¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 30 de diciembre de 2019

La erosión del otro.

(…) En tiempos recientes se ha proclamado con frecuencia el final del amor. Se piensa que hoy el amor perece por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el amor. También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Eva Illouz, en su obra ¿Por qué duele el amor?, atribuye este enfriamiento a la racionalización del amor y a la ampliación de la tecnología de la elección. Pero estas teorías sociológicas desconocen que hoy está en marcha algo que ataca al amor más que la libertad sin fin o las posibilidades ilimitadas.

 


No solo el exceso de oferta de otros otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. En realidad, el hecho de que el otro desaparezca es un proceso dramático, pero se trata de un proceso que progresa sin que, por desgracia, muchos lo adviertan.

El Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo. Por eso, en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más, no hay ninguna experiencia erótica. Esta presupone la asimetría y exterioridad del otro. El otro, que yo deseo y que me fascina, carece de lugar.

Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo. En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad. Solo hay significaciones allí donde él se reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo.

La depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro.

Eros y depresión son opuestos entre sí. El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito. Los éxitos llevan consigo una confirmación del uno por el otro. Ahora bien, el otro, despojado de su alteridad, queda degradado a la condición de espejo del uno, al que confirma en su ego. Esta lógica del reconocimiento atrapa en su ego, aún más profundamente, al sujeto narcisista del rendimiento. Con ello se desarrolla una depresión del éxito. El sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo.

En cambio, el Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El Eros pone en marcha un voluntario desreconocimiento de sí mismo, un voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del otro. Hoy solo un apocalipsis puede liberarnos, es más, redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro.

En La agonía del Eros, de Byung-Chul Han.


viernes, 27 de diciembre de 2019

Elogio de la sombra.

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.

Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.

Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.

Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.

De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.

Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.

Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.

Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.

                                                    Jorge Luis Borges.

 

martes, 17 de diciembre de 2019

He soñado en un sueño.

 

He soñado en un sueño y veía una ciudad invencible bajo

los ataques de todo el resto de la tierra. 


He soñado que ésta era la nueva ciudad de los amigos,

nada era allí tan grande como la virtud del sólido amor,

que primaba sobre el resto.


Esto se comprobaba a cada hora en los actos de los hombres

de aquella ciudad,

y en todas sus miradas y palabras.

 

                                    En Hojas de hierba, de Walt Whitman.

 

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Nuestros recuerdos.

A ochenta millas de proa al viento maestral el hombre llega a la ciudad de Eufamia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada.

Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde en cada solsticio y cada equinoccio intercambiamos nuestros recuerdos.

En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino.

martes, 10 de diciembre de 2019

Everything and nothing.

Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de la especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que hablaría un contemporáneo; después consideró que en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro.



Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras "no soy lo que soy". La identidad fundamental de existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.

Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testamento que conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.

La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: "Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo". La voz de Dios le contestó desde un torbellino: "Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie".

En El hacedor, de Jorge Luis Borges.

 

lunes, 9 de diciembre de 2019

Para vestirte hoy.

Puedo acariciar tu voz, ser tu desierto
y mirarte horas enteras.
Puedo acercarme a vos y no ser tan terco,
pisando la basura del puerto...



Desde el mar no hay piedad, si vos no te mojás.
Se cansó la ansiedad, la pena y el dolor.

Puedo desestructurar todo tu misterio,
pecando sin pensar en lo bueno.
Amarrarme a tu sol, ser más sincero,
en medio del calor de febrero...

Y contar cada luz que nos hace temblar.
Desnudar la canción para vestirte hoy.

Puedo descontracturar todo tu veneno,
y hacerlo caracol en el suelo.
No parar de festejar cada fragmento
y darme el gusto de que sea nuestro...

Despertar en el mar y ser la espuma gris.
Desnudar la canción para vestirte hoy.

                                                              Lisandro Aristimuño.


martes, 3 de diciembre de 2019

La guerra que vendrá.

La guerra que vendrá no es la primera.

Hubo otras guerras.

Al final de la última hubo vencedores y vencidos.

Entre los vencidos, el pueblo llano pasaba hambre.

