Y
mientras alguien como siempre explica alguna cosa, yo no sé por qué
estoy en el café, en todos los cafés, (...)
(...)
son más que eso, son el territorio neutral para los apátridas del
alma, el centro inmóvil de la rueda desde donde uno puede alcanzarse
a sí mismo en plena carrera, verse entrar y salir como un maníaco,
envuelto en mujeres o pagarés o tesis epistemológicas, y mientras
revuelve el café en la tacita que va de boca en boca por el filo de
los días, puede desapegadamente intentar la revisión y el balance,
igualmente alejado del yo que entró hace una hora en el café y del
yo que saldrá dentro de otra hora. Autotestigo y autojuez,
autobiógrafo irónico entre dos cigarrillos.
En
los cafés me acuerdo de los sueños, un no man’s land
suscita el otro; ahora me acuerdo de uno, pero no, solamente me
acuerdo de que debí soñar algo maravilloso y que al final me sentía
como expulsado (o yéndome, pero a la fuerza) del sueño que
irremediablemente quedaba a mis espaldas. No sé si incluso se
cerraba una puerta detrás de mí, creo que sí; de hecho se
establecía una separación entre lo ya soñado (perfecto, esférico,
concluido) y el ahora. Pero yo seguía durmiendo, lo de la expulsión
y la puerta cerrándose también lo soñé.
Una
certidumbre sola y terrible dominaba ese instante de tránsito dentro
del sueño: saber que irremisiblemente esa expulsión comportaba el
olvido total de la maravilla previa. Supongo que la sensación de
puerta cerrándose era eso, el olvido fatal e instantáneo. Lo más
asombroso es acordarme también de haber soñado que me olvidaba del
sueño anterior, y de que ese sueño tenía que ser olvidado (yo
expulsado de su esfera concluida).
Todo
eso tendrá, me imagino, una raíz edénica. Tal vez el Edén, como
lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos
ratos fetales que perviven en el inconsciente. De golpe comprendo
mejor el espantoso gesto del Adán de Masaccio. Se cubre el rostro
para proteger su visión, lo que fue suyo; guarda en esa pequeña
noche manual el Último paisaje de su paraíso. Y llora (porque el
gesto es también el que acompaña el llanto) cuando se da cuenta de
que es inútil, que la verdadera condena es eso que ya empieza: el
olvido del Edén, es decir la conformidad vacuna, la alegría barata
y sucia del trabajo y el sudor de la frente y las vacaciones pagas.
En
Rayuela, de Julio Cortázar.
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