En
los últimos años de la era pagana, Horacio formula su célebre
Carpe diem, que tan formidable eco ha tenido en los siglos
venideros. Ahora bien, el autor de las Sátiras conocía bien
el epicureismo. ¿Quién fue su cicerone? Filodemo de Gádara, el
hombre de la villa de los cerditos votivos, el autor de libros sobre
música y poesía, el escritor de epigramas ligeros, así como el
signatario de un tratado sobre la muerte que pone en relación íntima
y consecuente lo trágico de la entropía, los efectos del tiempo y
la necesidad de una existencia densa, llena, lujuriosa y tornasolada.
El epicureismo horaciano deja atrás la rigidez doctrinal del
Maestro, para proponer, de forma versificada, una ética de la cura
de sí y del otium -el ocio- que permitirá la fundación de
un libertinaje solar.
Lo
esencial del mensaje ofrecido por el poeta latino reside en la
celebración de la autonomía, en su sentido etimológico: el arte de
ser para uno mismo su propia norma, de decidir y de querer la propia
existencia, de estar lo menos sometido posible a los caprichos de los
otros, de fabricar soberanamente los detalles de la propia vida, de
elaborar libremente el empleo del tiempo sin rendir cuentas a nadie.
Lo mismo sucede en la cuestión de la relación con el otro,
independientemente del modo -amistoso, amoroso o neutro- en que se
efectúe. Advertido de los dolores del amor y de la necesidad de
evitar la pena, Horacio afirma la posibilidad, incluso el deber, de
resolver el deseo a través de un placer que en ningún caso se pague
con displaceres. Perfume de Epicuro y de Lucrecio...
De
ahí la estética de la dilatación del tiempo presente que
estructura toda la ética hedonista desde su origen histórico libio.
Encantado, constato por otra parte que en su obra completa, compuesta
por millares de versos, Horacio cita ocho veces a Aristipo de Cirene
y una sola a Epicuro. De hecho, la moral horaciana eudemonista se
apoya tanto en el epicureismo ampliado como en la escuela cirenaica,
al menos en esta cuestión esencial de la definición y uso del
presente. La opción ontológica del poeta consiste en no turbar el
instante con inútiles consideraciones nostálgicas sobre el pasado o
predictivas sobre el futuro. El momento en el que cada cual vive
define la única dimensión real y visible -materialista- del tiempo.
Ayer y mañana no constituyen más que ficciones, quimeras. Se trata
de evitar su interferencia en la verdad del aquí y del ahora.
El
libertinaje inscribe su acción en el marco de la pura inmediatez,
sin dar importancia al pasado o al futuro, enteramente preocupado por
hacer del presente un tiempo denso y magnífico, alegre y gozoso. A
cada instante siguen otros instantes: la duración se construye con
estos momentos yuxtapuestos que acaban por hacer emerger una
coherencia, un sentido, una dirección. Es inútil sufrir por los
errores pasados, recordar machaconamente las penas de antaño o los
sufrimientos de hace poco, conservar el dolor del tiempo perdido que
jamás regresará; es inútil, por tanto, temer al porvenir, temblar
ante el vacío del futuro, sentir pánico frente a la nada de los
días presagiados -aún más angustiarse por la idea de una eternidad
poblada de infierno o de condena-. Sólo existe el presente.
Carpe
diem, quam mínimum crédula postero: "Disfruta del presente
dando el mínimo crédito al porvenir", dice la undécima Oda
del primer libro. El consejo vale también para el amor. No hay
ninguna necesidad de vivir como un parásito del momento presente con
consideraciones ociosas sobre los reproches y los deberes de una
acción, sobre las causas o las consecuencias de un gesto, de una
palabra, de un proyecto, sobre los efectos que se derivan
necesariamente de la historia momentánea: que triunfen la pura
voluptuosidad del instante, la única realidad del presente. Nada de
proyectos astronómicos, ninguna atrabilis subiendo por la garganta:
adhirámonos francamente a la inmediatez. Horacio enseña a amar la
vida, a encontrarle virtudes y valores en la única dimensión en la
que se presenta a la conciencia subjetiva y viviente. Su tiempo
coincide con el de la naturaleza, con el del cosmos, con el de las
estaciones: implica una teoría de la presencia en el mundo
radicalmente opuesta a la ideología de la proyección que anima a
las morales de la salvación, a las soteriologías religiosas y a los
discursos propios del Juicio Final o de las profecías de los tiempos
venideros. No hay paraíso, ni purgatorio, ni infierno, no hay
trompetas angélicas ni peso de las almas, no hay medida moral futura
para los gestos, las palabras o las intenciones pasadas, no hay
castigo prometido o anunciado, ninguna culpa que expiar mañana o
pasado mañana, ningún tribunal, ni jueces ni justiciables, no hay
cuentas pendientes, no hay memoria punitiva, ni castración;
solamente períodos de tiempo magníficos -la salvación horaciana-,
o catastróficos -el pecado mortal de los hedonistas-. No hay más
que el arte de habitar el tiempo puntual.
El
placer no reside en un objeto hipotético, imposible de alcanzar,
siempre frustrante, sino en la dimensión radicalmente real, visible
y expansiva del mundo. El libertinaje invita a descubrir el puro goce
de existir, de estar en el mundo, de vivir, de sentirse energía en
movimiento, fuerza dinámica. También en el terreno amoroso, sensual
o sexual. Ampliar el ser a las dimensiones del mundo, condescender a
las voluptuosidades de la vitalidad que nos atraviesa
permanentemente: he aquí el arte de esculpir el tiempo, de
convertirlo en un poder cómplice. Pongamos a distancia, tan a menudo
como sea posible, la negatividad que siempre busca un objeto.
En
Teoría del cuerpo enamorado, de Michel Onfray.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario