¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Reflexiones en torno a la angustia.

Considerar nuestra mayor angustia como un incidente sin importancia, no sólo en la vida del universo, sino en la de nuestra misma alma, es el principio de la sabiduría. Considerar esto en la misma mitad de esa angustia es la sabiduría eterna. En el momento en que sufrimos parece que el dolor humano es infinito. Pero ni el dolor humano es infinito, pues nada humano hay que sea infinito, ni nuestro dolor vale más que el ser un dolor que sentimos nosotros.


Cuántas veces, bajo el peso de un tedio que parece ser locura, o de una angustia que parece ir más lejos que ella, me paro, dudando, antes de rebelarme, dudo, al pararme, antes de divinizarme. Dolor de no saber lo que es el misterio del mundo, dolor de que no nos amen, dolor de que sean injustos con nosotros, sofocando y agarrando, dolor de muelas, dolor de zapatos apretados ¿quién puede decir cuál es el mayor de sí mismo, cuanto más en los demás, o en la generalidad de los que existen?

Para algunos que me hablan y me escuchan, soy un insensible. Soy, sin embargo, más sensible que la vasta mayoría de los hombres. Lo que soy, no obstante, es un sensible que se conoce y que, por lo tanto, conoce a la sensibilidad.

Ah, no es verdad que la vida sea dolorosa o que sea doloroso pensar en la vida. Lo que es verdad es que nuestro dolor sólo es serio y grave cuando lo fingimos tal. Si somos naturales, se pasará lo mismo que ha llegado, se esfumará como ha crecido. Todo es nada, y nuestro dolor en ello.

Escribo esto bajo la opresión de un tedio que parece no caber en mí o necesitar de algo más que mi alma para tener donde estar; de una opresión de todos y de todo que me estrangula y desvaría; de un sentimiento físico de la incomprensión ajena que me perturba y aplasta. Pero levanto la cabeza hacia el cielo azul ajeno, expongo la cara al viento inconscientemente fresco, bajo los párpados después de haber visto, olvido la cara después de haber sentido. No me siento mejor, pero me siento diferente.

Verme me libera de mí. Casi sonrío, no porque me comprenda, sino porque, habiéndome vuelto otro, he dejado de poder comprenderme. En lo alto del cielo, como una nada visible, una nube pequeñísima es un olvido blanco del universo entero.

En El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa.

martes, 19 de febrero de 2019

Alquimia del verbo.

¡A mí! La historia de una de mis locuras.

Desde tiempo atrás me vanagloriaba de poseer todos los paisajes imaginables, y me parecían irrisorias todas las celebridades de la pintura y la poesía modernas. Gustaba de las pinturas idiotas, ornamentos de puertas, decorados, telas de saltimbanquis, enseñas, iluminadas estampas populares; la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, pequeños libros de infancia, viejas óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos.

Soñaba cruzadas, viajes de descubrímiento sobre los que no existen relaciones, repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.
¡Inventaba el color de las vocales! —A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde—. 


Regía la forma, el movimiento de cada consonante, y, con ritmos instintivos, me jactaba de inventar un verbo poético, accesible, un día u otro, a todos los sentidos. Reservaba la traducción.

Al comienzo fue un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos: 

Lejos ya de rebaños, de pájaros, 
de aldeanos, 
¿qué era lo que bebía 
entre aquella maleza, de rodillas, 
en ese tierno bosque de avellanos 
y ese brumoso y tibio mediodía? 

¿Qué era lo que bebía
en ese joven Oise, 
—¡olmos sin voz, oscurecido cielo, césped 
sin una flor!— 
en esas amarillas calabazas, 
lejos ya de mi choza, tan amada?

Un licor de oro insípido que nos baña en sudor. 

Hacía yo de enseña dudosa de hostería.
Una tormenta vino a perseguir los cielos. 

En la virgen arena 
el agua de los bosques se perdía, 
y el vendaval de Dios 
su granito arrojaba a la marea, 
en el atardecer. 

Oro veía, llorando —y no pude beber. 

Hasta la aurora, en verano, 
el sueño de amor perdura. 
Bajo el follaje se esfuma 
la noche que festejamos. 

Allí, en sus vastos talleres 
—y ya en mangas de camisa— 
los Carpinteros trajinan 
bajo el sol de las Hespérides.

En espumosos Desiertos 
tranquilos arman los techos, 
donde, luego, ha de pintar 
falsos cielos, la ciudad. 

¡Oh, por esos Artesanos 
de algún rey de Babilonia 
deja, Venus, los Amantes 
de alma en forma de corona! 

¡Oh Reina de los Rebaños, 
obsequiales aguardiente! 
¡Que en paz; su fuerza se encuentre, 
mientras esperan el baño en el mar más meridiano!

Las antiguallas poéticas formaban gran parte de mi alquimia del verbo. 
Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores erigida por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de sainete proyectaba espantos ante mí.

¡Después explicaba mis sofismas mágicos por medio de la alucinación de las palabras! Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad de las bestias —las orugas, que representan la inocencia de los limbos, los topos ¡el sueño de la virginidad!

En Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud.

domingo, 17 de febrero de 2019

La poesía es un arma cargada de futuro.

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.


Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque a penas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.

Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.

Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica, que puedo.

Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.

Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos.

En Cantos Iberos, de Gabriel Celaya. Alicante, Verbo, 1955.

martes, 12 de febrero de 2019

El poder redentor del olvido animal.

