¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 20 de julio de 2018

Instrucciones para la reconstrucción de la personalidad.

Esto se me antojó interesante y entré en aquella puerta. Me acogió una estancia a media luz y en silencio; allí estaba sentado en el suelo, sin silla, al uso oriental, un hombre que tenía ante sí una cosa parecida a un tablero grande de ajedrez. En el primer momento me pareció que era el amigo Pablo, por lo menos llevaba el hombre un batín de seda multicolor por el estilo y tenía los mismos ojos radiantes oscuros.

-¿Es usted Pablo? -pregunté.
-No soy nadie -declaró amablemente-. Aquí no tenemos nombres, aquí no somos personas. Yo soy un jugador de ajedrez. ¿Desea usted una lección acerca de la reconstrucción de la personalidad?
-Sí, se lo suplico.
-Entonces tenga la bondad de poner a mi disposición un par de docenas de sus figuras.
-¿De mis figuras...?
-Las figuras en las que ha visto usted descomponerse su llamada personalidad. Sin figuras no me es posible jugar.


Me puso un espejo delante de la cara, otra vez vi allí la unidad de mi persona descompuesta en muchos yos, su número parecía haber aumentado más. Pero las figuras eran ahora muy pequeñas, aproximadamente como figuras manejables de ajedrez, y el jugador, con sus dedos silenciosos y seguros, cogió unas docenas de ellas y las puso en el suelo junto al tablero.
Luego habló como el hombre que repite un discurso o una lección dicha muchas veces:

-La idea equivocada y funesta de que el hombre sea una unidad permanente, le es a usted conocida. También sabe que el hombre consta de una multitud de almas, de muchísimos yos. Descomponer en estas numerosas figuras la aparente unidad de la persona se tiene por locura, la ciencia ha inventado para ello el nombre de esquizofrenia. La ciencia tiene en esto razón en cuanto es natural que ninguna multiplicidad puede dominarse sin dirección, sin un cierto orden y agrupamiento. En cambio, no tiene razón en creer que sólo es posible un orden único, férreo y para toda la vida, de los muchos sub-yos. Este error de la ciencia trae no pocas consecuencias desagradables; su valor está exclusivamente en que los maestros y educadores puestos por el Estado ven su trabajo simplificado y se evitan el pensar y la experimentación.

Como consecuencia de aquel error pasan muchos hombres por «normales», y hasta por representar un gran valor social, que están irremisiblemente locos, y a la inversa, tienen a muchos por locos, que son genios. Nosotros completamos por eso la psicología defectuosa de la ciencia con el concepto de lo que llamamos arte reconstructivo. Al que ha experimentado la descomposición de su yo> le enseñamos que los trozos pueden acoplarse siempre en el orden que se quiera, y que con ellos se logra una ilimitada diversidad del juego de la vida. Lo mismo que los poetas crean un drama con un puñado de figuras, así construimos nosotros con las figuras de nuestros yos separados constantemente grupos nuevos, con distintos juegos y perspectivas, con situaciones eternamente renovadas. ¡Vea usted!

Con los dedos silenciosos e inteligentes, cogió mis figuras, todos los ancianos, jóvenes, niños y mujeres, todas las piececillas alegres y las tristes, las vigorosas y las débiles, las ágiles y las pesadas; las ordenó con rapidez sobre el tablero formando una combinación, en la que aquéllas se reunían al punto en grupos y familias, en juegos y en luchas, en amistades y en bandos enemigos, reflejando al mundo en miniatura. Ante mis ojos arrobados hizo moverse un rato al pequeño mundo lleno de agitación, y al mismo tiempo tan en orden; lo hizo jugar y luchar, concertar alianzas y librar batallas, comprometerse entre si, casarse, multiplicarse; era en efecto un drama de muchos personajes, interesante y movido.

Luego pasó la mano con un gesto sereno por el tablero, tumbó suavemente todas las figuras, las juntó en un montón y fue construyendo, artista complicado, con las mismas figuras un juego completamente nuevo, con grupos, relaciones y nexos diferentes en absoluto. El segundo juego se parecía al primero; era el mismo mundo, estaba compuesto del mismo material, pero la tonalidad había variado, el compás era distinto, los motivos estaban subrayados de otra manera, las situaciones, colocadas de otro modo.

