¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 30 de agosto de 2017

Terremoto filosófico.

Y llegó Nietzsche... Después de las imprecaciones del cura, la desmitologización del químico -Holbach practicaba la geología y la ciencia de alto vuelo-, la deconstrucción del empresario -Feuerbach no era filósofo profesional: fue rechazado por la universidad por la publicación de Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad, donde negaba la inmortalidad personal, pero, a través del matrimonio, se hizo propietario de izquierda de una fábrica de porcelana, muy querido por sus obreros...-, apareció Nietzsche. Y con él, el pensamiento idealista, espiritualista, judeo-cristiano, dualista, es decir, el pensamiento dominante, empieza a preocuparse: su monismo dionisiaco, su lógica de las fuerzas, su método genealógico, su ética atea, permiten vislumbrar una salida del cristianismo. Por primera vez, un pensamiento poscristiano radical y elaborado aparece en el horizonte occidental.


En broma (?), Nietzsche escribe en Ecce homo que él divide la historia en dos y que, a la manera de Cristo, hay un antes y un después de él... Al filósofo de Sils-Maria le faltan su Pablo y su Constantino, su viajante de comercio histérico y su emperador planetario para transformar su conversión en metamorfosis del universo, lo que no es deseable de ningún modo históricamente hablando. La dinamita de su pensamiento representa un peligro demasiado grande para esos brutos que son siempre los actores de la historia concreta.

Pero en el terreno filosófico, el padre de Zaratustra tiene razón: después de Más allá del bien y del mal y de El Anticristo el mundo ideológico deja de ser el mismo. Nietzsche abre una brecha en el edificio judeocristiano. Sin llevar a cabo por sí solo toda la tarea ateológica, la hace por fin posible. De ahí surge la utilidad de ser nietzscheano. ¿A saber? Ser nietzscheano -lo que no quiere decir ser Nietzsche, como creen los imbéciles...- impide tomar por cuenta propia y de modo sinuoso las tesis mayores del filósofo: el resentimiento, el eterno retorno, el superhombre, la voluntad de poder, la fisiología del arte y otros grandes momentos del sistema filosófico. No hay necesidad -¿cuál es el interés?- de cambiarse por Nietzsche, creerse Nietzsche, asumir esa responsabilidad y luego adjudicarse todo su pensamiento. Sólo las mentes pequeñas imaginan eso…

Ser nietzscheano implica pensar a partir de él, allí donde la construcción de la filosofía quedó transfigurada por su paso. Recurrió a discípulos infieles que, por su sola traición, demostrarían su fidelidad, quería personas que lo obedecieran siguiéndose a sí mismos y a nadie más, ni siquiera a él. Sobre todo, no a él. El camello, el león y el niño de Así habló Zaratustra enseñan una dialéctica y una poética que debe practicarse: conservarlo y sobrepasarlo, recordar su obra, sin duda, pero sobre todo apoyarse en ella como quien se apoya en una formidable palanca para mover las montañas filosóficas.

De ahí surge una construcción nueva y superior para el ateísmo: Meslier niega la divinidad, Holbach desarticula el cristianismo; Feuerbach deconstruye a Dios; Nietzsche revela la transvaluación: el ateísmo no debe funcionar como un fin solamente. Suprimir a Dios, desde luego, pero ¿para qué? Otra moral, nueva ética, valores inéditos, impensados porque son impensables, eso es lo que la liquidación y la superación del ateísmo permiten. Una tarea temible se avecina. 

El Anticristo habla sobre el nihilismo europeo, el nuestro, por lo demás..., y propone una farmacopea para la patología metafísica y ontológica de nuestra civilización. Nietzsche da soluciones. Las conocemos y ya tienen más de un siglo de vida y de malentendidos. Ser nietzscheano significa proponer otras hipótesis, nuevas, posnietzscheanas, pero integrando su lucha en la cúspide. Las formas del nihilismo contemporáneo exigen más que nunca una transvaluación que supere de una vez por todas las soluciones y las hipótesis religiosas o laicas que surgen del monoteísmo. Zaratustra debe reincorporarse al servicio: sólo el ateísmo hace posible la salida del nihilismo.
En Tratado de ateología, de Michel Onfray.

jueves, 24 de agosto de 2017

Pero secretamente tenemos sed...



















Vivaz, espiritual, delicado arabesco,
parece nuestra vida, como la de las hadas,
girar en suaves danzas alrededor de la nada,
a la que ofrendamos el ser y el presente.

