Hasta
ahora sonreíste siete veces. Por supuesto que las tengo contadas.
Hace un rato increíblemente largo que vengo mareándote con mis
palabras, por estrategia o por desesperación, y verte sonreír es
–me parece- la única huella que puede llegar a indicarme si voy
bien o si estoy perdido.
La
primera fue la más fácil. Las difíciles fueron desde la segunda en
adelante. Tu primera sonrisa fue automática, impersonal. Fue un
reflejo de la mía. Casi un acto de imitación involuntaria. Un tipo
joven se acerca a tu mesa, se te planta adelante y te dice “hola”
mientras sonríe y vos, que estabas absorta mirando hacia fuera,
hacia la calle, volvés de tu limbo y contestás aquella sonrisa con
una igual, o parecida.
A
partir de entonces las cosas se complicaron. Fue mucho más difícil
conseguir que soltaras la segunda. Porque este desconocido que era
–que sigo siendo- yo, sin dejar de sonreír, te pidió permiso para
ocupar la silla vacía de tu mesa. Unos minutos –prometí-, no
demasiados. Un rato, porque tenía que decirte algo. Entonces de tu
rostro se fue aquella sonrisa, la primera, la del reflejo o el
saludo, la que era nada más que un eco de la mía. Y en su lugar
quedaron la extrañeza, la incertidumbre, las cejas un poco
fruncidas, un ápice de temor. ¿Qué quería este desconocido? ¿De
dónde lo habían sacado?
Como
te sostuve esa mirada, como aguanté a pie firme este bochorno
precisamente por causa y por culpa de esa mirada tuya, no de esa pero
sí de otra nacida de los mismos ojos –la que tenías mientras
mirabas hacia fuera del café sin ver a nadie, ni a mí ni a los
otros, justo cuando yo pasaba corriendo por Suipacha-, como te la
sostuve, digo, vi que estabas a punto de decirme que no, que no podía
sentarme a tu mesa. ¿Dónde se ha visto que una chica acepte sin más
ni más a un desconocido en su mesa, sobre todo si el desconocido
tiene el traje desaliñado, la corbata floja y la cara empapada de
sudor, como si llevara unas cuantas cuadras lanzado a la carrera?
Ibas
a decirme que no, y si no lo habías hecho aún era porque en el
fondo te daba algo de pena. Fue por eso, porque se notaba en tu
rostro que ibas a decirme que no, aunque te diera pena, que alcé un
poco las manos como deteniéndote, y te rogué que me dejaras
hablarte de los uruguayos del Maracaná.
Para
eso sí que no estabas lista. No había modo de que lo estuvieras.
¿Quién hubiese podido estarlo? Te habrá sonado igual de loco que
si te hubiera dicho que quería contarte sobre la elaboración de
aserrín a base de manteca o sobre la inminente invasión de los
marcianos. Pero la sorpresa tuvo, me parece, la virtud de
desactivarte por un instante la decisión de echarme.
Y
en ese instante, como en el resto de esta media hora de locos, no me
quedó otra alternativa que seguir adelante. ¿Te fijaste cómo hacen
los chicos chiquitos, cuando se pegan sigilosos a las piernas de sus
madres mientras ellas están atareadas en otra cosa, para que los
alcen a upa aunque sea por reflejo y sin distraerse de lo que están
haciendo? Más o menos así me dejé caer en la silla frente a vos.
Sin dejar de hablar ni de mirarte, y sin atreverme a apoyar los codos
sobre la madera, como para que mi aterrizaje no fuese tan rotundo.
Para
disimular no tuve más opción que lanzarme a hablar, aunque no
supiese bien por dónde empezar y por dónde seguir. Arranqué por la
imagen que a mí mismo me cautivó la primera vez que alguien me puso
al tanto de esa historia: once jugadores vestidos de celeste en un
campo de juego, rodeados por doscientos mil brasileños que los
aplastan con su griterío furioso, a punto de empezar a jugar un
partido que no pueden ganar nunca.
Te
dije eso y tuve que hacer una pausa, porque si seguía amontonando
palabras esa imagen iba a perder su fuerza. Y noté que querías
seguir escuchando, y no por el arte que tengo para contar, sino
porque ese es un principio tan bello y tan prometedor para una
historia que a cualquiera que la escuche sólo le cabe seguir atento
para enterarse de lo que pasa con esos once muchachos.
