¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 18 de octubre de 2018

La tensión.

Para estigmatizar el destino de los hombres sometidos a esta pulsión imperiosa -realizar la unidad primitiva-, Platón recurre al mito del carro alado, versión equina de la metáfora ostrícola.

El alma puede pensarse como una biga tirada por un caballo blanco y un corcel negro. No sorprende que unas plumas engalanen el alma y permitan conducirla siempre más arriba, hacia las cumbres celestes donde se expanden las Formas puras e incorruptibles, increadas, inmortales y eternas. De ahí la necesidad de estar provisto de grandes plumas y remeras: la beatitud se paga a semejante precio. El cristianismo no se olvidará de quién empluma a los habitantes de la Jerusalén celeste, a sus tronos, querubines y otros serafines. A falta de timoneras y plumas, la caída amenaza y con ella el riesgo mayor de volverse a ver en tierra, a la manera de Ícaro, que para ese viaje no necesitaba de esas alforjas.

Obviamente, los dioses ignoran estos problemas: sus carros provistos de animales dóciles y perfectos los conducen sin dificultad, trepando alegremente por la bóveda celeste. En esta geografía del éter, encontramos las esencias, las cosas en sí, la verdad, la ciencia, el pensamiento, la justicia, la sabiduría; de hecho, el acostumbrado bello mundo filosófico. Mientras los caballos conducen a los dioses por este empíreo, disponen de néctar y ambrosía abundantemente distribuidos en sus abrevaderos y comederos. En cambio, las almas groseras pasan las mayores dificultades. 


Abismadas, desplumadas, sometidas a la opinión, a la ilusión, al error, vegetan a años luz de la contemplación del Ser. En el carro, el buen caballo es, evidentemente, el blanco: recto de porte, bien plantado, cuello alto, cabeza de bella silueta, ollares temblorosos. Ama el honor, la moderación y la reserva. El otro, el negro, es malo, mal formado, tosco de cuello, desproporcionado, poco elegante de perfil; su ojo inyectado en sangre revela una bestia repropia y violenta, agresiva e intratable, rebelde y resistente. Así se muestran las almas, dotadas de potencialidades positivas o negativas. Mientras aspiran a lo alto, a las esencias y a las ideas, son defendibles; cuando por su peso caen hacia el suelo, a la tierra, a lo bajo, a la inmanencia y a lo real concreto, resultan embarazosas, molestas y odiosas.

Desear supone sentir en nosotros mismos el tirón de las dos aspiraciones: una hacia los dioses, la otra en dirección a los demonios.

En materia de amor y de relación con el cuerpo del otro, sucede lo mismo. En la lógica platónica, todo lo que ata al individuo a la materialidad de su carne, todo lo que le conduce a experimentar en él los impulsos libidinales animales merece, franca y netamente, una condena inapelable. En cambio, el único deseo defendible, el único amor posible, exige la unión del alma con el Bien, que en el cielo de las Ideas salva la existencia presente y futura. Pues la reencarnación toma en cuenta la naturaleza defendible, o no, de los deseos pasados.

Sólo una procesión amorosa hacia el absoluto purifica al sujeto de toda la suciedad de lo real. Cualquier otra procesión que se condene al mal amor se verá destinada a una reencarnación vivida como castigo: será cerdo o asno, animal al que le gustan los cuchitriles o notable por el tamaño de su miembro.

En el terreno del amor y de la relación sexuada, Occidente encuentra su rastro en las teorías platónicas del deseo como falta, de la pareja como conjuro de lo incompleto, del dualismo y de la oposición moralizadora entre los dos amores. Cualquiera que se entregue a las delicias de un cuerpo material, recorrido por deseos y calado de placeres, se juega la vida, pero también su salvación, su eternidad. La única manera de ganarse el pasaporte a la vida eterna consiste en comprometerse con ese amor que, con toda la razón, calificaremos más tarde de platónico. Amor a las ideas, al absoluto, amor al amor purificado, pasión por el ideal, he aquí lo que santifica la causa del deseo. Todo lo que se entretiene demasiado en los cuerpos, en las carnes, en los sentidos, en la sensualidad concreta, se paga ontológicamente con una condena, con una sanción, con un castigo.