Entre los vencedores el pueblo llano la pasaba también.


                                                                        En Poemas y canciones, de Bertolt Brecht.

 

lunes, 7 de octubre de 2019

El bar.

La esperanza prospera aun bajo las condiciones más inadecuadas. Una noche, la bruja más vieja del salón anunció que pronto llegaría un ángel y que su llegada nos permitiría hallar una puerta. Nos recomendó que estuviéramos atentos a las señales: una lluvia interior, unos vientos de pasillo, unas pequeñas solemnidades teatrales.

Más tarde, circularon rumores subsidiarios: faltaba poco, la puerta estaría pintada de verde, el ángel sería en realidad una mujer.


Una madrugada, en medio de uno de nuestros más densos aburrimientos, una voz anunció:

- Señores, ha llegado el ángel.

Inmediatamente apareció una mujer, más bien terrestre, a la que no habíamos visto nunca. También pudimos registrar una brisa helada, un mínimo rocío de yeso y un parpadeo de las luces.

El ángel, llamémoslo así, encaró al rubio Bernardi y le dijo, dándose aires de esfinge, que iba a someterlo a unas pruebas, de cuyo resultado iba a depender la suerte de todos. Entonces, comenzó una serie de ínfimas adivinanzas, torpemente montadas como alegorías. Señalando dos copas, la mujer dijo que una representaba el determinismo y otra el libre albedrío. Enseguida, pidió a Bernardi que eligiera. El rubio objetó que, si era cierto que podía elegir, las dos copas eran las del libre albedrío. Y se las tomó una tras otra.

Un poco borracho, el violinista Graciani declaró que tal vez todo aquello estaba escrito, en cuyo caso, las dos copas eran las de la fatalidad. Después, la mujer se refirió a las dos flores que adornaban su pelo. Y juró que una era el pasado y otra, el porvenir. Pidió entonces a Bernardi que tomara sólo una de ellas. Pero el hombre le había tomado el gusto a la astucia de suspender el juicio y se apoderó de una flor que el ángel tenía en el escote.

El resto fue fácil. La mujer mostró los ya célebres libros de la verdad y la mentira, que dicen la misma cosa. Y también los dados de la suerte y la desgracia. Bernardi, embalado, siguió floreándose en la simple negación de dualidades, que suele dar renombre de sabio en los foros poco exigentes.

Finalmente, la mujer señaló a dos muchachas y prometió que una cerraba todas las puertas con sus besos y que la otra las abría. El rubio fue convidado a la última y definitiva elección. Bernardi, que ya tenía bastante besadas a las dos chicas, se prendió con el ángel, más allá de toda consideración de neutralidad.

Sosegadas las caricias, la mujer señaló una puerta cualquiera y dijo que ésa era la salida. Algunos se apresuraron a atravesarla, entre ellos, el rubio Bernardi. Desde luego, la mayoría de nosotros ni se movió de su silla. La mujer se esfumó. Al rato, Bernardi y sus seguidores regresaron. Nos miraron como si no nos conocieran, se presentaron ceremoniosamente y nos dijeron que habían escapado de un bar, del que era imposible salir.

En Bar del infierno, de Alejandro Dolina.

martes, 1 de octubre de 2019

El retrato oval.

El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento -pues era ya de noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.

   

Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda media noche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.

El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.

Ya no podía ni quería dudar de qué estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.

Como ya he dicho, el retrato representaba una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parecía mucho al estilo de las cabezas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser tan admirable como aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen.

Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida con el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oírle hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquélla que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “Ciertamente ésta es la Vida misma”. Y volviose de improviso para mirar a su amada. ¡Estaba muerta!”.

Edgar Allan Poe.

 

lunes, 30 de septiembre de 2019

El hechizo de la metamorfosis.
























Yo creo que el hombre griego se sentía también anulado en presencia del coro de sátiros, y el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que las instituciones políticas y la sociedad, en una palabra, los abismos que separan a los hombres los unos de los otros, desaparecían ante un sentimiento irresistible que los conducía al estado de identificación primaria con la Naturaleza.