Me
pareció entonces que era el momento de agregarte algunos datos que
te ubicasen mejor en esa trama. Año 1950, te dije, Campeonato
Mundial de Fútbol, partido final Brasil - Uruguay, Río de Janeiro,
16 de julio, tres y media de la tarde, te dije.
Esa
fue la segunda vez que sonreíste. Una sonrisa extrañada, a lo mejor
desconcertada, a lo peor compasiva, pero sonrisa al fin. Ya no tenías
temor de que este tipo locuaz de traje gris fuese un asesino serial o
un esquizofrénico. Podía ser un idiota, pero en una de esas, no. Y
la historia estaba buena. Por eso te seguí pintando el panorama, y
te conté que los brasileños llegaban a ese partido final después
de meterle siete goles a Suecia y seis a España. Y que Uruguay le
había ganado por un gol a los suecos y había empatado con los
españoles. Y que con el empate le alcazaba a Brasil para ser campeón
del mundo por primera vez.
Ahí
yo hice otra pausa, porque me pareció que tenías datos suficientes
como para que la historia fuera creciendo en tu cabeza. “¿Sabés
qué les dijo un dirigente uruguayo a sus jugadores, antes de salir a
jugar la final?”, te pregunté. Vos no sabías, cómo ibas a
saber. “-Traten de perder por poco. Intenten no comerse más de
cuatro-. Eso les dijo. Les pidió que evitaran el papelón de comerse
seis o siete. ¿Te imaginás?”, te pregunté. Y vos moviste la
cabeza diciendo que sí, y yo me quise morir viéndote así, porque
estabas imaginando lo que yo te estaba contando, y era una estupidez,
pero fue entonces, hace veinte minutos, que tuve la intuición fugaz
de que era el primer diálogo que teníamos en toda la vida. Vos
estabas ahí, o mejor dicho vos estabas ahí dejándome a mí también
estar ahí porque te estaba contando de los uruguayos. Era esa
historia la que me tenía todavía vivo en el incendio de tus ojos, y
por eso te seguí contando.
Esos
once muchachos vestidos de celeste entraron a cumplir con un trámite,
te dije. El de perder y volverse a casa. Para eso el Maracaná recién
estrenado, las portadas de los diarios impresas desde la mañana, el
discurso del presidente de la FIFA felicitando a los campeones en
portugués, la mayor multitud reunida jamás en una cancha, los
petardos haciendo temblar el suelo.
“Con
decirte –proseguí- que la banda de música que tenía que tocar el
himno nacional del ganador no tenía la partitura del himno
uruguayo”, y abriste mucho los ojos, y yo te pedí que no
abrieras los ojos así porque podías tumbarme al suelo con la onda
expansiva, y esa fue tu tercera sonrisa, con las mejillas un poco
rojas asimilando el piropo cursi y suburbano. Supongo que yo
–definitivamente enamorado- también me puse colorado, y salí del
paso contándote el partido, o lo que se sabe del partido, o lo que
no se sabe y todo el mundo ha inventado del partido. Un Brasil
lanzado a lo de siempre: a triturar a sus rivales, a engullir
seleccionados, a llenarle el arco de goles a todo el mundo, a
sepultar rápido los noventa minutos que los separaban de la gloria.
Un Uruguay chiquito, un Uruguay estorbo, un Uruguay que molesta y
pospone el paraíso. Un Uruguay ordenado y prolijo que le cierra
todos los agujeros y los caminos, y un primer tiempo que termina cero
a cero pero es casi lo mismo porque el empate le sirve a Brasil.
“Y
empieza el segundo tiempo y a los dos minutos –continué- Friaca
marca un gol para Brasil”. Entonces fruncí los labios y moví
las manos en ese gesto que quiere decir “listo, ya está, asunto
terminado”, y que vos interpretaste a la perfección, porque te
pusiste un poco triste.
“Imaginate
lo que era el Maracaná después del 1 a 0”, agregué. Los
uruguayos ya tenían que meter dos goles, y en realidad lo más
probable era que Brasil les metiera otros cuatro antes de que esos
pobres muchachos consiguieran llegar a la otra área.
Creo
que ese fue el momento más difícil. No digo de esa final del Mundo.
