(…)
Llegué hasta el interior del Palacio del Imperio Celeste y supe enseguida que
iría a desobedecer Su orden.
El
Viejo de Mierda Hijo del Cielo, el Dios malsano entre los dioses, pretendería
que como poeta le escribiera las loas propicias para celebrar la ocasión.
Las
katanas de los soldados estaban afiladas, podían seccionar el torso de un
hombre a la mitad, de un solo tajo, sin que la parte de arriba se separara de
la parte de abajo, tal el hilo mortífero de la orilla de su acero templado con
sangre de los pequeños propietarios que osaron eludir al menos en parte los
impuestos a las retribuciones personales y los tributos de mijo y de arroz que
el gobierno les impuso en su momento.
A la
gente le gusta desobedecer.
Por
eso muere en forma violenta. Por eso se producen las luchas intestinas del
imperio, se lleva a cabo el martirologio, por eso los poetas debemos disimular
cumplir las órdenes y desobedecer con la máxima astucia, dentro de las palabras
de nuestras canciones, con ciertos palitos de ciertos ideogramas que tórnanse
en dardos venenosos y que el emperador, desconfiado pero incauto, aplaude sin
entender, se rasca.
La
poesía no es para ser entendida.
No
se entiende un poema.
Quien
entienda porqué el saltamontes se posa en un diamante y lo convierte en mierda,
quién entienda porqué la pulga es la perla saltarina, la joya y la alegría de
los mendigos, quien entienda el motivo por el que la luna llena llora en mitad
de este texto, no sabe nada, no comprende qué es la vida y la muerte, no
acaricia la piel dúctil y resistente de la desobediencia. Gozar un poema es
desobedecer su sentido aparente, su disfraz primario de animal cetrino.
Gozar
un poema es comer su carne cruda, su llaga viva, sangrante, su alegría, su
peste, su aroma, el jugo de la rosa que se abre en su centro: su anatema.
Gozar
un poema no es entender el poema.
Pretender
“comprender” o “explicar” un poema o un conjunto de poemas o una historia como
la que cuenta El libro de la
desobediencia es orinar fuera del mingitorio de oro y piedras preciosas, es
perder el secreto que nos libra del yugo, de la pata o zarpa infecta de la
autoridad, del ruidito reiterativo y complaciente que hacen los caireles del
bufón junto a la vara o cetro del Poder donde se sientan, ensartados, los que
mandan.
En El libro de la desobediencia, de Rafael
Courtoisie.
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