¡A
mí! La historia de una de mis locuras.
Desde
tiempo atrás me vanagloriaba de poseer todos los paisajes
imaginables, y me parecían irrisorias todas las celebridades de la
pintura y la poesía modernas. Gustaba de las pinturas idiotas,
ornamentos de puertas, decorados, telas de saltimbanquis, enseñas,
iluminadas estampas populares; la literatura pasada de moda, latín
de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras
abuelas, cuentos de hadas, pequeños libros de infancia, viejas
óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos.
Soñaba
cruzadas, viajes de descubrímiento sobre los que no existen
relaciones, repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas,
revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de
continentes: creía en todos los encantamientos.
¡Inventaba
el color de las vocales! —A negra, E blanca, I roja, O azul, U
verde—.
Regía
la forma, el movimiento de cada consonante, y, con ritmos
instintivos, me jactaba de inventar un verbo poético, accesible, un
día u otro, a todos los sentidos. Reservaba la traducción.
Al
comienzo fue un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo
inexpresable. Fijaba vértigos:
Lejos ya de rebaños, de pájaros,
de
aldeanos,
¿qué era lo que bebía
entre aquella maleza, de rodillas,
en ese tierno bosque de avellanos
y ese brumoso y tibio mediodía?
¿Qué era lo que bebía
en ese joven Oise,
—¡olmos sin voz,
oscurecido cielo, césped
sin una flor!—
en esas amarillas
calabazas,
lejos ya de mi choza, tan amada?
Un
licor de oro insípido que nos baña en sudor.
Hacía yo de enseña
dudosa de hostería.
—Una
tormenta vino a perseguir los cielos.
En la virgen arena
el agua de
los bosques se perdía,
y el vendaval de Dios
su granito arrojaba a
la marea,
en el atardecer.
Oro veía, llorando —y no pude beber.
Hasta la aurora, en verano,
el sueño de amor perdura.
Bajo el
follaje se esfuma
la noche que festejamos.
Allí, en sus vastos
talleres
—y ya en mangas de camisa—
los Carpinteros trajinan
bajo
el sol de las Hespérides.
En
espumosos Desiertos
tranquilos arman los techos,
donde, luego, ha de
pintar
falsos cielos, la ciudad.
¡Oh, por esos Artesanos
de algún
rey de Babilonia
deja, Venus, los Amantes
de alma en forma de corona!
¡Oh Reina de los Rebaños,
obsequiales aguardiente!
¡Que en paz; su
fuerza se encuentre,
mientras esperan el baño en el mar más
meridiano!
Las
antiguallas poéticas formaban gran parte de mi alquimia del verbo.
Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una
mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores erigida
por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo
de un lago; los monstruos, los misterios; un título de sainete
proyectaba espantos ante mí.
¡Después
explicaba mis sofismas mágicos por medio de la alucinación de las
palabras! Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu.
Permanecía ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad de
las bestias —las orugas, que representan la inocencia de los
limbos, los topos ¡el sueño de la virginidad!
En
Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud.
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