Las metamorfosis de la platija, de la esfera, de la ostra y del carro alado nos han llevado a esbozar una inmensa espectografía del conjunto del pensamiento occidental. A continuación habría que descubrir las interferencias entre las grandes escuelas de la Antigüedad grecolatina, mostrar cómo el estoicismo romano se platoniza, o de qué manera el platonismo griego se hace estoico, levantar acta del reciclaje de la mitología pagana en la economía mental del mundo cristiano, señalar las tentativas de recuperación de la letra filosófica pre-cristiana en nombre del espíritu católico y apostólico romano, aislar los sincretismos teóricos fundadores del monoteísmo, seguir la pista de los trayectos árabes y norteafricanos del corpus helenístico; en resumen, escribir la historia de la filosofía y la del deseo desde Pablo de Tarso y los Padres de la Iglesia hasta las recientes mitologías psícoanalíticas.

Sea como sea, la concepción del amor en Occidente procede del platonismo y de sus metamorfosis en los dos mil años de nuestra civilización judeocristiana. La naturaleza actual de las relaciones entre los sexos presupone históricamente el triunfo de una concepción y el fracaso de otra: éxito integral del platonismo, cristianizado y sostenido por la omnipotencia de la Iglesia católica durante casi veinte siglos, y retroceso importante de la tradición materialista -tanto democrítea y epicúrea como cínica y cirenaica, tanto hedonista como eudemonista.

Los Padres de la Iglesia, obviamente, aprovecharon la teoría del doble amor para celebrar su versión positiva -el amor de Dios y de las cosas divinas- y desacreditar la opción humana, sexual y sexuada. Este trabajo de reescritura de la filosofía griega para hacerla entrar en el marco cristiano atareó a los pensadores durante catorce siglos, en cuyo curso pusieron desvergonzadamente la filosofía al servicio de la teología. De manera que teologizaron la cuestión del amor para desviarla a los terrenos espiritualistas y religiosos, condenando a Eros en provecho de Agápe, fustigando a los cuerpos, maltratándolos, aborreciéndolos, castigándolos, haciéndoles daño y martirizándolos con cilicio, infligiéndoles la disciplina, la mortificación y la penitencia. Y se inventa la castidad, la virginidad y, en su defecto, el matrimonio, esa siniestra máquina de fabricar ángeles.


El platonismo muestra teóricamente el cruel olvido del cuerpo, el desprecio de la carne, la celebración de la Afrodita celeste, la aversión por la Afrodita vulgar, la grandeza del alma y la pequenez de las envolturas carnales; luego se abren prácticamente en nuestra civilización occidental, inspiradas por estos preceptos idealistas, extrañas y venenosas flores del mal: el matrimonio burgués, el adulterio que lo acompaña siempre como contrapunto, la neurosis familiar y familiarista, la mentira y la hipocresía, el disfraz y el engaño, el prejuicio monógamo, la libido melancólica, la feudalización del sexo, la misoginia generalizada, la prostitución extendida en las aceras y en los hogares sujetos al impuesto sobre las grandes fortunas. Y también la figura del inhibido violento. La cerebralización del amor y su devenir platónico vuelven paradójicamente más vulgares las prácticas sexuadas. La dureza del ascetismo platónico cristianizado engendra y genera numerosos sufrimientos, dolores, penas y frustraciones. Terapeutas, médicos y sexólogos lo atestiguarían: la miseria de las carnes gobierna el mundo.

El cuerpo glorioso alzado al pináculo conduce indefectiblemente al cuerpo real a los tugurios, a los burdeles o al diván de los psicoanalistas. En lugar del logro exitoso de las disposiciones hedonistas, lúdicas, gozosas y voluptuosas, los dos milenios cristianos no han producido más que odio a la vida y la incrustación de la existencia en la renuncia, la compostura, la moderación, la prudencia, la reserva y la sospecha generalizada con respecto al otro.

La muerte triunfa como el modelo de las fijaciones e inmovilidades reivindicadas: la pareja, la fidelidad, la monogamia, la paternidad, la maternidad, la heterosexualidad y todas las figuras sociales que absorben y aprisionan la energía sexual para enjaularla, domesticarla y constreñirla al estilo de los bon-sais, en convulsiones y estrecheces, en torsiones y obstáculos, en tensiones e impedimentos. La religión y la filosofía dominantes se han asociado siempre, hoy también, para lanzar una maldición contra la vida. Una teoría del libertinaje supone, pues, reivindicar el ateísmo en el terreno amoroso clásico y tradicional, a la par que un materialismo combativo. Allí donde los vendedores de cilicios triunfan con sus platijas, sus esferas y sus ostras, el libertino se divierte con las travesuras del pez masturbador, el gruñido de los cerdos de Epicuro y las libertades del erizo soltero.

En Teoría del cuerpo enamorado, de Michel Onfray.

 

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