El
bar es incesante. Es imposible
alcanzar sus confines. Del modo más caprichoso se suceden salones,
mostradores, pasillos y reservados. Nadie
ha podido establecer nunca cuál es la puerta del bar. La opinión
mayoritaria es que no hay forma de salir de él. Sin embargo, muchos
buscan la salida. Es el sueño romántico más frecuente de este
tugurio. Hombres jóvenes, inconformes, beligerantes, eligen una
dirección cualquiera y avanzan desaforadamente buscando la puerta, o
el centro, o la explicación del bar.
Generalmente,
nadie vuelve a verlos. Algunos regresan mucho tiempo después, casi
siempre por el lado contrario al que eligieron para irse. El cafetín
es un laberinto. Nuestro destino es extraviarnos en sus encrucijadas.
Pero algunos presienten una verdad aún más terrible: no se puede
salir del bar no por la falta de puertas, ni por la disposición
caprichosa de sus instalaciones, sino porque no hay otra cosa que el
bar. El afuera no existe.
Si
es verdad que los parroquianos están condenados a vagar
perpetuamente por los mismos lugares, también es cierto que sus
conductas se repiten del mismo modo inevitable. Pero ellos no lo
saben. Se mueven con soberbia, como si decidieran sus propias
acciones. Y no es así. Sólo cumplen con ajenas voluntades. Los
mozos, los músicos, los borrachos, las prostitutas y los jugadores
están aquí desde el comienzo de los tiempos y aquí permanecerán,
recorriendo trayectos ancestrales con aires de inauguración.
Cada
tanto, un viento de loca esperanza entra en el bar. Misteriosamente
los parroquianos empiezan a creer que todo tiene un propósito, que
cada uno de sus patéticos esfuerzos está destinado a un logro final
y que fuera del bar hay cielos límpidos y amores venturosos que
darán sentido hasta al último de los versos oscuros.
El
hombre a quien llaman el Narrador de Historias está obligado a
contar un cuento cada noche, cuando el reloj da las doce. Nadie le
presta atención. Anda siempre con unos libros grasientos. En ellos
hay —según se dice— infinitos relatos. Los libros son siete, o
acaso cinco. Existe la sensación de que cada uno sigue preceptos
diferentes. Ada, la bruja, ha dicho que el Libro Rojo contiene un
solo relato y que ese relato revela los secretos de la libertad. Pero
el Narrador jamás abre el Libro Rojo. El Libro Blanco contiene
falsos secretos; el Libro Verde Clarito es igual al Libro Amarillo.
A
veces, los ladrones roban los libros del Narrador. Algunos
parroquianos pagan por ellos unas monedas y tratan de leerlos. El
desengaño es inevitable. Las páginas están escritas con una tinta
sutil que se borra al tomar contacto con el aire. Una y otra vez, el
Narrador recupera los libros y los ladrones vuelven a robarlos.
Con
el tiempo se han hecho torpes duplicados y ya no se sabe si los
textos que lee son los verdaderos, o copias fieles, o relatos falsos.
En Bar del infierno,
de Alejandro Dolina.
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