Para
estigmatizar el destino de los hombres sometidos a esta pulsión
imperiosa -realizar la unidad primitiva-, Platón recurre al mito del
carro alado, versión equina de la metáfora ostrícola.
El
alma puede pensarse como una biga tirada por un caballo blanco y un
corcel negro. No sorprende que unas plumas engalanen el alma y
permitan conducirla siempre más arriba, hacia las cumbres celestes
donde se expanden las Formas puras e incorruptibles, increadas,
inmortales y eternas. De ahí la necesidad de estar provisto de
grandes plumas y remeras: la beatitud se paga a semejante precio. El
cristianismo no se olvidará de quién empluma a los habitantes de la
Jerusalén celeste, a sus tronos, querubines y otros serafines. A
falta de timoneras y plumas, la caída amenaza y con ella el riesgo
mayor de volverse a ver en tierra, a la manera de Ícaro, que para
ese viaje no necesitaba de esas alforjas.
Obviamente,
los dioses ignoran estos problemas: sus carros provistos de animales
dóciles y perfectos los conducen sin dificultad, trepando
alegremente por la bóveda celeste. En esta geografía del éter,
encontramos las esencias, las cosas en sí, la verdad, la ciencia, el
pensamiento, la justicia, la sabiduría; de hecho, el acostumbrado
bello mundo filosófico. Mientras los caballos conducen a los dioses
por este empíreo, disponen de néctar y ambrosía abundantemente
distribuidos en sus abrevaderos y comederos. En cambio, las almas
groseras pasan las mayores dificultades.
Abismadas,
desplumadas, sometidas a la opinión, a la ilusión, al error,
vegetan a años luz de la contemplación del Ser. En el carro, el
buen caballo es, evidentemente, el blanco: recto de porte, bien
plantado, cuello alto, cabeza de bella silueta, ollares temblorosos.
Ama el honor, la moderación y la reserva. El otro, el negro, es
malo, mal formado, tosco de cuello, desproporcionado, poco elegante
de perfil; su ojo inyectado en sangre revela una bestia repropia y
violenta, agresiva e intratable, rebelde y resistente. Así se
muestran las almas, dotadas de potencialidades positivas o negativas.
Mientras aspiran a lo alto, a las esencias y a las ideas, son
defendibles; cuando por su peso caen hacia el suelo, a la tierra, a
lo bajo, a la inmanencia y a lo real concreto, resultan embarazosas,
molestas y odiosas.
Desear
supone sentir en nosotros mismos el tirón de las dos aspiraciones:
una hacia los dioses, la otra en dirección a los demonios.
En
materia de amor y de relación con el cuerpo del otro, sucede lo
mismo. En la lógica platónica, todo lo que ata al individuo a la
materialidad de su carne, todo lo que le conduce a experimentar en él
los impulsos libidinales animales merece, franca y netamente, una
condena inapelable. En cambio, el único deseo defendible, el único
amor posible, exige la unión del alma con el Bien, que en el cielo
de las Ideas salva la existencia presente y futura. Pues la
reencarnación toma en cuenta la naturaleza defendible, o no, de los
deseos pasados.
Sólo
una procesión amorosa hacia el absoluto purifica al sujeto de toda
la suciedad de lo real. Cualquier otra procesión que se condene al
mal amor se verá destinada a una reencarnación vivida como castigo:
será cerdo o asno, animal al que le gustan los cuchitriles o notable
por el tamaño de su miembro.
En
el terreno del amor y de la relación sexuada, Occidente encuentra su
rastro en las teorías platónicas del deseo como falta, de la pareja
como conjuro de lo incompleto, del dualismo y de la oposición
moralizadora entre los dos amores. Cualquiera que se entregue a las
delicias de un cuerpo material, recorrido por deseos y calado de
placeres, se juega la vida, pero también su salvación, su
eternidad. La única manera de ganarse el pasaporte a la vida eterna
consiste en comprometerse con ese amor que, con toda la razón,
calificaremos más tarde de platónico. Amor a las ideas, al
absoluto, amor al amor purificado, pasión por el ideal, he aquí lo
que santifica la causa del deseo. Todo lo que se entretiene demasiado
en los cuerpos, en las carnes, en los sentidos, en la sensualidad
concreta, se paga ontológicamente con una condena, con una sanción,
con un castigo.
