¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 29 de octubre de 2018

Mother.

Mother do you think they'll drop the bomb?
Mother do you think they'll like this song?
Mother do you think they'll try to break my balls?
Ooh, ah

Mother should I build the wall?
Mother should I run for President?
Mother should I trust the government?
Mother will they put me in the firing mine?
Ooh ah,
Is it just a waste of time?


Hush now baby, baby, don't you cry.
Mama's gonna make all your nightmares come true.
Mama's gonna put all her fears into you.
Mama's gonna keep you right here under her wing.
She won't let you fly, but she might let you sing.
Mama's gonna keep baby cozy and warm.
Ooh baby, ooh baby, ooh baby,
Of course mama's gonna help build the wall.

Mother do you think she's good enough, for me?
Mother do you think she's dangerous, to me?
Mother will she tear your little boy apart?
Ooh ah,
Mother will she break my heart?

Hush now baby, baby don't you cry.
Mama's gonna check out all your girlfriends for you.
Mama won't let anyone dirty get through.
Mama's gonna wait up until you get in.
Mama will always find out where you've been.
Mama's gonna keep baby healthy and clean.
Ooh baby, ooh baby, ooh baby,
You'll always be baby to me.

Mother, did it need to be so high?

Roger Waters, Pink Floyd.
 

jueves, 18 de octubre de 2018

La inspiración.


La inspiración es la incógnita de la ecuación, la musa que asalta en la hora oculta. Vuelan las flechas y no nos damos cuenta de que nos han alcanzado, ni de que un sinfín de catalizadores inconexos se han reunido en la clandestinidad para formar un sistema propio, que nos inocula las vibraciones de una enfermedad incurable – una imaginación ardiente -, a la vez profana y divina.

¿Qué podemos hacer con los impulsos resultantes, esas terminaciones nerviosas que titilan como un mapa iluminado de constelaciones arrebatadoras? Las estrellas palpitan. La musa anhela ser vivificada. Pero la mente también es la musa. Ansía superar a sus gloriosos oponentes, renovar tales fuentes de inspiración. Un torrente cristalino de repente seco. Una muestra de belleza desprovista de alegría, mancillada. ¿Por qué el espíritu creativo se vuelve contra sí mismo? ¿Por qué el hacedor enrevesa cualquier drama? Se levanta la pluma, guiada por la musa destrozada. Sin discordia, escribe, la armonía pasa inadvertida, sin discordia, continúa, Abel no es más que un pastor olvidado.

                                                                                                                En Devoción, de Patti Smith.

La tensión.

Para estigmatizar el destino de los hombres sometidos a esta pulsión imperiosa -realizar la unidad primitiva-, Platón recurre al mito del carro alado, versión equina de la metáfora ostrícola.

El alma puede pensarse como una biga tirada por un caballo blanco y un corcel negro. No sorprende que unas plumas engalanen el alma y permitan conducirla siempre más arriba, hacia las cumbres celestes donde se expanden las Formas puras e incorruptibles, increadas, inmortales y eternas. De ahí la necesidad de estar provisto de grandes plumas y remeras: la beatitud se paga a semejante precio. El cristianismo no se olvidará de quién empluma a los habitantes de la Jerusalén celeste, a sus tronos, querubines y otros serafines. A falta de timoneras y plumas, la caída amenaza y con ella el riesgo mayor de volverse a ver en tierra, a la manera de Ícaro, que para ese viaje no necesitaba de esas alforjas.

Obviamente, los dioses ignoran estos problemas: sus carros provistos de animales dóciles y perfectos los conducen sin dificultad, trepando alegremente por la bóveda celeste. En esta geografía del éter, encontramos las esencias, las cosas en sí, la verdad, la ciencia, el pensamiento, la justicia, la sabiduría; de hecho, el acostumbrado bello mundo filosófico. Mientras los caballos conducen a los dioses por este empíreo, disponen de néctar y ambrosía abundantemente distribuidos en sus abrevaderos y comederos. En cambio, las almas groseras pasan las mayores dificultades. 


Abismadas, desplumadas, sometidas a la opinión, a la ilusión, al error, vegetan a años luz de la contemplación del Ser. En el carro, el buen caballo es, evidentemente, el blanco: recto de porte, bien plantado, cuello alto, cabeza de bella silueta, ollares temblorosos. Ama el honor, la moderación y la reserva. El otro, el negro, es malo, mal formado, tosco de cuello, desproporcionado, poco elegante de perfil; su ojo inyectado en sangre revela una bestia repropia y violenta, agresiva e intratable, rebelde y resistente. Así se muestran las almas, dotadas de potencialidades positivas o negativas. Mientras aspiran a lo alto, a las esencias y a las ideas, son defendibles; cuando por su peso caen hacia el suelo, a la tierra, a lo bajo, a la inmanencia y a lo real concreto, resultan embarazosas, molestas y odiosas.