Y así construyendo el inteligente artífice con las figuras, cada una de las cuales era un pedazo de mí mismo, numerosos juegos, todos parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes al mismo mundo, como comprometidos al mismo origen, cada uno, sin embargo, enteramente nuevo.

-Esto es arte de vivir -dijo doctoralmente-; usted mismo puede ya de aquí en adelante seguir conformando y animando, complicando y enriqueciendo a su capricho el juego de su vida; está en su mano. Así como la locura, en un grado superior, es el principio de toda ciencia, así es la esquizofrenia el principio de todo arte, de toda fantasía. Hay sabios que se han dado cuenta ya de esto a medias, como puede comprobarse, por ejemplo, en El cuerno maravilloso del príncipe, aquel libro encantador, en el cual el trabajo penoso y aplicado de un sabio es ennoblecido por la cooperación genial de una multitud de artistas locos y encerrados en manicomios. Tome, guarde usted para sí sus figuritas; el juego le proporcionará placer aún muchas veces. La figura que hoy, haciendo de coco insoportable, le eche a perder el juego, mañana podrá usted degradarla, convirtiéndola en un comparsa insignificante. Usted, al juego siguiente, puede hacer una princesa de la pobre y simpática figurilla que durante toda una combinación parecía condenada a irremediable desventura. Le deseo que se divierta mucho, caballero.

Me incliné profundamente y, agradecido ante este inteligente jugador de ajedrez, guardé las figuritas en mi bolsillo y me retiré por la puerta angosta. En realidad me había figurado que al momento me sentaría en el suelo en el corredor para jugar con las figuras horas enteras, toda una eternidad; pero apenas estuve otra vez en el pasillo luminoso y redondo del teatro, cuando nuevas corrientes, más fuertes que yo, me apartaron de esto.

En El lobo estepario de Hermann Hesse.

jueves, 19 de julio de 2018

Sobre el aligeramiento de la vida.





















Uno de los grandes medios de hacer la vida más ligera es idealizar todos los acontecimientos, pero conviene pedir a la pintura que nos dé una idea clara de lo que es idealizar.

El pintor ruega al que contempla el cuadro que no lo mire desde demasiado cerca, ni con demasiada agudeza ni exactitud; le pide que retroceda un poco para contemplar su obra desde lejos, porque está obligado a contar con una determinada distancia entre el cuadro y el que lo contempla; ha de admitir incluso en este último un grado de agudeza visual también determinado; en estas cuestiones no te está permitida la más mínima duda.

Quien quiera idealizar su vida deberá, entonces, no tratar de verla demasiado al detalle, y obligar siempre a su vista a retroceder a una determinada distancia.

Este artificio lo entendía muy bien un Goethe, por ejemplo.

En Humano, demasiado humano, de Friedrich Nietzsche.

lunes, 16 de julio de 2018

Una lacra sin nombre.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

De la xenofobia a la aporofobia.

Al comienzo de esa novela extraordinaria que es Cien años de soledad, Gabriel García Márquez recrea el escenario del libro del Génesis, pero en esta ocasión no lo sitúa entre los ríos Tigris y Éufrates, en el Jardín del Edén, sino en Macondo, la aldea colombiana en que transcurre la historia de la familia Buendía. Y, como en el texto bíblico, cuenta que en el origen de los tiempos muchas cosas carecían de nombre, por eso para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

Ciertamente, la historia humana consiste, al menos en cierta medida, en ir poniendo nombres a las cosas para incorporarlas al mundo humano del diálogo, la conciencia y la reflexión, al ser de la palabra y la escritura, sin las que esas cosas no son parte nuestra. Sobre todo, porque las casas de barro y cañabrava y las piedras pulidas del río pueden señalarse con el dedo, pero ¿cómo mencionar las realidades personales y sociales para poder reconocerlas, si no tienen un cuerpo físico?