Las
metamorfosis de la platija, de la esfera, de la ostra y del carro
alado nos han llevado a esbozar una inmensa espectografía del
conjunto del pensamiento occidental. A continuación habría que
descubrir las interferencias entre las grandes escuelas de la
Antigüedad grecolatina, mostrar cómo el estoicismo romano se
platoniza, o de qué manera el platonismo griego se hace estoico,
levantar acta del reciclaje de la mitología pagana en la economía
mental del mundo cristiano, señalar las tentativas de recuperación
de la letra filosófica pre-cristiana en nombre del espíritu
católico y apostólico romano, aislar los sincretismos teóricos
fundadores del monoteísmo, seguir la pista de los trayectos árabes
y norteafricanos del corpus helenístico; en resumen, escribir la
historia de la filosofía y la del deseo desde Pablo de Tarso y los
Padres de la Iglesia hasta las recientes mitologías psícoanalíticas.
Sea
como sea, la concepción del amor en Occidente procede del platonismo
y de sus metamorfosis en los dos mil años de nuestra civilización
judeocristiana. La naturaleza actual de las relaciones entre los
sexos presupone históricamente el triunfo de una concepción y el
fracaso de otra: éxito integral del platonismo, cristianizado y
sostenido por la omnipotencia de la Iglesia católica durante casi
veinte siglos, y retroceso importante de la tradición materialista
-tanto democrítea y epicúrea como cínica y cirenaica, tanto
hedonista como eudemonista.
Los
Padres de la Iglesia, obviamente, aprovecharon la teoría del doble
amor para celebrar su versión positiva -el amor de Dios y de las
cosas divinas- y desacreditar la opción humana, sexual y sexuada.
Este trabajo de reescritura de la filosofía griega para hacerla
entrar en el marco cristiano atareó a los pensadores durante catorce
siglos, en cuyo curso pusieron desvergonzadamente la filosofía al
servicio de la teología. De manera que teologizaron la cuestión del
amor para desviarla a los terrenos espiritualistas y religiosos,
condenando a Eros en provecho de Agápe, fustigando a los cuerpos,
maltratándolos, aborreciéndolos, castigándolos, haciéndoles daño
y martirizándolos con cilicio, infligiéndoles la disciplina, la
mortificación y la penitencia. Y se inventa la castidad, la
virginidad y, en su defecto, el matrimonio, esa siniestra máquina de
fabricar ángeles.
El
platonismo muestra teóricamente el cruel olvido del cuerpo, el
desprecio de la carne, la celebración de la Afrodita celeste, la
aversión por la Afrodita vulgar, la grandeza del alma y la pequenez
de las envolturas carnales; luego se abren prácticamente en nuestra
civilización occidental, inspiradas por estos preceptos idealistas,
extrañas y venenosas flores del mal: el matrimonio burgués, el
adulterio que lo acompaña siempre como contrapunto, la neurosis
familiar y familiarista, la mentira y la hipocresía, el disfraz y el
engaño, el prejuicio monógamo, la libido melancólica, la
feudalización del sexo, la misoginia generalizada, la prostitución
extendida en las aceras y en los hogares sujetos al impuesto sobre
las grandes fortunas. Y también la figura del inhibido violento. La
cerebralización del amor y su devenir platónico vuelven
paradójicamente más vulgares las prácticas sexuadas. La dureza del
ascetismo platónico cristianizado engendra y genera numerosos
sufrimientos, dolores, penas y frustraciones. Terapeutas, médicos y
sexólogos lo atestiguarían: la miseria de las carnes gobierna el
mundo.
El
cuerpo glorioso alzado al pináculo conduce indefectiblemente al
cuerpo real a los tugurios, a los burdeles o al diván de los
psicoanalistas. En lugar del logro exitoso de las disposiciones
hedonistas, lúdicas, gozosas y voluptuosas, los dos milenios
cristianos no han producido más que odio a la vida y
la incrustación de la existencia en la renuncia, la compostura, la
moderación, la prudencia, la reserva y la sospecha generalizada con
respecto al otro.
La
muerte triunfa como el modelo de las fijaciones e inmovilidades
reivindicadas: la pareja, la fidelidad, la monogamia, la paternidad,
la maternidad, la heterosexualidad y todas las figuras sociales que
absorben y aprisionan la energía sexual para enjaularla,
domesticarla y constreñirla al estilo de los bon-sais, en
convulsiones y estrecheces, en torsiones y obstáculos, en tensiones
e impedimentos. La religión y la filosofía dominantes se han
asociado siempre, hoy también, para lanzar una maldición contra la
vida. Una teoría del libertinaje supone, pues, reivindicar el
ateísmo en el terreno amoroso clásico y tradicional, a la par que
un materialismo combativo. Allí donde los vendedores de cilicios
triunfan con sus platijas, sus esferas y sus ostras, el libertino se
divierte con las travesuras del pez masturbador, el gruñido de los
cerdos de Epicuro y las libertades del erizo soltero.
En
Teoría del cuerpo enamorado, de Michel Onfray.
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