Desear supone sentir en nosotros mismos el tirón de las dos aspiraciones: una hacia los dioses, la otra en dirección a los demonios.

En materia de amor y de relación con el cuerpo del otro, sucede lo mismo. En la lógica platónica, todo lo que ata al individuo a la materialidad de su carne, todo lo que le conduce a experimentar en él los impulsos libidinales animales merece, franca y netamente, una condena inapelable. En cambio, el único deseo defendible, el único amor posible, exige la unión del alma con el Bien, que en el cielo de las Ideas salva la existencia presente y futura. Pues la reencarnación toma en cuenta la naturaleza defendible, o no, de los deseos pasados.

Sólo una procesión amorosa hacia el absoluto purifica al sujeto de toda la suciedad de lo real. Cualquier otra procesión que se condene al mal amor se verá destinada a una reencarnación vivida como castigo: será cerdo o asno, animal al que le gustan los cuchitriles o notable por el tamaño de su miembro.

En el terreno del amor y de la relación sexuada, Occidente encuentra su rastro en las teorías platónicas del deseo como falta, de la pareja como conjuro de lo incompleto, del dualismo y de la oposición moralizadora entre los dos amores. Cualquiera que se entregue a las delicias de un cuerpo material, recorrido por deseos y calado de placeres, se juega la vida, pero también su salvación, su eternidad. La única manera de ganarse el pasaporte a la vida eterna consiste en comprometerse con ese amor que, con toda la razón, calificaremos más tarde de platónico. Amor a las ideas, al absoluto, amor al amor purificado, pasión por el ideal, he aquí lo que santifica la causa del deseo. Todo lo que se entretiene demasiado en los cuerpos, en las carnes, en los sentidos, en la sensualidad concreta, se paga ontológicamente con una condena, con una sanción, con un castigo.

Las metamorfosis de la platija, de la esfera, de la ostra y del carro alado nos han llevado a esbozar una inmensa espectografía del conjunto del pensamiento occidental. A continuación habría que descubrir las interferencias entre las grandes escuelas de la Antigüedad grecolatina, mostrar cómo el estoicismo romano se platoniza, o de qué manera el platonismo griego se hace estoico, levantar acta del reciclaje de la mitología pagana en la economía mental del mundo cristiano, señalar las tentativas de recuperación de la letra filosófica pre-cristiana en nombre del espíritu católico y apostólico romano, aislar los sincretismos teóricos fundadores del monoteísmo, seguir la pista de los trayectos árabes y norteafricanos del corpus helenístico; en resumen, escribir la historia de la filosofía y la del deseo desde Pablo de Tarso y los Padres de la Iglesia hasta las recientes mitologías psícoanalíticas.

Sea como sea, la concepción del amor en Occidente procede del platonismo y de sus metamorfosis en los dos mil años de nuestra civilización judeocristiana. La naturaleza actual de las relaciones entre los sexos presupone históricamente el triunfo de una concepción y el fracaso de otra: éxito integral del platonismo, cristianizado y sostenido por la omnipotencia de la Iglesia católica durante casi veinte siglos, y retroceso importante de la tradición materialista -tanto democrítea y epicúrea como cínica y cirenaica, tanto hedonista como eudemonista.

Los Padres de la Iglesia, obviamente, aprovecharon la teoría del doble amor para celebrar su versión positiva -el amor de Dios y de las cosas divinas- y desacreditar la opción humana, sexual y sexuada. Este trabajo de reescritura de la filosofía griega para hacerla entrar en el marco cristiano atareó a los pensadores durante catorce siglos, en cuyo curso pusieron desvergonzadamente la filosofía al servicio de la teología. De manera que teologizaron la cuestión del amor para desviarla a los terrenos espiritualistas y religiosos, condenando a Eros en provecho de Agápe, fustigando a los cuerpos, maltratándolos, aborreciéndolos, castigándolos, haciéndoles daño y martirizándolos con cilicio, infligiéndoles la disciplina, la mortificación y la penitencia. Y se inventa la castidad, la virginidad y, en su defecto, el matrimonio, esa siniestra máquina de fabricar ángeles.