Belleza del ensueño y generoso juego,
tan alentado y sutilmente puro,
honda bajo tu alegre capa se enciende
la nostalgia de noche, sangre y barbarie...

En el vacío gira, libre, volando sola,
esta vida nuestra siempre pronta al juego,
pero en gran secreto tenemos sed de ser,
de crear y de ser, de sufrir y morir…

                                             En El juego de los abalorios, de Herman Hesse.
 

viernes, 18 de agosto de 2017

En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay.

Facetas de Morelli, su lado Bouvard et Pécuchet, su lado compilador de almanaque literario (en algún momento llama «Almanaque» a la suma de su obra). Le gustaría dibujar ciertas ideas, pero es incapaz de hacerlo. Los diseños que aparecen al margen de sus notas son pésimos. Repetición obsesiva de una espiral temblorosa, con un ritmo semejante a las que adornan la stupa de Sanchi.

Proyecta uno de los muchos finales de su libro inconcluso, y deja una maqueta. La página contiene una sola frase: «En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay.» La frase se repite a lo largo de toda la página, dando la impresión de un muro, de un impedimento. No hay puntos ni comas ni márgenes. De hecho un muro de palabras ilustrando el sentido de la frase, el choque contra una barrera detrás de la cual no hay nada. Pero hacia abajo y a la derecha, en una de las frases falta la palabra lo. Un ojo sensible descubre el hueco entre los ladrillos, la luz que pasa.                                         
En Rayuela, de Julio Cortázar.

Vidas.

He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.


Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía.

A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.

Reteniendo, de la ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo está sujeto a leyes fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos; y comprobando que ese precepto se ajusta al otro, mas antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entrenamiento de los atletas, y nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de erudición sentida.

No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese dada, por cierta, otra realidad que nuestras sensaciones, en ellas nos refugiamos, y a ellas exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos empleamos asiduamente, no sólo en la contemplación estética, sino también en la expresión de sus modos y resultados, es que la prosa o el verso que escribimos, destituidos de voluntad de querer convencer al ajeno entendimiento o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, como para dar objetividad al placer subjetivo de la lectura. Sabemos bien que toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo más, o brisa leve que nos dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima substancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la tarde.


No es éste el concepto de los pesimistas, como aquel de Vigny, para quien la vida es una cárcel, en la que él tejía paja para distraerse. Ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valía que apliquemos a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como el preso que teje la paja, para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadones para distraerse, sin nada más.

Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta posada una prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella; podría considerarla un lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que son a los que se encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo a lo que hacen a los que conversan en las salas, desde donde las músicas y las voces llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos en los colores y en los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo mientras espero.

Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Disfruto la brisa que me conceden y el alma que me han dado para disfrutarla, y no me interrogo más ni busco. Si lo que deje escrito en el libro de los viajeros pudiera, releído un día por otros, entretenerlos también durante el viaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se entretuvieran, también estará bien.

En Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa.

jueves, 17 de agosto de 2017

La irrealidad del realismo.

Traduzco un fragmento de un artículo de Struthers Burt sobre la irrealidad del realismo. «¿Existe eso como realismo en la escritura, o en otra especie de arte, y el realismo en el arte es posible? ¿No será la palabra “realismo” en sí misma una contradicción cuando se aplica a cualquier forma de arte, cualquier forma de expresión humana consciente y controlada? Puede decirse también que esa palabra está en contradicción cuando se aplica en realidad a la supuesta descripción de hechos en una columna periodística o en un reportaje.

¿Qué es arte? ¿Será la expresión humana consciente, controlada y dirigida en todas sus miradas de manifestaciones, en alto nivel o en bajo, en movimiento o detenido, con o sin valor, permanente o efímero? ¿Qué es el realismo?».  



«Ésta es una gran pregunta, porque lo que estamos preguntando es qué es la vida. Y habiéndolo decidido -lo que no logramos- estamos haciéndonos a nosotros mismos una pregunta igualmente grande. ¿Cuál es la relación entre el arte y la vida? ¿Cuál es la conexión?, ¿el cordón umbilical? ¿Y por qué el arte salta de la vida? ¿Y casi al mismo tiempo? ¿E inevitablemente? Porque nada está más claro, o más probado por la Historia y por la Antropología, que el hombre, apenas comienza a serlo, exhibe la urgencia de expresarse artísticamente. No estaba satisfecho con la forma de las cosas como eran, y comenzaba a moldearlas crudamente. Después de un tiempo -en el comparativamente pequeño espacio de algunas centenas o millares o millones de años- se hizo bastante bueno, comenzó a pintar en paredes, a excavar intrincados diseños en huesos».
 