Es imposible indicar con el dedo la democracia, la libertad, la conciencia, el totalitarismo, la belleza, la hospitalidad o el capitalismo financiero; como es imposible señalar físicamente la xenofobia, el racismo, la misoginia, la homofobia, la cristianofobia o la islamofobia. Por eso, estas realidades sociales necesitan nombres que nos permitan reconocerlas para saber de su existencia, para poder analizarlas y tomar posición ante ellas. En caso contrario, si permanecen en la bruma del anonimato, pueden actuar con la fuerza de una ideología, entendida en un sentido de la palabra cercano al que Marx le dio: como una visión deformada y deformante de la realidad, que destilan la clase dominante o los grupos dominantes en ese tiempo y contexto para seguir manteniendo su dominación. La ideología, cuanto más silenciosa, más efectiva, porque ni siquiera se puede denunciar. Distorsiona la realidad ocultándola, envolviéndola en el manto de la invisibilidad, haciendo imposible distinguir los perfiles de las cosas. De ahí que la historia consista, al menos en cierta medida, en poner nombres a las cosas, tanto a las que pueden señalarse con el dedo como, sobre todo, a las que no pueden señalarse porque forman parte de la trama de nuestra realidad social, no del mundo físico.


Así ha ocurrido con la xenofobia o el racismo, tan viejos como la humanidad misma, que ya cuentan con un nombre con el que poder criticarlos. Lo peculiar de este tipo de fobias es que no son producto de una historia personal de odio hacia una persona determinada con la que se han vivido malas experiencias, sea a través de la propia historia o de la historia de los antepasados, sino que se trata de algo más extraño. Se trata de la animadversión hacia determinadas personas, a las que las más de las veces no se conoce, porque gozan de la característica propia de un grupo determinado, que quien experimenta la fobia considera temible o despreciable, o ambas cosas a la vez.

En todos los casos, quien desprecia asume una actitud de superioridad con respecto al otro, considera que su etnia, raza, tendencia sexual o creencia — sea religiosa o atea— es superior y que, por lo tanto, el rechazo del otro está legitimado. Éste es un punto clave en el mundo de las fobias grupales: la convicción de que existe una relación de asimetría, de que la raza, etnia, orientación sexual, creencia religiosa o atea del que desprecia es superior a la de quien es objeto de su rechazo. Por eso se consideran legitimados para atacarle de obra y de palabra, que, a fin de cuentas, es también una manera de actuar.

En esta tarea de legitimar opciones vitales más que dudosas tiene un papel importante nuestro cerebro interpretador, que se apresura a tejer una historia tranquilizadora para poder permanecer en equilibrio. Y esta interpretación de la superioridad es una de las que más funcionan en la vida cotidiana, aunque esa presunta superioridad no tenga realmente la menor base biológica ni cultural.

(...) en los países democráticos, que se pronuncian a favor de la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, reconocer los casos de xenofobia, racismo, homofobia y maltrato, y combatirlos, es ya una tarea que corresponde al Derecho y a la policía, y es una tarea bien ardua, no sólo porque rara vez se denuncian los delitos o las incidencias de odio, ni tampoco porque no existe preparación suficiente para gestionarlos. Es verdad que en todos esos casos resulta enormemente difícil discernir cuándo la soflama que se lanza contra un determinado grupo, de una forma u otra, es un discurso que incurre en delito de odio, que debe estar legalmente tipificado y debe ser castigado por incitar al odio, y cuándo es un caso de libertad de expresión. Pero lo peor de todo es que abundan los partidos políticos que apuestan por el discurso xenófobo como seña de identidad y como incentivo para ganar votos. Y, desgraciadamente, les da buen resultado, sobre todo en épocas de crisis, cuando echar mano de un chivo expiatorio resulta muy rentable para quienes no tienen nada positivo que ofrecer.

Sin duda, las actitudes xenófobas y racistas, que son tan viejas como la humanidad, sólo en algún momento histórico fueron reconocidas como tales, sólo en algún momento las gentes pudieron señalarlas con el dedo de su nombre y evaluarlas desde la perspectiva de otra realidad social, que es el compromiso con el respeto a la dignidad humana. Es imposible respetar a las personas concretas y a la vez atacar a algunas de ellas por el simple hecho de pertenecer a un grupo, sea de palabra o de obra, porque la palabra no invita únicamente a la acción de violar la dignidad personal, sino que a la vez es ella misma una acción.