Me refiero a nuestra charla, o más bien a mi monólogo. Tal vez te
suene ridículo –en realidad lo lógico es que todo esto te suene
absolutamente ridículo-, pero evocar ese instante del gol de Friaca,
con todo el mundo enloquecido y feliz alrededor de esos once
uruguayos náufragos me hizo sentir a mí también el frío mortal de
la derrota. Y estuve a punto de rendirme, de ponerme de pie, de
ofrecerte la mano y despedirme con una disculpa por el tiempo que te
había hecho perder. No sé si te ha ocurrido, eso de entusiasmarte
hasta el paroxismo con alguna idea que apenas la echás a rodar se
vuelve harina y es nada más que pegote entre los dedos. Así quedé
yo en ese momento.
Pero
entonces me salvó tu cuarta sonrisa. Al principio no la vi, porque
me había quedado mirando tu pocillo vacío y el vaso de agua por la
mitad. Por eso me preguntaste “¿Y?”, como diciendo qué
pasó después, y entonces no tuve más remedio que alzar la vista y
mirarte. Tenías la cabeza apoyada en la mano, y el codo en la mesa y
los ojos en mí. Y tus labios todavía no habían desdibujado esa
sonrisa de curiosidad, de alguien que quiere que le sigan contando el
cuento.
No
me quedó más remedio –o lo elegí yo, es verdad, pero a veces es
más fácil elegir cuando uno piensa que no tiene más remedio- que
caminar hasta el fondo del arco y buscar la pelota para volver a
sacar del mediocampo. Recién, hace quince minutos, lo hice yo; en el
’50, en Río, lo hizo Obdulio Varela. El cinco. El capitán de los
celestes. Te dije que según la leyenda se pasó cinco minutos
discutiendo con el árbitro para enfriar el clima del estadio. Pero
son tantas las leyendas de esa tarde que si te las contaba todas no
iba a terminar nunca. Esos uruguayos, pobres, habrán gastado mucha
más saliva, a lo largo de sus vidas, desmintiendo las fábulas de lo
que no fue que relatando lo que sí pasó.
Se
reanudó el partido. Y yo, contándotelo, hice más o menos lo mismo.
A esa altura se supone que está todo dicho y todo hecho –te
situé-: Uruguay pudo resistir el primer tiempo completo. Ahora que
entró el primer gol tiene que entrar otro más, y otros dos, u otros
cuatro. Ahora la historia va a enderezarse y caminar derecha hacia
donde debe.
Pero
el asunto se escribe de otro modo. Porque ese gol que Friaca acaba de
meter no es solamente el primero de Brasil en esa tarde. También es
el último. Nadie lo sabe, por supuesto. Ni los brasileños que
juegan ni los brasileños que miran ni los brasileños que escuchan.
Pero los once celestes sí parecen tenerlo claro.
Tan
claro que siguen jugando como si nada. Como si más allá de las
líneas de cal se hubiese acabado para siempre el mundo. Tal vez por
eso, porque están decididos ni más ni menos que a jugar al fútbol,
desborda la camiseta celeste de Ghiggia por derecha, envía el centro
y Schiaffino la manda guardar en el arco de Barbosa, que no lo sabe
pero acaba de empezar a morir; aunque todavía le falten cincuenta
años hasta que de verdad se muera.
No
sé si en otros deportes esas cosas son posibles. En el fútbol sí.
Nada es para siempre, ni definitivo, ni imposible. ¿Será por eso
que es tan lindo? Faltan diez, nueve minutos para que Brasil sea
campeón con el empate. Pero Ghiggia se la toca a Pérez que se la
devuelve profunda, como en el primer gol, por la derecha, hacia el
área. El puntero celeste lo encara a Bigode y lo deja de seña,
aunque se acerca peligrosamente al fondo y eso lo deja sin ángulo de
disparo. Lo lógico es que Ghiggia tire el centro. Eso es lo que
esperan sus compañeros, que le piden impacientes la pelota. Es lo
que esperan los defensores brasileños, que tratan de marcarlos. Y es
lo que espera el pobre Barbosa, que se mueve apenas hacia su derecha
para anticipar el envío.
