Con
la primavera, cientos de miles de ciudadanos salen el domingo con el
estuche en bandolera. Y se fotografían. Vuelven contentos como
cazadores con el morral repleto, pasan los días esperando con dulce
ansiedad las fotos reveladas (ansiedad a la que algunos añaden el
sutil placer de las manipulaciones alquímicas en la cámara oscura,
vedada a las intrusiones de los familiares y acre de ácidos al
olfato), y sólo cuando tienen las fotos delante de los ojos parecen
tomar posesión tangible del día transcurrido, sólo entonces el
torrente alpino, el gesto del nene con el cubo, el reflejo del sol en
la pierna de la esposa adquieren la irrevocabilidad de lo que ha sido
y ya no puede ser puesto en duda. Lo demás puede ahogarse
decididamente en la sombra insegura del recuerdo.
En
la frecuentación de los amigos y colegas, Antonino Paraggi,
no-fotógrafo, advertía un creciente aislamiento. Cada semana
descubría que en las conversaciones de los que magnifican la
sensibilidad de un diafragma o discurren sobre el número de dinas se
unía la voz de alguien a quien hasta ayer había confiado, seguro de
compartirlos, sus sarcasmos hacia una actividad para él tan poco
excitante y tan pobre en imprevistos.
Como
profesión, Antonino Paraggi desempeñaba funciones ejecutivas en los
servicios de distribución de una empresa productiva, pero su
verdadera pasión era comentar con los amigos los acontecimientos
pequeños y grandes, desentrañando de los embrollos particulares el
hilo de las razones generales; era, en suma, por actitud mental, un
filósofo y ponía todo su amor propio en conseguir explicarse
incluso los hechos más alejados de su experiencia. Ahora bien,
sentía que algo en la esencia del hombre fotográfico se le
escapaba, el secreto llamamiento en respuesta al cual nuevos adeptos
seguían enrolándose bajo la bandera de los aficionados al objetivo,
elogiando algunos los progresos de sus habilidades técnicas y
artísticas, otros por el contrario atribuyendo todo el mérito a la
calidad del aparato que habían comprado capaz (según ellos) de
producir obras maestras aunque fuera confiado a manos ineptas (como
calificaban las propias, porque cuando el orgullo se ponía en
exaltar las virtudes de los artefactos mecánicos, el talento
subjetivo estaba dispuesto a humillarse en la misma proporción).
Antonino Paraggi entendía que lo decisivo no era ni un motivo de
satisfacción ni el otro: el secreto residía en otra cosa.
Es
preciso decir que este buscar en la fotografía las razones de su
descontento —como el de quien se siente excluido de algo— era en
parte también una artimaña de Antonino consigo mismo para no tener
que tomar en cuenta otro proceso más evidente que iba separándolo
de los amigos. Lo que estaba ocurriendo era que sus coetáneos iban
casándose uno tras otro, fundaban una familia, mientras Antonino
seguía soltero. Pero entre los dos fenómenos existía un lazo
innegable, ya que a menudo la pasión del objetivo nace de manera
natural y casi fisiológica como efecto secundario de la paternidad.
Uno de los primeros instintos de los progenitores, después de haber
traído un hijo al mundo, es el de fotografiarlo; y dada la rapidez
del crecimiento, resulta necesario fotografiarlo a menudo, porque
nada es más lábil e irrecordable que un niño de seis meses,
borrado en seguida y sustituido por el de ocho meses y después por
el de un año; y toda la perfección que a los ojos de los
progenitores puede haber alcanzado un hijo de tres años no basta
para impedir que se insinúe, para destruirla, la nueva perfección
de los cuatro, quedando sólo el álbum fotográfico como lugar donde
todas esas fugaces perfecciones pueden salvarse y yuxtaponerse,
aspirando cada una a un absoluto propio, incomparable. En el frenesí
de los progenitores recientes por encuadrar la prole en el visor para
reducirla a la inmovilidad del blanco y negro o de la diapositiva en
color, Antonino, no-fotógrafo y no-procreador, veía sobre todo una
fase de la carrera hacia la locura que se incubaba en aquel negro
instrumento. Pero sus reflexiones sobre el nexo
iconoteca-familia-locura eran expeditivas y reticentes: de lo
contrario hubiera comprendido que en realidad el que corría el mayor peligro
era él, el soltero.
