Considerar
nuestra mayor angustia como un incidente sin importancia, no sólo en
la vida del universo, sino en la de nuestra misma alma, es el
principio de la sabiduría. Considerar esto en la misma mitad de esa
angustia es la sabiduría eterna. En el momento en que sufrimos
parece que el dolor humano es infinito. Pero ni el dolor humano es
infinito, pues nada humano hay que sea infinito, ni nuestro dolor
vale más que el ser un dolor que sentimos nosotros.
Cuántas
veces, bajo el peso de un tedio que parece ser locura, o de una
angustia que parece ir más lejos que ella, me paro, dudando, antes
de rebelarme, dudo, al pararme, antes de divinizarme. Dolor de no
saber lo que es el misterio del mundo, dolor de que no nos amen,
dolor de que sean injustos con nosotros, sofocando y agarrando, dolor
de muelas, dolor de zapatos apretados ¿quién puede decir cuál es
el mayor de sí mismo, cuanto más en los demás, o en la generalidad
de los que existen?
Para
algunos que me hablan y me escuchan, soy un insensible. Soy, sin
embargo, más sensible que la vasta mayoría de los hombres. Lo que
soy, no obstante, es un sensible que se conoce y que, por lo tanto,
conoce a la sensibilidad.
Ah,
no es verdad que la vida sea dolorosa o que sea doloroso pensar en la
vida. Lo que es verdad es que nuestro dolor sólo es serio y grave
cuando lo fingimos tal. Si somos naturales, se pasará lo mismo que
ha llegado, se esfumará como ha crecido. Todo es nada, y nuestro
dolor en ello.
Escribo
esto bajo la opresión de un tedio que parece no caber en mí o
necesitar de algo más que mi alma para tener donde estar; de una
opresión de todos y de todo que me estrangula y desvaría; de un
sentimiento físico de la incomprensión ajena que me perturba y
aplasta. Pero levanto la cabeza hacia el cielo azul ajeno, expongo la
cara al viento inconscientemente fresco, bajo los párpados después
de haber visto, olvido la cara después de haber sentido. No me
siento mejor, pero me siento diferente.
Verme
me libera de mí. Casi sonrío, no porque me comprenda, sino porque,
habiéndome vuelto otro, he dejado de poder comprenderme. En lo alto
del cielo, como una nada visible, una nube pequeñísima es un olvido
blanco del universo entero.
En
El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa.
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