Ahí
vino tu quinta sonrisa. Fue de nervios. Faltó que te pusieras de pie
para ver mejor, como hacen los plateístas en la cancha en las
jugadas de riesgo. Esa fue la menos mía de todas tus sonrisas. Pero
no me molestó, casi al contrario. Esa sonrisa fue toda para Ghiggia,
para alentarlo a lograr lo que en apariencia no podía salirle: sacar
el balinazo al primer palo, meter el balón entre Barbosa y el poste.
Prolongaste tu sonrisa para acompañarlo en su carrera con los brazos
en alto, esa carrera a solas, a solas porque sus compañeros
simplemente no pueden creer que la pelota haya entrado por donde no
había sitio para que entrase.
A
esa altura me faltaba contarte poco. El público enmudeció de pavor,
y a los jugadores de Brasil el alma se les llenó de malezas heladas.
Y ahí llegó tu sexta sonrisa. Esta fue confiada. Ya habías
entendido cómo terminaba la historia. Lo único que querías era que
te lo confirmase. Te agregué una última leyenda, porque aunque tal
vez también esa sea mentira, de todos modos es hermosa. Con el
tiempo cumplido, cayó un centro al área de Uruguay. El uruguayo
Schubert Gambetta alzó los brazos y tomó la pelota con las manos.
Sus compañeros se querían morir. ¿Cómo va a cometer ese penal
infantil en una final del Mundo, con el tiempo cumplido? Lo increpan,
lo insultan. Gambetta los mira sin entenderlos. Se defiende, tal vez
a los gritos, tal vez lo hace llorando. Les dice que miren al
árbitro. Les pregunta si no lo escucharon. Porque aunque parezca
imposible, Gambetta es el único que ha escuchado el pitazo final. Es
el único que ha sido capaz de discriminar de entre todos los ruidos
–el de la pelota, el de las voces, el del pánico- el sonido del
silbato. Los demás terminan por entender que es cierto: el partido
ha terminado, Uruguay es campeón del mundo.
Y
cuando hice un segundo de silencio después de la palabra “mundo”,
tu séptima sonrisa se iluminó del todo, en el alborozo de saber que
esos once muchachos de celeste habían sido capaces de saltar todas
las trampas del destino para volverse a Montevideo con la Copa. La
tortuga que derrota a la liebre, el mendigo hecho príncipe, David
contra Goliat, pero con pelota.
Si
hubiese ganado Brasil nadie se acordaría demasiado del 16 de julio
de 1950. Lo normal no se recuerda casi nunca. Pero ganó Uruguay, un
partido que si se hubiese jugado mil veces Uruguay debería haber
perdido novecientas cincuenta y empatado cuarenta y nueve. Pero de
las mil alternativas Dios quiso que cayera esta: Uruguay da el
batacazo más resonante de la historia del fútbol, y más de medio
siglo después yo me acerco a tu mesa y te lo cuento.
Hoy
es 28 de julio. Pero si vos ahora me decís que me levante y me vaya,
da lo mismo que sea 37 de noviembre. Lo del 37 de noviembre te lo
dije recién, hace dos minutos, pero tu sonrisa no llegó a ser
porque viste mi expresión seria y te contuviste. Porque ahora hablo
más en serio que en todo el resto de esta media hora que llevo
sentado enfrente tuyo. Y si vos ahora me decís que me vaya, yo me
levanto, dejo tres pesos por el café, te saludo alzando una mano, me
mando mudar y sigo por Suipacha para el lado de Lavalle. Y vos de
nuevo te ponés a mirar por la vidriera.
Igual
andá con cuidado, porque es muy probable que si reincidís en eso de
mirar hacia afuera con esos ojos que tenés, otro tipo haga lo mismo
que yo, se enamore y entre. Más difícil será que te cuente una
historia como esta que acabo de contarte, pero algo se le ocurrirá,
mientras intenta no perderte. Pero bueno, pongamos que eso no sucede,
y el resto de los hombres te deja en paz, mirando hacia la calle. En
ese caso, de aquí a unos minutos se te irán borrando de la memoria
los tonos de mi voz y los detalles de mi cara.
Y
ahora viene lo más difícil. El problema es que los uruguayos pueden
acompañarme hasta aquí y nada más. De ahora en adelante es
imposible. Y mirá que, para esos tipos, no parece haber muchas cosas
imposibles. Pero lo que falta por hacer es asunto mío. O mío y
tuyo, pero no de ellos.
