¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Zombi.

En tiempos de crisis parece que la figura del zombi sigue encontrando espacio en nuestro imaginario colectivo. Películas, series de televisión, videojuegos, cómics, novelas, apps para teléfonos celulares, flash-mobs, desfiles, ferias, fiestas y demás ocurrencias acerca de los muertos vivientes pueblan los proliferantes mercados de lo lúdico. Sin duda, en el campo de la comunicación permanece la incógnita de la hipertrofia zombi encarnada en productos de tanto éxito como The Walking Dead (Frank Darabont, 2010), la saga de Resident Evil, de la cual está prevista su quinta entrega el año que viene, o películas tan interesantes y recientes como 28 días después (Danny Boyle, 2002), Zombis party (Edgar Wright, 2004), La tierra de los muertos vivientes (George A. Romero, 2005), Fido (Andrew Currie, 2006), Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007), 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007) o Zombieland (Ruben Fleischer, 2009).

En este sentido, parece que el hombre actual usa su tiempo libre para exorcizar su miedo a la alienación consumiendo productos relacionados con estos monstruos. Ése es su modo de afrontar el propio pavor a que alguien (¿el anónimo poder?) devore su cerebro. Hay algo en nuestra modernidad ya madura que resuena siquiera inconscientemente en los redaños de nuestra cultura festiva. Emmanuel Levinas lo verbaliza claramente en su Totalidad e infinito (1961), convirtiéndose en profeta de nuestras derivas sociológico-culturales: “La alimentación, como medio de revigorización, es la transmutación de lo Otro en Mismo, que está en la esencia del gozo” (Levinas, 1997: 130). 



Lo dice el autor de la obra que nos ocupa del siguiente modo:

el zombi no reconoce esa desmesura del otro, o más concretamente, no conoce la otredad, y reduce a una equivalencia apetecible todo lo que sale a su paso. No es más que comida, piensa el zombi, por lo que su mirada no distingue, no recula ante la morfología del rostro humano. Es incapaz de leer el placer o el terror de su víctima (Fernández Gonzalo, 2011: 85).

Por todo esto, ante Filosofía Zombi, (…) uno lo primero que hace es pensar en la eterna reflexividad de la lechuza de Minerva. Si la filosofía es el arte del pensar y en Occidente ésta se ha convertido en un hábito estrictamente nihilista y dominador, tal y como ha denunciado Heidegger en su análisis de la filosofía occidental, poniéndolo en función de la técnica, podríamos decir que la metástasis del “pienso luego existo” cartesiano ha devenido en “como luego subsisto”. El zombi sería pues el icono perfecto de este, nuestro insistente hábito cultural de considerar no sólo la realidad sino al vecino, al compañero, al amigo, al amante o a los familiares, esto es, al otro, como mero combustible al servicio de nuestro egoísta disfrute.

Así lo dice el autor:

en esa reducción que la economía de mercado hace de todos y cada uno de nosotros como consumidores no estamos muy lejos de esos otros consumidores por antonomasia que son los no-muertos (Fernández Gonzalo, 2011: 53).

En este sentido, la insistencia contumaz de nuestra cultura en esa carne apaleada y apelmazada de los caminantes o merodeadores no es en absoluto gratuita, sino que sería justificada por la más minuciosa inspección del estado de las cosas. Este libro intenta dar fe de ello desde una prosa nietzscheana, ágil, un tanto circular pero bella, que confiesa una y otra vez, esta impedimenta reflexiva que no es la de los demás sino la propia, llevando esto hasta el máximo paroxismo en su afirmación final, según la cual nuestra sociedad, la industria del libro, el lector e incluso el mismo autor que ha escrito estas páginas son productos esencialmente zombis. Acaba literalmente afirmando:

No existe el autor, autor de carne y hueso (y vísceras), sino su simulacro zombi, adherido a los designios de la moda. Su legitimidad como artífice del producto estaría ahora por los suelos: el libro es de todos, o cuando menos estéticamente pertenece al lector, y aunque el creador escriba la obra y cobre por ello, su posición dentro de ésta ha perdido relevancia, una relevancia que no es otra cosa que una función social y legislativa (a alguien tiene que culpar el poder si el libro mete la pata). Entonces, la literatura ya no es el conjunto de obras, sino los mecanismos que participan de su producción, del mismo modo que la economía no es un lote de mercancía sino toda una serie de prácticas relacionadas con el intercambio, la plusvalía y el consumo. De hecho, estas páginas fueron escritas por un zombi entre otros (Fernández Gonzalo, 2011: 204).



(…) Pese a todo, entre la sonámbula pirotecnia expresiva y el embrujo del barroquismo obsesionado por el eterno retorno de lo mismo, aparecen las diferencias, las fallas, las líneas de fuerza que protagonizan este paseo intelectual por ese plano de inmanencia hojaldrado (zombi) del que hablaban Deleuze y Guattari, en su ¿Qué es la filosofía? Este ligero ensayo toma prestados a los muertos vivientes que nos invaden por diferentes y los usa como boomerangs post-estructuralistas, asimilando su mensaje al de la famosa y controvertida frase de Las palabras y las cosas (1968) según la cual “el hombre es un invento reciente” (Foucault, 1997: 9). Como el mismo Fernández Gonzalo afirma: “en la construcción del hombre en tanto que ser moral había intereses de orden político y socioeconómico, lo que obliga, bien mirado, a revisar los conceptos y discursos que teníamos por herencia cuando ya todo ha llegado a su máximo desgaste” (Fernández Gonzalo, 2011: 102). La muerte del hombre supone, pues, el advenimiento del zombi, que no es más que “un problema de escritura (...) con el que infectar cualquiera de los signos que componen nuestros códigos culturales y, desde ahí, volver a pensarlos nuevamente” (Fernández Gonzalo, 2011: 197).

Se trata, pues, más de una pista de despegue de pensamientos que de un punto de llegada, más de un kit de sugerencias que de un estudio taxonómico de este fenómeno mítico. La metáfora zombi muestra en estas páginas sus infinitas líneas de conexión con el problema del hombre en la actualidad. Las fronteras que nuestra tradición logo-céntrica había establecido en torno a ese ente especial llamado hombre han sido pulverizadas por una plaga que la misma metafísica desarrollada durante la modernidad occidental llevaba dentro de sí. ¿Cuál es ahora la diferencia entre el hombre y el animal, o entre el humano y el cyborg? (...)
 

Reseña de Filosofía Zombi, de Jorge Fernández Gonzalo, por Jorge Martínez Lucena.

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