 

En El origen de la tragedia, de Friedrich Nietzsche.


miércoles, 25 de septiembre de 2019

Para escuchar con audífonos.

Un técnico me lo explicó, pero no comprendí mucho. Cuando se escucha un disco con audífonos (no todos los discos, pero sí justamente los que no deberían hacer eso), ocurre que en la fracción de segundo que precede al primer sonido se alcanza a percibir, debilísimamente, ese primer sonido que va a resonar un instante después con toda su fuerza. A veces uno no se da cuenta, pero cuando se está esperando un cuarteto de cuerdas o un madrigal o un lied, el casi imperceptible pre-eco no tiene nada de agradable. Un eco que se respete debe venir después, no antes, qué clase de eco es ése. Estoy escuchando las Variaciones Reales de Orlando Gibbons, y entre una y otra, justamente allí en esa breve noche de los oídos que se preparan a la nueva irrupción del sonido, un lejanísimo acorde o las primeras notas de la melodía se inscriben en una audición como microbiana, algo que nada tiene que ver con lo que va a empezar medio segundo después y que sin embargo es su parodia, su burla infinitesimal. Elizabeth Schumann va a cantar Du bist die Ruh, hay ese aire habitado de todo fondo de disco por perfecto que sea y que nos pone en un estado de tensa espera, de dedicación total a eso que va a empezar, y entonces desde el ultrafondo del silencio alcanzamos horriblemente a oír una voz de bacteria o de robot que inframínimamente canta Du bist, se corta, hay todavía una fracción de silencio, y la voz de la cantante surge con toda su fuerza, Du bist die Ruh de veras. (El ejemplo es pésimo, porque antes de que la soprano empiece a cantar hay un preludio del piano, y son las dos o tres notas iniciales del piano las que nos llegan por esa vía subliminal de que hablo; pero como ya se habrá entendido (por compartido, supongo) lo que digo, no vale la pena cambiar el ejemplo por otro más atinado; pienso que esta enfermedad fonográfica es ya bien conocida y padecida por todos).

Mi amigo el técnico me explicó que este pre-eco, que hasta ese momento me había parecido inconcebible, era resultado de esas cosas que pasan cuando hay toda clase de circuitos, feedbacks, alimentación electrónica y otros vocabularios ad-hoc. Lo que yo entendía por pre-eco, y que en buena y sana lógica temporal me parecía imposible, resultó ser algo perfectamente comprensible para mi amigo, aunque yo seguí sin entenderlo y poco me importó. Una vez más un misterio era explicado, el de que antes de que usted empiece a cantar el disco contiene ya el comienzo de su canto, pero resulta que no es así, usted empezó a partir del silencio y el pre-eco no es más que un retardo mecánico que se pre-graba con relación a, etc. Lo que no impide que cuando en el negro y cóncavo universo de los audífonos estamos esperando el arranque de un cuarteto de Mozart, los cuatro grillitos que se mandan la instantánea parodia un décimo de segundo antes nos caen más bien atravesados, y nadie entiende cómo las compañías de discos no han resuelto un problema que no parece insoluble ni mucho menos a la luz de todo lo que sus técnicos llevan resuelto desde el día en que Thomas Alva Edison se acercó a la corneta y dijo, para siempre, Mary had a little lamb.

Si me acuerdo de esto (porque me fastidia cada vez que escucho uno de esos discos en que los pre-ecos son tan exasperantes como los ronroneos de Glenn Gould mientras toca el piano) es sobre todo porque en estos últimos años les he tomado un gran cariño a los audífonos. Me llegaron muy tarde, y durante mucho tiempo los creí un mero recurso ocasional, enclave momentáneo para librar a parientes o vecinos de mis preferencias en materia de Varese, Nono, Lutoslavski o Cat Anderson, músicos más bien resonantes después de las diez de la noche. Y hay que decir que al principio el mero hecho de calzármelos en las orejas me molestaba, me ofendía; el aro ciñendo la cabeza, el cable enredándose en los hombros y los brazos, no poder ir a buscar un trago, sentirse bruscamente tan aislado del exterior, envuelto en un silencio fosforescente que no es el silencio de las casas y las cosas.