En Descubrimientos, de Clarice Lispector.

miércoles, 16 de agosto de 2017

¿Qué se busca?

La noción de ser como un perro entre los hombres: materia de desganada reflexión a lo largo de dos cañas y una caminata por los suburbios, sospecha creciente de que sólo el alfa da el omega, de que toda obstinación en una etapa intermedia -épsilon, lambda- equivale a girar con un pie clavado en el suelo. La flecha va de la mano al blanco: no hay mitad de camino, no hay siglo XX entre el X y el XXX. Un hombre debería ser capaz de aislarse de la especie dentro de la especie misma, y optar por el perro o el pez original como punto inicial de la marcha hacia sí mismo. No hay pasaje para el doctor en letras, no hay apertura para el alergólogo eminente. Incrustados en la especie, serán lo que deben ser y si no no serán nada. Muy meritorios, ni qué hablar, pero siempre épsilon, lambda o pi, nunca alfa y nunca omega.


El hombre de que se habla no acepta esas seudo realizaciones, la gran máscara podrida de Occidente. El tipo que ha llegado vagando hasta el puente de la Avenida San Martín y fuma en una esquina, mirando a una mujer que se ajusta una media, tiene una idea completamente insensata de lo que él llama realización, y no lo lamenta porque algo le dice que en la insensatez está la semilla, que el ladrido del perro anda más cerca del omega que una tesis sobre el gerundio en Tirso de Molina. Qué metáforas estúpidas. Pero él sigue emperrado, es el caso de decirlo. ¿Qué busca? ¿Se busca? No se buscaría si ya no se hubiera encontrado. Quiere decir que se ha encontrado (pero esto ya no es insensato, ergo hay que desconfiar. Apenas la dejás suelta, La Razón te saca un boletín especial, te arma el primer silogismo de una cadena que no te lleva a ninguna parte como no sea a un diploma o a un chalecito californiano y los nenes jugando en la alfombra con enorme encanto de mamá).

A ver, vamos despacio: ¿Qué es lo que busca ese tipo? ¿Se busca? ¿Se busca en tanto que individuo? ¿En tanto que individuo pretendidamente intemporal, o como ente histórico? Si es esto último, tiempo perdido. Si en cambio se busca al margen de toda contingencia, a lo mejor lo del perro no está mal. Pero vamos despacio (le encanta hablarse así, como un padre a su hijo, para después darse el gran gusto de todos los hijos y patearle el nido al viejo), vamos piano piano, a ver qué es eso de la búsqueda. Bueno, la búsqueda no es. Sutil, eh. No es búsqueda porque ya se ha encontrado. Solamente que el encuentro no cuaja. Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero. O sea que ya no estamos con los demás, que ya hemos dejado de ser un ciudadano (por algo me sacan carpiendo de todas partes, que lo diga Lutecia), pero tampoco hemos sabido salir del perro para llegar a eso que no tiene nombre, digamos a esa conciliación, a esa reconciliación.

Terrible tarea la de chapotear en un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, por decirlo escolásticamente. ¿Qué se busca? ¿Qué se busca? Repetirlo quince mil veces, como martillazos en la pared. ¿Qué se busca? ¿Qué es esa conciliación sin la cual la vida no pasa de una oscura tomada de pelo? No la conciliación del santo, porque si en la noción de bajar al perro, de recomenzar desde el perro o desde el pez o desde la mugre y la fealdad y la miseria y cualquier otro disvalor, hay siempre como una nostalgia de santidad, parecería que se añora una santidad no religiosa (y ahí empieza la insensatez), un estado sin diferencia, sin santo (porque el santo es siempre de alguna manera el santo y los que no son santos, y eso escandaliza a un pobre tipo como el que admira la pantorrilla de la muchacha absorta en arreglarse la media torcida), es decir que si hay conciliación tiene que ser otra cosa que un estado de santidad, estado excluyente desde el vamos. Tiene que ser algo inmanente, sin sacrificio del plomo por el oro, del celofán por el cristal, del menos por el más; al contrario, la insensatez exige que el plomo valga el oro, que el más esté en el menos.