En La genealogía de la moral, Nietzsche sostiene que la fundación y la preservación de instituciones como la Iglesia cristiana y el Estado moderno coinciden en apuntar a la cría de un tipo específico de animal social y civilizado que es intrínsecamente confiable, predecible y consagrado al bien común. Asimismo sostiene que este proceso de cría es inherentemente violento y está dirigido en contra de la animalidad del ser humano, en particular contra su olvido animal. 

De acuerdo al discurso genealógico de Nietzsche, la transformación del animal humano en un ser social y civilizado se logró a través de la imposición de lo que denomina la memoria de la voluntad sobre el olvido del animal. Esta memoria tiene tanto valor para las instituciones mencionadas porque funciona como un medio de dominio y control sobre la vida del individuo y la comunidad. Es interesante notar que la memoria que subyace a la práctica del perdón cristiano, tal y como la representa críticamente Nietzsche, tiene los mismos rasgos que la memoria de la voluntad. Esto sugiere que el perdón cristiano es, al igual que esta memoria, un medio de control y de manipulación. 

Para contrarrestar a la memoria de la voluntad es necesario reevaluar el rol que juega el olvido animal en la constitución de formas de sociabilidad. Como se sostuvo anteriormente, la promesa del individuo soberano constituye una contra-fuerza frente a la memoria de la voluntad precisamente porque es el resultado de la recuperación exitosa del olvido animal. De modo similar, existe una relación directa entre la superación de la venganza y la recuperación del olvido animal. Ilustran esta idea tanto la distinción entre la moralidad del esclavo y la del noble, como sus diferentes puntos de vista sobre el pasado.


Nietzsche define a la moralidad del esclavo como una perspectiva moral sobre el sufrimiento pasado que ignora las formas en que los animales humanos necesitan del olvido y que por ello genera resentimiento y un deseo de venganza sobre el pasado. Por el contrario, la moral del noble representa lo que podría llamarse una perspectiva artística del sufrimiento pasado, que se caracteriza por el poder del olvido. La persona noble, tal y como la reconstruye Nietzsche genealógicamente, "no puede tomar en serio por mucho tiempo a su enemigo, a sus accidentes, incluso a sus propias fechorías". Esta actitud 
 
[e]s el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar (un buen ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeu, que no tenía memoria para los insultos ni para las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la única razón de que - olvidaba).

Los que han recobrado el olvido del animal son aquellos que no se aferran al pasado. Son aquellos que no sienten resentimiento por lo que ha sido porque son lo suficientemente fuertes para formar y transformar el sufrimiento pasado en vida futura. En Así habló Zaratustra, Nietzsche establece una conexión similar entre el olvido y la superación de la venganza afirmando: "Los grandes favores no vuelven agradecidos a los hombres, sino vengativos; y si una pequeña caridad no es olvidada acaba convirtiéndose en un gusano roedor".

La incapacidad del esclavo para olvidar impide que su moral se reconcilie con el pasado y su "Fue":
"Fue": así se llama el rechinar de dientes y la más solitaria tribulación de la voluntad [Trübsal]. Impotente [Ohnmachtig] contra lo que está hecho, es la voluntad un malvado espectador para todo lo pasado [...]. Esto sí, esto sólo es la venganza misma: la aversión de la voluntad [Widerwille] contra el tiempo y su "Fue".

El perdón cristiano en sí logra lo opuesto de lo que promete: en lugar de redimir el pasado y abrirlo a la posibilidad de un nuevo comienzo, despierta sentimientos de resentimiento y odio hacia el pasado. Más que liberar al pasado en el flujo del devenir e incrementarlo llevándolo hacia el futuro, reafirma el "Fue" e impide que se transforme en un "Así lo quise".

Una transformación semejante requiere no sólo memoria sino también olvido. El perdón redime el pasado, supera la venganza y genera un nuevo comienzo sólo cuando está constituido por una forma de la memoria que, en lugar de oponerse al olvido, puede olvidar activamente. Nietzsche otorga gran importancia al olvido animal porque éste alberga una fuerza capaz de subvertir a una perspectiva moral sobre el pasado que lo considera necesario, estable y rígido.

El olvido animal hace posible que el pasado sea percibido como contingente, fluido y reversible. Transformar el "Fue" en "Así lo quise" redime el pasado y convierte a las contingencias pasadas en necesidades futuras: en lugar de hacer que el pasado se imponga al futuro con necesidad, es el futuro quien necesariamente se impone sobre el pasado.

Desde el punto de vista de la libertad para recomenzar, la necesidad no yace en el pasado, sino que se halla siempre y únicamente en el futuro: "Todo 'Fue' es un fragmento, un enigma, un espantoso azar - hasta que la voluntad creadora [schaffende Wille] añada: '¡Pero yo lo quiero así! ¡Yo lo querré así!'". Desde esta perspectiva, la forma en que es percibido el presente afecta de manera crucial al propio significado del pasado, y puesto que el futuro todavía está por venir, ni la importancia ni el significado del pasado están todavía resueltos. El relato que vincula el pasado con el presente, y al presente con el futuro, siempre puede cambiar, y el pasado puede ser redimido precisamente porque su significado y su dirección pueden alterarse.
En La filosofía animal de Nietzsche, de Vanessa Lemm.