Nunca se sabe cuándo se dan los grandes saltos; de golpe me gustó escuchar jazz y música de cámara con los audífonos. Hasta ese momento había tenido una alta idea de mis altoparlantes Rogers, adquiridos en Londres después de una sabihonda disertación de un empleado de Imhof que me había vendido un Beomaster pero no le gustaban los altoparlantes de esa marca (tema razón), pero ahora empecé a darme cuenta de que el sonido abierto era menos perfecto, menos sutil que su paso directo del audífono al oído. Incluso lo malo, es decir el pre-eco en algunos discos, probaba una acuidad más extrema de la reproducción sonora; ya no me molestaba el leve peso en la cabeza, la prisión psicológica y los eventuales enredos del cable.

Me acordé de los lejanísimos tiempos en que asistí al nacimiento de la radio en la Argentina, de los primeros receptores con piedra de galena y lo que llamábamos "teléfonos", no demasiado diferentes de los audífonos actuales salvo el peso. También en materia de radio los primeros altoparlantes eran menos fieles que los "teléfonos", aunque no tardaron en eliminarlos totalmente porque no se podía pretender que toda la familia escuchara el partido de fútbol con otros tantos artefactos en la cabeza. Quién iba a decimos que sesenta años más tarde los audífonos volverían a imponerse en el mundo del disco, y que de paso -horresco referens- servirían para escuchar radio en su forma más estúpida y alienante como nos es dado presenciar en las calles y las plazas donde gentes nos pasan al lado como zombies desde una dimensión diferente y hostil, burbujas de desprecio o rencor o simplemente idiotez o moda y por ahí, andá a saber, uno que otro justificadamente separado del montón, no juzgable, no culpable. Nomenclaturas acaso significativas: los altavoces también se llaman altoparlantes en español, y los idiomas que conozco se sirven de la misma imagen: loud-speaker, haut-parleur. En cambio los audífonos, que entre nosotros empezaron por llamarse "teléfonos" y después "auriculares", llegan al inglés bajo la forma de earphones y al francés como casques d'écoute. Hay algo más sutil y refinado en estas vacilaciones y variantes; basta advertir que en el caso de los altavoces, se tiende a centrar su función en la palabra más que en la música (parlante/speaker/parleur), mientras que los audífonos tienen un espectro semántico más amplio, son el término más sofisticado de la reproducción sonora.

Me fascina que la mujer que está a mi lado escuche discos con audífonos, que su rostro refleje sin, que ella lo sepa todo lo que está sucediendo en esa pequeña noche interior, en esa intimidad total de la música y sus oídos. Si también yo estoy escuchando, las reacciones que veo en su boca o sus ojos son explicables, pero cuando sólo ella lo hace hay algo de fascinante en esos pasajes, esas transformaciones instantáneas de la expresión, esos leves gestos de las manos que convierten ritmos y sonidos en movimientos gestuales, música en teatro, melodía en escultura animada. Por momentos me olvido de la realidad, y los audífonos en su cabeza me parecen los electrodos de un nuevo Frankenstein llevando la chispa vital a una imagen de cera, animándola poco a poco, haciéndola salir de la inmovilidad con que creemos escuchar la música y que no es tal para un observador exterior. Ese rostro de mujer se vuelve una luna reflejando la luz ajena, luz cambiante que hace pasar por sus valles y sus colinas un incesante juego de matices, de velos, de ligeras sonrisas o de breves lluvias de tristeza. Luna de la música, última consecuencia erótica de un remoto, complejo proceso casi inconcebible. ¿Casi inconcebible? Escucho desde los audífonos la grabación de un cuarteto de Bartok, y siento desde lo más hondo un puro contacto con esa música que se cumple en su tiempo propio y simultáneamente en el mío. Pero después, pensando en el disco que duerme ya en su estante junto con tantos otros, empiezo a imaginar decursos, puentes, etapas, y es el vértigo frente a ese proceso cuyo término he sido una vez más hace unos minutos. Imposible describirlo -o meramente seguirlo en todos sus pasos, pero acaso se pueden ver las eminencias, los picos del complejísimo gráfico. Principia por un músico húngaro que inventa, transmuta y comunica una estructura sonora bajo la forma de un cuarteto de cuerdas. A través de mecanismos sensoriales y estéticos, y de la técnica de su transcripción inteligible, esa estructura se cifra en el papel pentagramado que un día será leído y escogido por cuatro instrumentistas; operando a la inversa el proceso de creación, estos músicos transmutarán los signos de la partitura en materia sonora. A partir de ese retorno a la fuente original, el camino se proyectará hacia adelante; múltiples fenómenos físicos nacidos de violines y violoncellos convertirán los signos musicales en elementos acústicos que serán captados por un micrófono y transformados en impulsos eléctricos; estos serán a su vez convertidos en vibraciones mecánicas que impresionarán una placa fonográfica de la que saldrá el disco que ahora duerme en su estante. Por su parte el disco ha sido objeto de una lectura mecánica, provocando las vibraciones de un diamante en el surco (ese momento es el más prodigioso en el plano material, el más inconcebible en términos no científicos), y entra ahora en juego un sistema electrónico de traducción de los impulsos a señales acústicas, su devolución al campo del sonido a través de altavoces o de audífonos más allá de los cuales los oídos están esperando en su condición de micrófonos para a su vez comunicar los signos sonoros a un laboratorio central del que en el fondo no tenemos la menor idea útil, pero que hace media hora me ha dado el cuarteto de Bela Bartok en el otro vertiginoso extremo de ese recorrido que a pocos se les ocurre imaginar mientras escuchan discos como si fuera la cosa más sencilla de este mundo.