Sin embargo, y a pesar de que el termómetro de la xenofobia ha subido una gran cantidad de grados en países de la Unión Europea, sobre todo desde el comienzo de la crisis, mirando las cosas con mayor detención no está tan claro, como hemos comentado, que en la raíz de este ascenso se encuentre sólo una actitud como la xenofobia. (…) el 25 de junio de 2016, apenas conocido el resultado del referéndum británico, que se pronunciaba a favor del brexit, aunque fuera por un margen muy escuálido, la prensa trajo dos noticias interesantes que afectaban a Gran Bretaña y a España. En Gran Bretaña las gentes se sentían preocupadas, entre otras cosas, porque los emigrantes españoles que trabajaban en el sector sanitario alcanzaban una elevada cifra entre médicos y enfermeras y eran, además, de una excelente calidad. Se trataba de inmigrantes cualificados, muy bien formados, que permitían engrosar el PIB del país y mejorar el bienestar de la población.

Naturalmente, por muy extranjeros que fueran, no había el menor interés en expulsarlos, sino que más bien era un alivio percatarse de que el proceso de abandono de la Unión Europea iba a ser tan largo que no había que preocuparse de que tan buenos profesionales tuvieran que dejar el país. El famoso «in-in», «out-out» quedó entre paréntesis en cuanto el pragmatismo de un lado y otro aconsejó ir construyendo muy pausadamente el proceso de separación. La célebre afirmación «Brexit is brexit» fue un bello rótulo para una absoluta vaciedad. Nadie sabe en qué va a consistir ese proceso de salida de Gran Bretaña de la Unión Europea que, al parecer, nadie quiere, incluidos muchos de los que votaron por el «sí» y después denunciaron a sus dirigentes por haberles mentido. Pero lo más notable es que al mismo tiempo en España nos preguntábamos por la suerte de una gran cantidad de inmigrantes británicos, afincados en las costas españolas, sobre todo, al sur y al este del país, que suponen buenos ingresos allá donde se instalan. Claro que en este caso los extranjeros sacaban buenos réditos del sol y de la Seguridad Social, pero también a España le interesaba su permanencia en nuestra tierra. Y, curiosamente, también en este caso suponía un balón de oxígeno el desconcierto ante el proceso que había que seguir por el Brexit, dada la ambigüedad del famoso artículo 50 del Tratado de la Unión Europa.

En conclusión, el personal sanitario español, bien formado, interesa a Reino Unido, y los jubilados británicos, que vienen a España a disfrutar del clima en sus últimos tiempos, interesan a España. Ni asomo de aversión en ninguno de los dos casos; no parece que sea el extranjero, por el hecho de serlo, el que produce rechazo. Tal vez genere inseguridad en el trato, porque la diferencia de idioma y costumbres resta esa familiaridad que se tiene con los de igual lengua y tradiciones, pero no parece generar aversión y rechazo.

Y es que no repugnan los orientales capaces de comprar equipos de fútbol o de traer lo que en algún tiempo se llamaban «petrodólares», ni los futbolistas de cualquier etnia o raza, que cobran cantidades millonarias pero son decisivos a la hora de ganar competiciones. Ni molestan los gitanos triunfadores en el mundo del flamenco, ni rechazamos a los inversores extranjeros que montan en nuestro país fábricas de automóviles, capaces de generar empleo, centros de ocio, a los que se da el permiso de fumar en sus locales y bastantes privilegios más. Y todo ese largo etcétera de aportaciones extranjeras que aumentan el PIB.

Por el contrario, lo cierto es que las puertas se cierran ante los refugiados políticos, ante los inmigrantes pobres, que no tienen que perder más que sus cadenas, ante los gitanos que venden papelinas en barrios marginales y rebuscan en los contenedores, cuando en realidad en nuestro país son tan autóctonos como los payos, aunque no pertenezcan a la cultura mayoritaria. Las puertas de la conciencia se cierran ante los mendigos sin hogar, condenados mundialmente a la invisibilidad.

El problema no es entonces de raza, de etnia ni tampoco de extranjería. El problema es de pobreza. Y lo más sensible en este caso es que hay muchos racistas y xenófobos, pero aporófobos, casi todos.

Es el pobre, el áporos, el que molesta, incluso el de la propia familia, porque se vive al pariente pobre como una vergüenza que no conviene airear, mientras que es un placer presumir del pariente triunfador, bien situado en el mundo académico, político, artístico o en el de los negocios. Es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, a las razas y a aquellas etnias que habitualmente no tienen recursos y, por lo tanto, no pueden ofrecer nada, o parece que no pueden hacerlo.

En Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia, de Adela Cortina.