Cuando
el hombre creó un sonido musical (cantando o tocando un
instrumento), dividió el mundo acústico en dos partes estrictamente
separadas: la de los sonidos artificiales y la de los sonidos
naturales. Janequin intentó, en su música, ponerlas en contacto. A
mediados del siglo XVI había prefigurado lo que, en el siglo XX,
haría, por ejemplo, Janácek (sus estudios sobre el lenguaje
hablado), Bartok, o, de una manera extremadamente sistemática,
Messiaen (sus composiciones inspiradas en cantos de pájaros).
El
arte de Janequin recuerda que existe un universo acústico exterior
al alma humana y que no está compuesto tan sólo de ruidos de la
naturaleza, sino también de voces humanas que hablan, gritan,
cantan, y que dan la carne sonora tanto a la vida cotidiana como a la
de las fiestas. Recuerda que el compositor tiene plenas posibilidades
de dar a ese universo «objetivo» una gran forma musical.
Una
de las composiciones más originales de Janácek: Setenta
mil (1909): un coro
para voces masculinas que cuenta el destino de los mineros de
Silesia. La segunda mitad de esta obra (que debería figurar en
cualquier antología de la música moderna) es una explosión de
gritos de la multitud, gritos que se entrelazan en un fascinante
tumulto: una composición que (pese a su increíble emotividad
dramática) curiosamente se acerca a esos madrigales que, en la época
de Janequin, pusieron música a los gritos de París, a los gritos de
Londres.
Pienso
en Les noces,
de Stravinski (compuesta entre 1914 y 1923): un retrato (este término
que Ansermet emplea como peyorativo es, en efecto, muy apropiado) de
las bodas aldeanas; se oyen canciones, ruidos, discursos, gritos,
llamadas, monólogos, chistes (tumulto de voces prefigurado por
Janácek) en una orquestación (cuatro pianos y percusión) de una
fascinante brutalidad (que prefigura a Bartok).
Pienso
también en la suite para piano Al
aire libre (1926)
de Bartok; la cuarta parte: los ruidos de la naturaleza (voces, creo,
de ranas cerca de un estanque) sugieren a Bartok motivos melódicos
de una rara extrañeza; luego, con esta sonoridad animal se confunde
una canción popular que, aun siendo una creación humana, se sitúa
en el mismo plano que los sonidos de las ranas; no es un lied,
canción del romanticismo que se supone revela la «actividad
afectiva» del alma del compositor; es una melodía que proviene del
exterior, como un ruido entre otros ruidos.
Y
pienso en el adagio del tercer Concierto
para piano y orquesta
de Bartok (obra de su último, triste período norteamericano). El
tema hipersubjetivo de una inefable melancolía alterna aquí con el
otro tema hiperobjetivo (que por otra parte recuerda la cuarta parte
de la suite Al aire
libre): como si el
llanto de un alma sólo pudiera encontrar consuelo en la
insensibilidad de la naturaleza.
Digo
bien: «encontrar consuelo en la insensibilidad de la naturaleza».
Porque la no sensibilidad es consoladora; el mundo de la no
sensibilidad es el mundo que está fuera de la vida humana; es la
eternidad; «es el mar ido hacia el sol». Me acuerdo de los tristes
años que pasé en Bohemia al principio de la ocupación rusa. Me
enamoré entonces de Várese y Xenakis: sus imágenes de los mundos
sonoros objetivos pero no existentes me hablaron del ser liberado de
la subjetividad humana, agresiva y molesta; me hablaron de la belleza
suavemente inhumana del mundo antes o después del paso de los
hombres.
En
Los testamentos
traicionados, de
Milan Kundera.
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