Una alquimia, una geometría no euclidiana, una indeterminación up to date para las operaciones del espíritu y sus frutos. No se trata de subir, viejo ídolo mental desmentido por la historia, vieja zanahoria que ya no engaña al burro. No se trata de perfeccionar, de decantar, de rescatar, de escoger, de librealbedrizar, de ir del alfa hacia el omega. Ya se está. Cualquiera ya está. El disparo está en la pistola; pero hay que apretar un gatillo y resulta que el dedo está haciendo señas para parar el ómnibus, o algo así.


Cómo habla, cuánto habla este vago fumador de suburbio. La chica ya se acomodó la media, listo. ¿Ves? Formas de la conciliación. Il mio supplizio... A lo mejor todo es tan sencillo, un tironcito a las mallas, un dedito mojado con saliva que pasa sobre la parte corrida. A lo mejor bastaría agarrarse la nariz y ponérsela a la altura de la oreja, desacomodar una nada la circunstancia. Y no, tampoco así. Nada más fácil que cargarle la romana a lo de afuera, como si se estuviera seguro de que afuera y adentro son las dos vigas maestras de la casa. Pero es que todo está mal, la historia te lo está diciendo, y el hecho mismo de estarlo pensando en vez de estarlo viviendo te prueba que está mal, que nos hemos metido en una desarmonía total que todos nuestros recursos disfrazan con el edificio social, con la historia, con el estilo jónico, con la alegría del Renacimiento, con la tristeza superficial del romanticismo, y así vamos y que nos echen un galgo.
 
En Rayuela, de Julio Cortázar.

martes, 15 de agosto de 2017

Las ciudades invisibles.


















El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.
 
En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Oscar Wilde.









It is evident, then, that all authority in such things is bad. People sometimes inquire what form of government is most suitable for an artist to live under. To this question there is only one answer. The form of government that is most suitable to the artist is no government at all. Authority over him and his art is ridiculous.
En The Soul of Man under Socialism, de Oscar Wilde.

martes, 8 de agosto de 2017

Bar del infierno.

El bar es incesante. Es imposible alcanzar sus confines. Del modo más caprichoso se suceden salones, mostradores, pasillos y reservados. Nadie ha podido establecer nunca cuál es la puerta del bar. La opinión mayoritaria es que no hay forma de salir de él. Sin embargo, muchos buscan la salida. Es el sueño romántico más frecuente de este tugurio. Hombres jóvenes, inconformes, beligerantes, eligen una dirección cualquiera y avanzan desaforadamente buscando la puerta, o el centro, o la explicación del bar.

Generalmente, nadie vuelve a verlos. Algunos regresan mucho tiempo después, casi siempre por el lado contrario al que eligieron para irse. El cafetín es un laberinto. Nuestro destino es extraviarnos en sus encrucijadas. Pero algunos presienten una verdad aún más terrible: no se puede salir del bar no por la falta de puertas, ni por la disposición caprichosa de sus instalaciones, sino porque no hay otra cosa que el bar. El afuera no existe.


Si es verdad que los parroquianos están condenados a vagar perpetuamente por los mismos lugares, también es cierto que sus conductas se repiten del mismo modo inevitable. Pero ellos no lo saben. Se mueven con soberbia, como si decidieran sus propias acciones. Y no es así. Sólo cumplen con ajenas voluntades. Los mozos, los músicos, los borrachos, las prostitutas y los jugadores están aquí desde el comienzo de los tiempos y aquí permanecerán, recorriendo trayectos ancestrales con aires de inauguración.

Cada tanto, un viento de loca esperanza entra en el bar. Misteriosamente los parroquianos empiezan a creer que todo tiene un propósito, que cada uno de sus patéticos esfuerzos está destinado a un logro final y que fuera del bar hay cielos límpidos y amores venturosos que darán sentido hasta al último de los versos oscuros.

El hombre a quien llaman el Narrador de Historias está obligado a contar un cuento cada noche, cuando el reloj da las doce. Nadie le presta atención. Anda siempre con unos libros grasientos. En ellos hay —según se dice— infinitos relatos. Los libros son siete, o acaso cinco. Existe la sensación de que cada uno sigue preceptos diferentes. Ada, la bruja, ha dicho que el Libro Rojo contiene un solo relato y que ese relato revela los secretos de la libertad. Pero el Narrador jamás abre el Libro Rojo. El Libro Blanco contiene falsos secretos; el Libro Verde Clarito es igual al Libro Amarillo.

