¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 13 de julio de 2018

Carpe diem, quam mínimum crédula postero.

En los últimos años de la era pagana, Horacio formula su célebre Carpe diem, que tan formidable eco ha tenido en los siglos venideros. Ahora bien, el autor de las Sátiras conocía bien el epicureismo. ¿Quién fue su cicerone? Filodemo de Gádara, el hombre de la villa de los cerditos votivos, el autor de libros sobre música y poesía, el escritor de epigramas ligeros, así como el signatario de un tratado sobre la muerte que pone en relación íntima y consecuente lo trágico de la entropía, los efectos del tiempo y la necesidad de una existencia densa, llena, lujuriosa y tornasolada. El epicureismo horaciano deja atrás la rigidez doctrinal del Maestro, para proponer, de forma versificada, una ética de la cura de sí y del otium -el ocio- que permitirá la fundación de un libertinaje solar.

Lo esencial del mensaje ofrecido por el poeta latino reside en la celebración de la autonomía, en su sentido etimológico: el arte de ser para uno mismo su propia norma, de decidir y de querer la propia existencia, de estar lo menos sometido posible a los caprichos de los otros, de fabricar soberanamente los detalles de la propia vida, de elaborar libremente el empleo del tiempo sin rendir cuentas a nadie. Lo mismo sucede en la cuestión de la relación con el otro, independientemente del modo -amistoso, amoroso o neutro- en que se efectúe. Advertido de los dolores del amor y de la necesidad de evitar la pena, Horacio afirma la posibilidad, incluso el deber, de resolver el deseo a través de un placer que en ningún caso se pague con displaceres. Perfume de Epicuro y de Lucrecio...


De ahí la estética de la dilatación del tiempo presente que estructura toda la ética hedonista desde su origen histórico libio. Encantado, constato por otra parte que en su obra completa, compuesta por millares de versos, Horacio cita ocho veces a Aristipo de Cirene y una sola a Epicuro. De hecho, la moral horaciana eudemonista se apoya tanto en el epicureismo ampliado como en la escuela cirenaica, al menos en esta cuestión esencial de la definición y uso del presente. La opción ontológica del poeta consiste en no turbar el instante con inútiles consideraciones nostálgicas sobre el pasado o predictivas sobre el futuro. El momento en el que cada cual vive define la única dimensión real y visible -materialista- del tiempo. Ayer y mañana no constituyen más que ficciones, quimeras. Se trata de evitar su interferencia en la verdad del aquí y del ahora.

El libertinaje inscribe su acción en el marco de la pura inmediatez, sin dar importancia al pasado o al futuro, enteramente preocupado por hacer del presente un tiempo denso y magnífico, alegre y gozoso. A cada instante siguen otros instantes: la duración se construye con estos momentos yuxtapuestos que acaban por hacer emerger una coherencia, un sentido, una dirección. Es inútil sufrir por los errores pasados, recordar machaconamente las penas de antaño o los sufrimientos de hace poco, conservar el dolor del tiempo perdido que jamás regresará; es inútil, por tanto, temer al porvenir, temblar ante el vacío del futuro, sentir pánico frente a la nada de los días presagiados -aún más angustiarse por la idea de una eternidad poblada de infierno o de condena-. Sólo existe el presente.

Carpe diem, quam mínimum crédula postero: "Disfruta del presente dando el mínimo crédito al porvenir", dice la undécima Oda del primer libro. El consejo vale también para el amor. No hay ninguna necesidad de vivir como un parásito del momento presente con consideraciones ociosas sobre los reproches y los deberes de una acción, sobre las causas o las consecuencias de un gesto, de una palabra, de un proyecto, sobre los efectos que se derivan necesariamente de la historia momentánea: que triunfen la pura voluptuosidad del instante, la única realidad del presente. Nada de proyectos astronómicos, ninguna atrabilis subiendo por la garganta: adhirámonos francamente a la inmediatez. Horacio enseña a amar la vida, a encontrarle virtudes y valores en la única dimensión en la que se presenta a la conciencia subjetiva y viviente. Su tiempo coincide con el de la naturaleza, con el del cosmos, con el de las estaciones: implica una teoría de la presencia en el mundo radicalmente opuesta a la ideología de la proyección que anima a las morales de la salvación, a las soteriologías religiosas y a los discursos propios del Juicio Final o de las profecías de los tiempos venideros. No hay paraíso, ni purgatorio, ni infierno, no hay trompetas angélicas ni peso de las almas, no hay medida moral futura para los gestos, las palabras o las intenciones pasadas, no hay castigo prometido o anunciado, ninguna culpa que expiar mañana o pasado mañana, ningún tribunal, ni jueces ni justiciables, no hay cuentas pendientes, no hay memoria punitiva, ni castración; solamente períodos de tiempo magníficos -la salvación horaciana-, o catastróficos -el pecado mortal de los hedonistas-. No hay más que el arte de habitar el tiempo puntual.

El placer no reside en un objeto hipotético, imposible de alcanzar, siempre frustrante, sino en la dimensión radicalmente real, visible y expansiva del mundo. El libertinaje invita a descubrir el puro goce de existir, de estar en el mundo, de vivir, de sentirse energía en movimiento, fuerza dinámica. También en el terreno amoroso, sensual o sexual. Ampliar el ser a las dimensiones del mundo, condescender a las voluptuosidades de la vitalidad que nos atraviesa permanentemente: he aquí el arte de esculpir el tiempo, de convertirlo en un poder cómplice. Pongamos a distancia, tan a menudo como sea posible, la negatividad que siempre busca un objeto.

En Teoría del cuerpo enamorado, de Michel Onfray.

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