Esperemos
a que un espíritu, en el cual el tipo de espíritu libre deba
madurar hasta la perfección, haya corrido su aventura decisiva de un
cambio de frente, cuando antes no había sido sino un espíritu
siervo encadenado a su rincón y a su columna. ¿Cuál es el vínculo
más sólido? ¿Qué lazos es imposible romper? Para ciertos hombres
de especie rara y exquisita, serán los deberes: el respeto, tal como
conviene a la juventud; la timidez y el enternecimiento en presencia
de todo lo que de antiguo, venerado y digno; la gratitud al suelo en
que ha vivido, a la mano que la ha guiado, al santuario en que
murmuró la primera plegaria; los momentos más importantes y
trascendentales de su vida, son los que la encadenarán más duradera
y sólidamente.
La
gran transformación llega para siervos de esta especie como un
terremoto: el alma joven se siente en un sólo instante conmovida,
desasida, arrancada de todo lo que antes amaba; ni aun se da cuenta
de lo que le pasa. Extraña investigación, desconocida fuerza
impulsiva la dominan y se apoderan de ella, hasta imponérsele como
una orden; se despierta el deseo, la voluntad de ir adelante, no
importa adónde, a toda costa; violenta y peligrosa curiosidad de un
mundo no descubierto brilla y flamea en todos sus sentidos. «Antes
morir que vivir aquí» –le dice la imperiosa voz de seducción–
y este «aquí», este «en nuestra casa», ¡es todo lo que amó
hasta esa hora!
Miedo,
desconfianza repentina de todo lo que amaba, relámpagos de desprecio
por todo lo que para ella significaba «deber», deseo sedicioso,
voluntarioso, irresistible como un volcán, de viajar, de
alejamiento, de expatriación, de refrigerio, de salir de la
embriaguez, de tornarse de hielo; odio para el amor; a veces un paso
y una mirada sacrílega hacia atrás, hacia allá, hacia donde hasta
entonces se había orado y amado; quizá una sensación de vergüenza
por lo que se acaba de hacer, y un grito de alegría al mismo tiempo
por haberlo hecho; angustia y embriaguez de placer en que se revela
una victoria –¿una victoria? ¿sobre qué? ¿sobre quién?–
victoria enigmática, problemática, sujeta a caución, pero que es,
en fin, la primera victoria: tales son los males y los dolores
que componen la historia de la gran transformación.
Al
propio tiempo es una enfermedad que puede destruir al hombre esta
explosión primera de fuerza y de voluntad para marcarse a sí mismo
rumbos fijos, para estimarse a sí mismo esta voluntad de libre
querer; ¡y qué clase de enfermedad es y a qué grados alcanza, se
descubre en las pruebas y actos de bizarría salvaje con que el
liberto quiere, desde lo que es, probar su dominio sobre las cosas!
Por seguir adelante en todos sentidos con insaciable avidez, lo que
adquiere del botín debe pagar la peligrosa excitación de su
orgullo; rasga, rompe, tira lo que se granjea. Con maligna sonrisa
revuelve todo lo que estaba velado o no manifiesto por alguna causa
de pudor: inquiere lo que las cosas parecen cuando se las pone del
revés. Es todo caprichos y goza con sus caprichos; quizá presta hoy
favor a lo que ayer tenía en mal concepto y así anda vagabundo,
curioso y husmeador de torno de lo prohibido. En el fondo de sus
agitaciones y desbordes –pues en su camino se encuentra inquieto y
sin rumbo como en desierto–, se hace a sí mismo interrogaciones de
curiosidad más y más peligrosas cada vez: «¿No pueden mirarse por
el reverso todas las medallas?» «¿El bien no puede ser el mal?»
«¿No puede ser Dios una invención del demonio?» «Y si nosotros
estamos engañados, ¿no somos también engañadores?» Tales son los
pensamientos que le guían y que le extravían: va siempre más
adelante, siempre más lejos. La soledad le tiene encerrado entre su
círculo y comprimido entre sus anillos, siempre más amenazadora,
más sofocante, más punzante, esta terrible diosa y mater saeva
cupidinum... pero ¿quién sabe hoy lo que es la soledad?
En
Humano demasiado humano, de Friedrich Nietzsche.
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