A veces, los ladrones roban los libros del Narrador. Algunos parroquianos pagan por ellos unas monedas y tratan de leerlos. El desengaño es inevitable. Las páginas están escritas con una tinta sutil que se borra al tomar contacto con el aire. Una y otra vez, el Narrador recupera los libros y los ladrones vuelven a robarlos.

Con el tiempo se han hecho torpes duplicados y ya no se sabe si los textos que lee son los verdaderos, o copias fieles, o relatos falsos.
En Bar del infierno, de Alejandro Dolina.

lunes, 7 de agosto de 2017

En todos los cafés.

Y mientras alguien como siempre explica alguna cosa, yo no sé por qué estoy en el café, en todos los cafés, (...)


(...) son más que eso, son el territorio neutral para los apátridas del alma, el centro inmóvil de la rueda desde donde uno puede alcanzarse a sí mismo en plena carrera, verse entrar y salir como un maníaco, envuelto en mujeres o pagarés o tesis epistemológicas, y mientras revuelve el café en la tacita que va de boca en boca por el filo de los días, puede desapegadamente intentar la revisión y el balance, igualmente alejado del yo que entró hace una hora en el café y del yo que saldrá dentro de otra hora. Autotestigo y autojuez, autobiógrafo irónico entre dos cigarrillos.

En los cafés me acuerdo de los sueños, un no man’s land suscita el otro; ahora me acuerdo de uno, pero no, solamente me acuerdo de que debí soñar algo maravilloso y que al final me sentía como expulsado (o yéndome, pero a la fuerza) del sueño que irremediablemente quedaba a mis espaldas. No sé si incluso se cerraba una puerta detrás de mí, creo que sí; de hecho se establecía una separación entre lo ya soñado (perfecto, esférico, concluido) y el ahora. Pero yo seguía durmiendo, lo de la expulsión y la puerta cerrándose también lo soñé.

Una certidumbre sola y terrible dominaba ese instante de tránsito dentro del sueño: saber que irremisiblemente esa expulsión comportaba el olvido total de la maravilla previa. Supongo que la sensación de puerta cerrándose era eso, el olvido fatal e instantáneo. Lo más asombroso es acordarme también de haber soñado que me olvidaba del sueño anterior, y de que ese sueño tenía que ser olvidado (yo expulsado de su esfera concluida).


Todo eso tendrá, me imagino, una raíz edénica. Tal vez el Edén, como lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que perviven en el inconsciente. De golpe comprendo mejor el espantoso gesto del Adán de Masaccio. Se cubre el rostro para proteger su visión, lo que fue suyo; guarda en esa pequeña noche manual el Último paisaje de su paraíso. Y llora (porque el gesto es también el que acompaña el llanto) cuando se da cuenta de que es inútil, que la verdadera condena es eso que ya empieza: el olvido del Edén, es decir la conformidad vacuna, la alegría barata y sucia del trabajo y el sudor de la frente y las vacaciones pagas.
En Rayuela, de Julio Cortázar.

jueves, 3 de agosto de 2017

Leo Maslíah: Biromes y servilletas.

En Montevideo hay poetas poetas poetas
que sin bombos ni trompetas trompetas trompetas
van saliendo de recónditos altillos altillos altillos
de paredes de silencios de redonda con puntillo.



 














Salen de agujeros mal tapados tapados tapados
y proyectos no alcanzados cansados cansados
que regresan en fantasmas de colores colores colores
a pintarte las ojeras y pedirte que no llores.

Tienen ilusiones compartidas partidas partidas
pesadillas adheridas heridas heridas
cañerías de palabras confundidas fundidas fundidas
a su triste paso lento por las calles y avenidas.

No pretenden glorias ni laureles, laureles, laureles
sólo pasan a papeles, papeles, papeles,
experiencias totalmente personales, zonales, zonales
elementos muy parciales que juntados no son tales.

Hablan de la aurora hasta cansarse, cansarse, cansarse
sin tener miedo a plagiarse, plagiarse, plagiarse
nada de eso importa ya mientras escriban, escriban, escriban
su manía su locura su neurosis obsesiva.

Andan por las calles los poetas poetas poetas
como si fueran cometas, cometas, cometas
en un denso cielo de metal fundido, fundido, fundido
impenetrable, desastroso, lamentable y aburrido.

En Montevideo hay biromes, biromes, biromes
desangradas en renglones, renglones, renglones
de palabras retorciéndose confusas, confusas, confusas
en delgadas servilletas como alcohólicas reclusas.