Cuando entro en mi audífono, cuando las manos lo calzan en la cabeza con cuidado porque tengo una cabeza delicada y además y sobre todo los audífonos son delicados, es curioso que la impresión sea la contraria, soy yo el que entra en mi audífono, el que asoma la cabeza a una noche diferente, a una oscuridad otra. Afuera nada parece haber cambiado, el salón con sus lámparas, Carol que lee un libro de Virginia Woolf en el sillón de enfrente, los cigarrillos, Flanelle que juega con una pelota de papel, lo mismo, lo de ahí, lo nuestro, una noche más, y ya nada es lo mismo porque el silencio del afuera amortiguado por los aros de caucho que las manos ajustan cede a un silencio diferente, un silencio interior, el planetario flotante de la sangre, la caverna del cráneo, los oídos abriéndose a otra escucha, y apenas puesto el disco ese silencio como de viva espera, un terciopelo de silencio, un tacto de silencio, algo que tiene de flotación intergaláxica, de música de esferas, un silencio que es un jadeo silencio, un silencioso frote de grillos estelares, una concentración de espera (apenas dos, cuatro segundos), ya la aguja corre por el silencio previo y lo concentra en una felpa negra (a veces roja o verde), un silencio fosfeno hasta que estalla la primera nota o un acorde también adentro, de mi lado, la música en el centro del cráneo de cristal que vi en el British Museum, que contenía el cosmos centelleante en lo más hondo de la transparencia, así la música no viene del audífono, es como si surgiera de mí mismo, soy mi oyente, espacio puro en el que late el ritmo y urde la melodía su progresiva telaraña en pleno centro de la gruta negra.

Cómo no pensar, después, que de alguna manera la poesía es una palabra que se escucha con audífonos invisibles apenas el poema comienza a ejercer su encantamiento. Podemos abstraemos con un cuento o una novela, vivirlos en un plano que es más suyo que nuestro en el tiempo de lectura, pero el sistema de comunicación se mantiene ligado al de la vida circundante, la información sigue siendo información por más estética, elíptica, simbólica que se vuelva. En cambio el poema comunica el poema, y no quiere ni puede comunicar otra cosa. Su razón de nacer y de ser lo vuelve interiorización de una interioridad, exactamente como los audífonos que eliminan el puente de fuera hacia adentro y viceversa para crear un estado exclusivamente interno, presencia y vivencia de la música que parece venir desde lo hondo de la caverna negra.

Nadie lo vio mejor que Rainer María Rilke en el primero de los sonetos a Orfeo:

O Orpheus singt! o Hoher Baum im Ohr!
Orfeo canta. IOh, alto árbol en el oído!