Lo
que me falta contarte es el final, o el principio, según se mire. Me
falta hablarte de mí, hace media hora, corriendo como un loco por
Suipacha hacia Corrientes. Tarde, tardísimo, porque hoy todo me
salió al revés desde el momento mismo en que abrí los ojos, esta
mañana. El despertador que no sonó, o que me olvidé de poner, el
golpe que me di con el borde de la puerta en plena frente, los dos
colectivos que pasaron llenos y me dejaron de seña en la parada, el
subte que fui a tomar desesperado por no llegar tardísimo al trabajo
y que hizo que fuera corriendo por Suipacha desde Rivadavia y no
desde Paraguay, y el semáforo de Corrientes que pasa al verde diez
segundos antes de que llegue a la esquina y los autos que arrancan y
yo que me agacho con las manos sobre los muslos intentando recuperar
un poco el aliento, mientras giro de espaldas a la calle y me topo
con el bar y con tu codo en la mesa y tu cabeza en la mano y tu
mirada en el vidrio pero viendo nada.
No
importa lo primero que pensé al verte. O sí, pero no es el momento.
Tal vez haya oportunidad, alguna vez, de decírtelo. Depende.
Lo
que sí puedo contarte es que en ese momento, mientras me asaltaba el
dilema de volverme hacia Corrientes y seguir corriendo hasta Lavalle
o entrar a encararte es que vinieron los uruguayos. Llegaron en ese
momento. Los once: Máspoli; González y Tejera; Gambetta, Varela y
Rodríguez; Ghiggia, Pérez, Migue, Schiaffino y Morán.
Te
parecerá tonto, pero esos uruguayos del Maracaná me sirven de
talismán. No siempre. Sólo recurro a ellos en situaciones
difíciles. A veces recito la formación, como rezando. O me los
imagino en el momento de entrar a la cancha con cara de “griten
todo lo que quieran, que nos importa un carajo”. O lo veo a
Ghiggia en el momento de meter el balón por el ojo incrédulo de la
aguja de Barbosa. Si Uruguay pudo en el ’50, me dije... en una de
esas quién te dice.
Por
eso me desentendí del semáforo y de la calle Corrientes y entré al
bar y caminé hasta tu mesa y te sonreí y vos, por reflejo, me
devolviste tu primera sonrisa. Pero como te dije hace un rato el
problema no son tus primeras siete sonrisas. El asunto es la que
viene.
Tengo
novecientas noventa y nueve chances de que me digas que me vaya, y
una sola de que me pidas que me quede.
Porque
ponele que yo ahora termino y vos sonreís: alguien lo mira de afuera
y puede decir “¿Y qué tiene que ver que sonría? Puede sonreír
porque piensa que estás loco, o que sos un tarado”, y es
cierto, puede ser por eso. Y en una de esas es verdad.
Pero
también puede ser que no, que sonrías porque te gusté, o porque te
gustó la historia que acabo de contarte. O las dos cosas: a lo mejor
te gustamos mi historia y yo, y a lo mejor te estás diciendo que en
una de esas para vos también este es un día especial. Un día
distinto, ese día diferente a todos los otros días en que las cosas
se salen de la lógica y la vida cambia para siempre, y a lo mejor
pensás eso a medida que yo te lo digo y en tu cabeza se abre la
pregunta de si no será una buena idea seguirme la corriente, por lo
menos hasta dentro de medio minuto cuanto te invite al cine y a
cenar, o hasta dentro de un mes o hasta dentro de un año o hasta
dentro de cuarenta.
Y
puede que ahora sonrías una sonrisa que me indique a mí, que llevo
media hora intentando leer las señales de tu rostro, que hoy no sonó
el despertador y me pegué con el filo de la puerta y perdí los
colectivos y corrí hasta el subte y vine corriendo desde Rivadavia y
me cortó el semáforo y giré y vos estabas sentada en el café nada
más que para esto, para que yo me atreva a rozar tu mano con la mía
y vos de un respingo y me mires a los ojos con tus ojos como lunas y
yo te sonría y vos también me sonrías, pero no con una sonrisa
cualquiera sino con esta que te digo y que vos estás empezando a
poner, ¿ves? Así: una sonrisa exactamente así.
Eduardo
Sacheri.
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