¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Hay cosas que nunca se podrán explicar con palabras.

Pondré cara de tonto si lo dice, y él me dará la espalda, que es lo que yo haría si estuviese en su lugar. El último segundo antes de dormir lo usó para murmurar, tal vez hablando consigo mismo, tal vez con el colega, Hay cosas que nunca se podrán explicar con palabras.

No es exactamente así. Hubo un tiempo en que las palabras eran tan pocas que ni siquiera las teníamos para expresar algo tan simple como Esta boca es mía, o Esa boca es tuya, y mucho menos para preguntar Por qué tenemos las bocas juntas. A las personas de ahora ni les pasa por la cabeza el trabajo que costó crear estos vocablos, en primer lugar, y quién sabe si no habrá sido, de todo, lo más difícil, fue necesario comprender que se necesitaban, después, hubo que llegar a un consenso sobre el significado de sus efectos inmediatos, y finalmente, tarea que nunca acabará de completarse, imaginar las consecuencias que podrían advenir, a medio y a largo plazo, de los dichos efectos y de los dichos vocablos.


Comparado con esto, y al contrario de lo que de forma tan concluyente el sentido común afirmó ayer noche, la invención de la rueda fue mera bambarria, como acabaría siéndolo el descubrimiento de la ley de la gravitación universal simplemente porque se le ocurrió a una manzana caer sobre la cabeza de Newton. La rueda se inventó y ahí sigue inventada para siempre jamás, en cuanto las palabras, esas y todas las demás, vinieron al mundo con un destino brumoso, difuso, el de ser organizaciones fonéticas y morfológicas de carácter eminentemente provisional, aunque, gracias, quizá, a la aureola heredada de su auroral creación, se empeñan en pasar, no tanto por sí mismas, sino por lo que de modo variable van significando y representando, por inmortales, imperecederas o eternas, según los gustos del clasificador.

Esta tendencia congénita a la que no sabrían ni podrían resistirse, se tornó, con el transcurrir del tiempo, en gravísimo y tal vez insoluble problema de comunicación, ya sea la colectiva de todos, ya sea la particular de tú a tú, cómo se ha podido confundir galgos y podencos, ovillos y madejas, usurpando las palabras el lugar de aquello que antes, mejor o peor, pretendían expresar, lo que acabó resultando, finalmente, te conozco mascarita, esta atronadora algazara de latas vacías, este cortejo carnavalesco de latones con rótulo pero sin nada dentro, o sólo, ya desvaneciéndose, el perfume evocador de los alimentos para el cuerpo y para el espíritu que algún día contuvieron y guardaban. A tan lejos de nuestros asuntos nos condujo esta frondosa reflexión sobre los orígenes y los destinos de las palabras, que ahora no tenemos otro remedio que volver al principio.

En El hombre duplicado, de José Saramago.


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