Arbol interior: la primera maraña instantánea de un cuarteto de Brahms o de Lutoslavski, dándose en todo su follaje. Y Rilke cerrará su soneto con una imagen que acendra esa certidumbre de creación interior, cuando intuye por qué las fieras acuden al canto del dios, y dice a Orfeo:

da shufst du ihnen Tempel im Gehör
y les alzaste un templo en el oído.

Orfeo es la música, no el poema, pero los audífonos catalizan esas "similitudes amigas" de que hablaba Valéry. Si audífonos materiales hacen llegar la música desde adentro, el poema es en sí mismo un audífono del verbo; sus impulsos pasan de la palabra impresa a los ojos y desde ahí alzan el altísimo árbol en el oído interior.

En Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar.


viernes, 6 de septiembre de 2019

Beneath the Southern Cross.

Oh,
to be not anyone
gone
this maze of being
skin

Oh, to cry
not any cry
so mournful that
the dove just laughs
the steadfast gasps

Oh, to owe
not anyone
nothing
to be not here
but here
forsaking
equatorial bliss
who walked through
the callow mist
dressed inscraps
who walked
the curve of the world
whose bone scraped
whose flesh unfurled
who grieves not
anyone gone
to greet lame
the inspired sky
amazed to stumble
where gods get lost
beneath
the southern cross


Oh,
no ser nadie
ido
este laberinto de ser
piel

Oh, llorar
no llores
tan triste que
la paloma solo se ríe
los suspiros constantes

Oh, deberías
no cualquiera
nada
no estar aquí
pero aquí
renunciando
felicidad ecuatorial
quien caminó
la bruma inmaculada
vestido con restos
quien caminó
la curva del mundo
cuyo hueso raspado
cuya carne se desenrolló
quien no se aflige
alguien se fue
saludar cojo
el cielo inspirado
asombrado de tropezar
donde los dioses se pierden
debajo
la cruz del sur 
 Patti Smith. 
 

martes, 3 de septiembre de 2019

Los gatos de Ulthar.

Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.


En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero.

La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabían de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos. En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.

Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó, en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados gastados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta que en toda la villa, no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó a quejarse ante la dupla siniestra; a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles, caminando en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio. De este modo, Ulthar se durmió, en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡He aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche, era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, en enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías. Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio. Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

H. P. Lovecraft.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Desde el silencio.

(…)
El hombre heroico es lo que cuenta.
El hombre ahí,
desnudo,
bajo la noche
frente al misterio;
con su tragedia a cuestas,
con su verdadera tragedia,
con su única tragedia.













  
La que surge cuando preguntamos, 
cuando gritamos en el viento: 
¿Quién soy yo? 
Y el viento no responde, 
y no responde nadie. 
¿Quién soy yo?... ¡Silencio!... ¡Silencio!... 
Ni un eco, 
ni un signo... ¡Silencio!…
(...)
                                       Fragmento de La insignia, de León Felipe.
 

martes, 27 de agosto de 2019

Reflexiones sobre la guillotina.

Poco antes de la guerra de 1914, se condenó a muerte, en Argel, a un asesino cuyo crimen había sido particularmente indignante (había acabado con una familia de agricultores, niños incluidos). Se trataba de un obrero agrícola que había matado en una especie de delirio sangriento y que había agravado su crimen al robar a sus víctimas. El caso tuvo una gran repercusión. La opinión más generalizada era que la decapitación constituía una pena demasiado benigna para semejante monstruo. Tal fue, según se me dijo, la opinión de mi padre, a quien había indignado particularmente el asesinato de los niños. En todo caso, una de las pocas cosas que de él sé, es que quiso asistir a la ejecución, por vez primera en su vida. Madrugó para dirigirse al lugar del suplicio, al otro extremo de la ciudad, en medio de una gran concurrencia popular. De lo que vio aquella mañana no dijo nada a nadie. Mi madre cuenta únicamente que volvió de prisa y corriendo, con el rostro desencajado, se negó a hablar, se tumbó un momento en la cama y de repente se puso a vomitar. Mí padre acababa de descubrir la realidad que se ocultaba bajo las fórmulas grandilocuentes con las que se la enmascaraba. En vez de acordarse de los niños asesinados, no podía pensar en otra cosa que en ese cuerpo palpitante al que acababan de arrojar sobre una plancha para cortarle el cuello.


