¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 22 de mayo de 2018

Música y ruido.

Cuando el hombre creó un sonido musical (cantando o tocando un instrumento), dividió el mundo acústico en dos partes estrictamente separadas: la de los sonidos artificiales y la de los sonidos naturales. Janequin intentó, en su música, ponerlas en contacto. A mediados del siglo XVI había prefigurado lo que, en el siglo XX, haría, por ejemplo, Janácek (sus estudios sobre el lenguaje hablado), Bartok, o, de una manera extremadamente sistemática, Messiaen (sus composiciones inspiradas en cantos de pájaros).

 
El arte de Janequin recuerda que existe un universo acústico exterior al alma humana y que no está compuesto tan sólo de ruidos de la naturaleza, sino también de voces humanas que hablan, gritan, cantan, y que dan la carne sonora tanto a la vida cotidiana como a la de las fiestas. Recuerda que el compositor tiene plenas posibilidades de dar a ese universo «objetivo» una gran forma musical.
Una de las composiciones más originales de Janácek: Setenta mil (1909): un coro para voces masculinas que cuenta el destino de los mineros de Silesia. La segunda mitad de esta obra (que debería figurar en cualquier antología de la música moderna) es una explosión de gritos de la multitud, gritos que se entrelazan en un fascinante tumulto: una composición que (pese a su increíble emotividad dramática) curiosamente se acerca a esos madrigales que, en la época de Janequin, pusieron música a los gritos de París, a los gritos de Londres.
Pienso en Les noces, de Stravinski (compuesta entre 1914 y 1923): un retrato (este término que Ansermet emplea como peyorativo es, en efecto, muy apropiado) de las bodas aldeanas; se oyen canciones, ruidos, discursos, gritos, llamadas, monólogos, chistes (tumulto de voces prefigurado por Janácek) en una orquestación (cuatro pianos y percusión) de una fascinante brutalidad (que prefigura a Bartok).
Pienso también en la suite para piano Al aire libre (1926) de Bartok; la cuarta parte: los ruidos de la naturaleza (voces, creo, de ranas cerca de un estanque) sugieren a Bartok motivos melódicos de una rara extrañeza; luego, con esta sonoridad animal se confunde una canción popular que, aun siendo una creación humana, se sitúa en el mismo plano que los sonidos de las ranas; no es un lied, canción del romanticismo que se supone revela la «actividad afectiva» del alma del compositor; es una melodía que proviene del exterior, como un ruido entre otros ruidos.
Y pienso en el adagio del tercer Concierto para piano y orquesta de Bartok (obra de su último, triste período norteamericano). El tema hipersubjetivo de una inefable melancolía alterna aquí con el otro tema hiperobjetivo (que por otra parte recuerda la cuarta parte de la suite Al aire libre): como si el llanto de un alma sólo pudiera encontrar consuelo en la insensibilidad de la naturaleza.
Digo bien: «encontrar consuelo en la insensibilidad de la naturaleza». Porque la no sensibilidad es consoladora; el mundo de la no sensibilidad es el mundo que está fuera de la vida humana; es la eternidad; «es el mar ido hacia el sol». Me acuerdo de los tristes años que pasé en Bohemia al principio de la ocupación rusa. Me enamoré entonces de Várese y Xenakis: sus imágenes de los mundos sonoros objetivos pero no existentes me hablaron del ser liberado de la subjetividad humana, agresiva y molesta; me hablaron de la belleza suavemente inhumana del mundo antes o después del paso de los hombres.
En Los testamentos traicionados, de Milan Kundera.
 

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