El platonismo muestra teóricamente el cruel olvido del cuerpo, el desprecio de la carne, la celebración de la Afrodita celeste, la aversión por la Afrodita vulgar, la grandeza del alma y la pequenez de las envolturas carnales; luego se abren prácticamente en nuestra civilización occidental, inspiradas por estos preceptos idealistas, extrañas y venenosas flores del mal: el matrimonio burgués, el adulterio que lo acompaña siempre como contrapunto, la neurosis familiar y familiarista, la mentira y la hipocresía, el disfraz y el engaño, el prejuicio monógamo, la libido melancólica, la feudalización del sexo, la misoginia generalizada, la prostitución extendida en las aceras y en los hogares sujetos al impuesto sobre las grandes fortunas. Y también la figura del inhibido violento. La cerebralización del amor y su devenir platónico vuelven paradójicamente más vulgares las prácticas sexuadas. La dureza del ascetismo platónico cristianizado engendra y genera numerosos sufrimientos, dolores, penas y frustraciones. Terapeutas, médicos y sexólogos lo atestiguarían: la miseria de las carnes gobierna el mundo.

El cuerpo glorioso alzado al pináculo conduce indefectiblemente al cuerpo real a los tugurios, a los burdeles o al diván de los psicoanalistas. En lugar del logro exitoso de las disposiciones hedonistas, lúdicas, gozosas y voluptuosas, los dos milenios cristianos no han producido más que odio a la vida y la incrustación de la existencia en la renuncia, la compostura, la moderación, la prudencia, la reserva y la sospecha generalizada con respecto al otro.

La muerte triunfa como el modelo de las fijaciones e inmovilidades reivindicadas: la pareja, la fidelidad, la monogamia, la paternidad, la maternidad, la heterosexualidad y todas las figuras sociales que absorben y aprisionan la energía sexual para enjaularla, domesticarla y constreñirla al estilo de los bon-sais, en convulsiones y estrecheces, en torsiones y obstáculos, en tensiones e impedimentos. La religión y la filosofía dominantes se han asociado siempre, hoy también, para lanzar una maldición contra la vida. Una teoría del libertinaje supone, pues, reivindicar el ateísmo en el terreno amoroso clásico y tradicional, a la par que un materialismo combativo. Allí donde los vendedores de cilicios triunfan con sus platijas, sus esferas y sus ostras, el libertino se divierte con las travesuras del pez masturbador, el gruñido de los cerdos de Epicuro y las libertades del erizo soltero.

En Teoría del cuerpo enamorado, de Michel Onfray.

 

martes, 2 de octubre de 2018

Los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles.

El tiempo que mitiga todas las cosas, el tiempo que trabaja en el desgaste de la pena como trabaja en la erosión de las montañas, el tiempo que favorece el perdón y el olvido, el tiempo que consuela, el tiempo liquidador y cicatrizador no atenúa en nada la colosal hecatombe: al contrario, no deja de avivar su horror. El (voto del Parlamento francés) enuncia, con toda razón, un principio y, de alguna manera, una imposibilidad a priori: los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles, es decir, no pueden ser prescritos; el tiempo no tiene ascendiente sobre ellos [...]. 


¡El perdón! ¿Pero nos han demandado alguna vez perdón? Solo la angustia y el desamparo del culpable darían un sentido y una razón de ser al perdón. Cuando el culpable está gordo, bien alimentado, cuando es próspero y está enriquecido por el «milagro económico», el perdón es una siniestra chanza. No, el perdón no está hecho para los cerdos y sus marranas. El perdón ha muerto en los campos de la muerte. Nuestro horror por lo que nuestro entendimiento, hablando con claridad, no puede concebir, asfixiaría la piedad desde su nacimiento... si el acusado pudiera hacernos sentir piedad. El acusado no puede jugar en todos los tableros a la vez: reprochar a las víctimas su resentimiento, reivindicar para sí el patriotismo y las buenas intenciones, pretender el perdón. ¡Habría que escoger! Habría, para pretender el perdón, que confesarse culpable, sin reservas ni circunstancias atenuantes [...].

¿En función de qué tienen los supervivientes autoridad para perdonar en lugar de las víctimas o en nombre de los sobrevivientes, de sus parientes, de su familia? No, no nos corresponde a nosotros perdonar por los chiquillos que las bestias se divertían en torturar. Haría falta que los chiquillos perdonasen ellos mismos. Entonces nos volvemos hacia las bestias, y hacia los amigos de esas bestias, y les decimos: pedid perdón vosotros mismos a los chiquillos.

En Lo imprescriptible. ¿Perdonar? Con honor y dignidad, de Vladimir Jankélévitch, Editions du Senil, 1986 (traducción de Irache Ganuza Fernández).