Forzoso es creer que este acto ritual es lo suficientemente horrible como para lograr vencer la indignación de un hombre recto y sencillo y para que un castigo que él consideraba cien veces merecido no tuviera finalmente otro efecto que provocarle náuseas. Cuando la suprema justicia hace vomitar al hombre honrado al que supuestamente debe proteger, parece difícil sostener que cumple su función de introducir paz y orden en la sociedad. Revela, por el contrario, que no es menos indignante que el crimen, y que este nuevo homicidio, lejos de reparar la ofensa inferida al cuerpo social, añade una nueva mancha a la primera. Esto es tan cierto que nadie se atreve a hablar con franqueza de esta ceremonia. Como si fueran conscientes de lo que revela a la vez de provocador y de vergonzoso, los periodistas y los funcionarios que tienen el cometido de hablar de ella han creado al respecto una especie de lenguaje ritual reducido a fórmulas estereotipadas. Así, a la hora del desayuno, podemos leer, en un rincón del periódico que el condenado «ha pagado su deuda a la sociedad», que «ha expiado su crimen» o que «a las cinco, se había hecho justicia». Los funcionarios hablan del condenado como «el interesado» o «el paciente», o lo designan por una sigla: el C. A. M. De la pena capital, no se escribe, me atrevo a decir, sino en voz baja.

En nuestra civilizadísima sociedad, reconocemos la gravedad de una enfermedad cuando no nos atrevemos a hablar de ella directamente. Durante mucho tiempo, las familias burguesas se han limitado a decir que la hija mayor estaba delicada del pecho o que el padre tenía «unos bultos» porque la tuberculosis y el cáncer eran consideradas enfermedades un poco vergonzosas. Esto es aún más cierto, sin duda, en la pena de muerte, puesto que todo el mundo se esfuerza por no hablar de ella sino mediante eufemismos. La pena de muerte es al cuerpo político lo que el cáncer al cuerpo individual, con la sola diferencia de que nadie ha hablado jamás de la necesidad del cáncer. No se duda, por el contrario, en presentar comúnmente la pena de muerte como una lamentable necesidad, lo que legitima, a la vez, que se mate, ya que es necesario, y que no se habla de ello, ya que es lamentable.

Mi intención, por el contrario, es hablar de la pena de muerte con crudeza. No por gusto del escándalo ni, creo yo, por una malsana inclinación natural. Como escritor, siempre me han repugnado ciertas complacencias; como hombre, creo que los aspectos repelentes de nuestra condición, si bien son inevitables, deben ser afrontados en silencio. Pero cuando el silencio o las argucias del lenguaje contribuyen a mantener vivo un abuso que debe ser reformado o una desdicha que puede aliviarse, no hay otra solución que hablar claro y mostrar la obscenidad que se oculta bajo la capa de las palabras. Francia comparte con España e Inglaterra el bonito honor de ser uno de los últimos países, a este lado del telón de acero, que conservan la pena de muerte en su arsenal de represión.

La supervivencia de este rito primitivo ha sido posible entre nosotros gracias a la despreocupación o la ignorancia de la opinión pública, que reacciona únicamente ante las frases ceremoniosas que se le han inculcado. Cuando la imaginación duerme, las palabras se vacían de significado: un pueblo sordo registra distraídamente la condena de un hombre. Pero que se le muestre la máquina, que se le haga tocar la madera y el hierro, oír el ruido de la cabeza al caer, y la imaginación pública, súbitamente despierta, repudiará al mismo tiempo el vocabulario y el suplicio.