Andan por las calles escribiendo y viendo y viendo
lo que ven lo van diciendo y siendo y siendo
ellos poetas a la vez que se pasean, pasean, pasean
van contando lo que ven, y lo que no, lo fantasean.

Miran para el cielo los poetas, poetas, poetas
como si fueran saetas, saetas, saetas
arrojadas al espacio que un rodeo, rodeo, rodeo
hiciera regresar para clavarlas en Montevideo.

                                                       Leo Maslíah.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Fragmento de Espantapájaros.

Yo no tengo una personalidad: yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades. En mí, la personalidad es una especie de forunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, en el W.C... ¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera! 


Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan. ¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo -me pregunto- todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique por ejemplo con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarme de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de transatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca.

En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.

En Espantapájaros, de Oliverio Girondo.

martes, 1 de agosto de 2017

Cornelius Castoriadis: El imaginario social instituyente.

(...) La socialización no es una simple adjunción de elementos exteriores a un núcleo psíquico que quedaría inalterado; sus efectos están inextricablemente entramados con la psique que sí existe en la realidad efectiva. Esto vuelve incomprensible la ignorancia de los psicoanalistas contemporáneos respecto de la dimensión social de la existencia humana.

La cuestión de la sociedad -e indisociablemente de la historia- es evidentemente inmensa, y yo no intentaría resumir aquí lo que ya he expuesto en otros lugares. Me limito a algunos puntos, ya sea directamente pertinentes al tema que discutimos (el imaginario social instituyente), o bien relativos a las restricciones a las que está sometida la constitución imaginaria de la sociedad, que no tuve ocasión de tratar hasta ahora.


La sociedad es creación, y creación de sí misma autocreación. Es la emergencia de una nueva forma ontológica -un nuevo eidos- y de un nuevo nivel y modo de ser. Es una cuasi totalidad cohesionada por las instituciones (lenguaje, normas, familia, modos de producción) y por las significaciones que estas instituciones encarnan (tótems, tabúes, dioses, Dios, polis, mercancía, riqueza, patria, etc.). Ambas -instituciones y significaciones- representan creaciones ontológicas.

En ningún otro lado encontramos instituciones como modo de relación que mantengan la cohesión de los componentes de una totalidad; y no podemos “explicar” -producir causalmente o deducir racionalmente- ni la forma institución como tal, ni el hecho de la institución, ni las instituciones primarias específicas de cada sociedad. Y en ningún otro lado encontramos significación, es decir, el modo de ser de una idealidad efectiva y “actuante”, de un inmanente imperceptible -así como no podemos “explicar” la emergencia de las significaciones primarias (el Dios hebreo, la polis griega, etc.).

Hablo de autocreación, no de autorganización. En el caso de la sociedad, no encontramos un ensamblado de elementos preexistentes, cuya combinación podría haber producido cualidades nuevas o adicionales del todo. Los cuasi (o pseudo) “elementos” de una sociedad son creados por la sociedad misma. Porque Atenas existe, son necesarios atenienses y no “humanos” en general; pero los atenienses son creados solamente en y por Atenas. De este modo, la sociedad es siempre autoinstitución -pero para la casi totalidad de la historia humana, el hecho de esta autoinstitución ha sido ocultada por la institución misma de la sociedad.


La sociedad como tal es autocreación; y cada sociedad particular es una creación específica, la emergencia de otro eidos en el seno del eidos genérico “sociedad”. La sociedad es siempre histórica en sentido amplio, pero propio, del término: atraviesa siempre un proceso de autoalteración, es un proceso de autoalteración. Este proceso puede ser, y ha sido casi siempre, lo suficientemente lento como para ser imperceptible. Pero en nuestra pequeña provincia sociohistórica ha sido, durante los últimos 400 años, más rápido y violento. La pregunta acerca de la identidad diacrónica de una sociedad, la cuestión de saber cuando una sociedad deja de ser “la misma” y deviene “otra” es una pregunta histórica concreta a la cual la lógica habitual no puede ofrecer respuesta (¿son la Roma de la primera República, la de Marius y Sylla, etc., “la misma Roma”?).

Como no son producibles causalmente, ni deductibles racionalmente, las instituciones y las significaciones imaginarias sociales de cada sociedad son creaciones libres e inmotivadas del colectivo anónimo concernido. Son creaciones ex nihilo, no cum nihilo. Esto quiere decir que son creaciones con restricciones...

Fragmento de El imaginario social instituyente, de Cornelius Castoriadis.