas las piececillas alegres y
las tristes, las vigorosas y las débiles, las ágiles y las pesadas;
las ordenó con rapidez sobre el tablero formando una combinación,
en la que aquéllas se reunían al punto en grupos y familias, en
juegos y en luchas, en amistades y en bandos enemigos, reflejando al
mundo en miniatura. Ante mis ojos arrobados hizo moverse un rato al
pequeño mundo lleno de agitación, y al mismo tiempo tan en orden;
lo hizo jugar y luchar, concertar alianzas y librar batallas,
comprometerse entre si, casarse, multiplicarse; era en efecto un
drama de muchos personajes, interesante y movido.
Luego
pasó la mano con un gesto sereno por el tablero, tumbó suavemente
todas las figuras, las juntó en un montón y fue construyendo,
artista complicado, con las mismas figuras un juego completamente
nuevo, con grupos, relaciones y nexos diferentes en absoluto. El
segundo juego se parecía al primero; era el mismo mundo, estaba
compuesto del mismo material, pero la tonalidad había variado, el
compás era distinto, los motivos estaban subrayados de otra manera,
las situaciones, colocadas de otro modo. Y
así construyendo el inteligente artífice con las figuras, cada una
de las cuales era un pedazo de mí mismo, numerosos juegos, todos
parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes
al mismo mundo, como comprometidos al mismo origen, cada uno, sin
embargo, enteramente nuevo.
-Esto
es arte de vivir -dijo doctoralmente-; usted mismo puede ya de aquí
en adelante seguir conformando y animando, complicando y
enriqueciendo a su capricho el juego de su vida; está en su mano.
Así como la locura, en un grado superior, es el principio de toda
ciencia, así es la esquizofrenia el principio de todo arte, de toda
fantasía. Hay sabios que se han dado cuenta ya de esto a medias,
como puede comprobarse, por ejemplo, en El cuerno maravilloso del
príncipe, aquel libro encantador, en el cual el trabajo penoso y
aplicado de un sabio es ennoblecido por la cooperación genial de una
multitud de artistas locos y encerrados en manicomios. Tome, guarde
usted para sí sus figuritas; el juego le proporcionará placer aún
muchas veces. La figura que hoy, haciendo de coco insoportable, le
eche a perder el juego, mañana podrá usted degradarla,
convirtiéndola en un comparsa insignificante. Usted, al juego
siguiente, puede hacer una princesa de la pobre y simpática
figurilla que durante toda una combinación parecía condenada a
irremediable desventura. Le deseo que se divierta mucho, caballero.
Me
incliné profundamente y, agradecido ante este inteligente jugador de
ajedrez, guardé las figuritas en mi bolsillo y me retiré por la
puerta angosta. En realidad me había figurado que al momento me
sentaría en el suelo en el corredor para jugar con las figuras horas
enteras, toda una eternidad; pero apenas estuve otra vez en el
pasillo luminoso y redondo del teatro, cuando nuevas corrientes, más
fuertes que yo, me apartaron de esto.
En
El
lobo estepario
de Hermann Hesse.
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