Cuando en Polonia los nazis procedían a hacer ejecuciones públicas de rehenes, les amordazaban con vendajes enyesados para evitar que profiriesen gritos de rebeldía y de libertad. Sería impúdico comparar la suerte de esas víctimas inocentes con la de los criminales condenados. Pero, dejando aparte que los criminales no son los únicos guillotinados entre nosotros, el método es el mismo. Sofocamos bajo palabras enguatadas un suplicio cuya legitimidad no puede afirmarse antes de haberlo examinado en su realidad. En vez de decir que la pena de muerte es ante todo necesaria y que luego es conveniente no hablar de ella, hay que hablar, por el contrario, de lo que realmente es y luego decir si, tal como es, debe considerarse necesaria.

Personalmente, yo la considero no sólo inútil, sino también profundamente nociva, y debo consignar aquí esta convicción antes de entrar en el estudio de la cuestión. No sería honrado dar a entender que he llegado a esta conclusión después de las semanas de investigación que acabo de dedicar al problema. Pero tampoco sería honrado atribuir mi convicción a la mera sensiblería. Por el contrario, me siento tan alejado como es posible de ese blando enternecimiento en el que se complacen los humanitarios y en el que se confunden los valores y las responsabilidades, se igualan los crímenes y la inocencia pierde finalmente sus derechos. Contrariamente a muchos ilustres contemporáneos, yo no creo que el hombre sea, por naturaleza, un animal social. A fuer de sincero, pienso lo contrario. Pero sí creo, lo que es muy diferente, que no puede vivir ya fuera de una sociedad cuyas leyes son necesarias para su supervivencia física. Es preciso, pues, que la sociedad establezca por sí misma las responsabilidades según una escala razonable y eficaz. Pero la ley encuentra su última justificación en el bien que hace o no hace a la sociedad de un lugar y de un tiempo dados. Durante años, no he podido ver en la pena de muerte sino un suplicio insoportable para la imaginación y un desorden perezoso que mi razón condenaba. Sin embargo, estaba dispuesto a pensar que la imaginación influía en mi juicio. Pero lo cierto es que durante estas semanas no he encontrado nada que no haya reforzado mi convicción o que haya modificado mis razonamientos. Muy al contrario, a los argumentos que eran ya los míos han venido a sumarse otros. (...)

Sabido es que el gran argumento de los partidarios de la pena de muerte es la ejemplaridad del castigo. No se corta las cabezas únicamente para castigar a sus dueños, sino para intimidar, mediante una ejemplaridad espantosa, a los que pudieran sentirse tentados de imitarles. La sociedad no se venga, sólo quiere prevenir. La sociedad blande la cabeza para que los candidatos al crimen lean en ella su futuro y retrocedan.

Este argumento sería impresionante si no fuera forzoso comprobar:
1° que ni la misma sociedad cree en la ejemplaridad de que habla;
2° que no está probado que la pena de muerte haya hecho volverse atrás a un solo asesino decidido a serlo, mientras que es evidente que no ha tenido ningún efecto, si no es el de la fascinación, en millares de criminales;
3° que, en otro plano, constituye un ejemplo repugnante cuyas consecuencias son imprevisibles.

En Reflexiones sobre la guillotina, de Albert Camus.

martes, 6 de agosto de 2019

El arte.

El arte es un esquivarse a hacer, o a vivir. El arte es la expresión intelectual de la emoción, distinta de la vida, que es la expresión volitiva de la emoción. Lo que no tenemos, o no osamos, o no conseguimos, podemos poseerlo en sueños, y es con esos sueños con los que hacemos arte. 


Otras veces, la emoción es hasta tal punto fuerte que, aunque reducida a acción, la acción, a la que se ha reducido, no la satisface; con la emoción que sobra, que ha quedado inexpresada en la vida, se forma la obra de arte. Así, hay dos tipos de artista: el que expresa lo que no tiene y el que expresa lo que ha sobrado de lo que tuvo.

En Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa.


domingo, 28 de julio de 2019

Desde la aridez.

Lo irreductible me sedujo un instante. Creí, con una buena fe de voluntario, en la mineralogía y en los minotauros.


¿Por qué razón los mitos no repoblarían la aridez de nuestras circunvoluciones?

Durante varios siglos, la felicidad, la fecundidad, la filosofía, la fortuna, ¿no se hospedaron en una piedra?
Oliverio Girondo.