¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 19 de febrero de 2019

Alquimia del verbo.

¡A mí! La historia de una de mis locuras.

Desde tiempo atrás me vanagloriaba de poseer todos los paisajes imaginables, y me parecían irrisorias todas las celebridades de la pintura y la poesía modernas. Gustaba de las pinturas idiotas, ornamentos de puertas, decorados, telas de saltimbanquis, enseñas, iluminadas estampas populares; la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, pequeños libros de infancia, viejas óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos.

Soñaba cruzadas, viajes de descubrímiento sobre los que no existen relaciones, repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.
¡Inventaba el color de las vocales! —A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde—. 


Regía la forma, el movimiento de cada consonante, y, con ritmos instintivos, me jactaba de inventar un verbo poético, accesible, un día u otro, a todos los sentidos. Reservaba la traducción.

Al comienzo fue un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos: 

Lejos ya de rebaños, de pájaros, 
de aldeanos, 
¿qué era lo que bebía 
entre aquella maleza, de rodillas, 
en ese tierno bosque de avellanos 
y ese brumoso y tibio mediodía? 

¿Qué era lo que bebía
en ese joven Oise, 
—¡olmos sin voz, oscurecido cielo, césped 
sin una flor!— 
en esas amarillas calabazas, 
lejos ya de mi choza, tan amada?

Un licor de oro insípido que nos baña en sudor. 

Hacía yo de enseña dudosa de hostería.
Una tormenta vino a perseguir los cielos. 

En la virgen arena 
el agua de los bosques se perdía, 
y el vendaval de Dios 
su granito arrojaba a la marea, 
en el atardecer. 

Oro veía, llorando —y no pude beber. 

Hasta la aurora, en verano, 
el sueño de amor perdura. 
Bajo el follaje se esfuma 
la noche que festejamos. 

Allí, en sus vastos talleres 
—y ya en mangas de camisa— 
los Carpinteros trajinan 
bajo el sol de las Hespérides.

En espumosos Desiertos 
tranquilos arman los techos, 
donde, luego, ha de pintar 
falsos cielos, la ciudad. 

¡Oh, por esos Artesanos 
de algún rey de Babilonia 
deja, Venus, los Amantes 
de alma en forma de corona! 

¡Oh Reina de los Rebaños, 
obsequiales aguardiente! 
¡Que en paz; su fuerza se encuentre, 
mientras esperan el baño en el mar más meridiano!

Las antiguallas poéticas formaban gran parte de mi alquimia del verbo. 
Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores erigida por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de sainete proyectaba espantos ante mí.

¡Después explicaba mis sofismas mágicos por medio de la alucinación de las palabras! Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad de las bestias —las orugas, que representan la inocencia de los limbos, los topos ¡el sueño de la virginidad!

En Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud.

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