En
el círculo de amigos de Antonino era habitual pasar juntos los fines
de semana en las afueras, siguiendo una costumbre que para muchos de
ellos venía de los años estudiantiles y que se había extendido a
las novias y después a las esposas y a la prole, además de las
niñeras y gobernantas, y en algunos casos a los nuevos parientes y
conocidos de ambos sexos. Pero
como la continuidad de las frecuentaciones y de los hábitos nunca
había disminuido, Antonino podía hacer como si nada hubiese
cambiado con el paso de los años y como si aquélla fuese todavía
la panda de muchachos y de chicas de antes, y no un conglomerado de
familias en el que él seguía siendo el único soltero
sobreviviente. Era cada vez más frecuente que en esas excursiones al
mar o a la montaña, en el momento de la foto de grupo familiar o
interfamiliar, se pidiera la intervención de un operador extraño, a
veces un transeúnte, que se prestara a apretar el disparador del
aparato ya enfocado y apuntando en la dirección deseada. En esos
casos Antonino no podía negar sus servicios: tomaba la máquina de
las manos de un progenitor o de una progenitura que corría a
ubicarse en segunda fila, estirando el cuello entre dos cabezas o
acuclillándose entre los más pequeños; y concentrando todas sus
fuerzas en el dedo destinado a tal uso, apretaba el disparador.
Las
primeras veces una involuntaria rigidez de los brazos desviaba la
mira y captaba arboladuras de embarcaciones o agujas de campanarios,
o decapitaba a tíos y abuelos. Fue acusado de hacerlo a propósito,
criticado por gastar ese tipo de broma pesada. No era cierto: su
intención era prestar el dedo como dócil instrumento de la voluntad
colectiva, pero al mismo tiempo servirse de la momentánea posición
de privilegio para exhortar a fotógrafos y fotografiados sobre el
significado de sus actos.
Apenas
la yema del dedo alcanzó la deseada separación de su persona e
individualidad, fue libre de comunicar sus teorías con razonados
argumentos, encuadrando entretanto logradas escenas de conjunto.
(Algunos éxitos casuales habían bastado para darle desenvoltura y
confianza con los visores y los fotómetros.) —Porque una vez que
has empezado —predicaba—, no hay razón alguna para
detenerse. El paso entre la realidad que ha de ser fotografiada
porque nos parece bella y la realidad que nos parece bella porque ha
sido fotografiada, es brevísimo. Si fotografías a Pierluca mientras
levanta un castillo de arena, no hay razón para no fotografiarlo
mientras llora porque el castillo se ha desmoronado, y después
mientras la niñera lo consuela mostrándole una concha en medio de
la arena. Basta empezar a decir de algo: «¡Ah, qué bonito, habría
que fotografiarlo!» y ya estás en el terreno de quien piensa que
todo lo que no se fotografía se pierde, es como si no hubiera
existido, y por lo tanto para vivir verdaderamente hay que
fotografiar todo lo que se pueda, y para fotografiarlo todo es
preciso: o bien vivir de la manera más fotografiable posible, o bien
considerar fotografiable cada momento de la propia vida. La primera
vía lleva a la estupidez, la segunda a la locura.
—Más
loco y estúpido serás tú —le decían los amigos—, y además un
pesado.
—Para
quien quiere recuperar todo lo que pasa ante sus ojos —explicaba
Antonino aunque nadie siguiera escuchándolo—, el único modo de
actuar con coherencia es disparar por lo menos una foto por minuto,
desde que abre los ojos por la mañana hasta el momento de irse a
dormir. Sólo así los rollos de película impresionada constituirán
un diario fiel de nuestros días, sin que nada quede excluido. Si yo
me pusiera a hacer fotografías, seguiría este camino hasta el
final, a costa de perder la razón. En cambio, vosotros todavía
pretendéis hacer una elección. Pero, ¿cuál? Una elección en
sentido idílico, apologético, de consolación, de paz con la
naturaleza, la nación, los parientes. La vuestra no es sólo una
elección fotográfica; es una elección de vida que os lleva a
excluir los contrastes dramáticos, los nudos de las contradicciones,
las grandes tensiones de la voluntad, de la pasión, de la aversión.
Creéis salvaros así de la locura, pero caéis en la mediocridad, en
la imbecilidad.
Una
tal Bice, ex cuñada de alguien, y una tal Lydia, ex secretaria de
algún otro, le pidieron por favor que les tomara una instantánea
mientras jugaban a la pelota entre las olas. Asintió, pero como
entretanto había elaborado una teoría contra las instantáneas, se
apresuró a comunicarla a las dos amigas.
—¿Qué
es lo que os lleva, chicas, a extraer de la móvil continuidad de
vuestra jornada estas tajadas de tiempo, del espesor de un segundo?
Mientras os lanzáis la pelota vivís en el presente, pero apenas la
escansión de los fotogramas se insinúa entre vuestros gestos no es
ya el placer del juego el que os mueve, sino el de veros en el
futuro, de encontraros dentro de veinte años en un cartón
amarillento (sentimentalmente amarillento, aunque los procedimientos
modernos de fijación lo preserven inalterado). El gusto por la foto
espontánea, natural, tomada de lo vivo mata la espontaneidad, aleja
el presente. La realidad fotografiada asume en seguida un carácter
nostálgico, de alegría desaparecida en alas del tiempo, un carácter
conmemorativo, aunque sea una foto de anteayer. Y la vida que vivís
para fotografiarla es ya desde el comienzo conmemoración de sí
misma. Creer más verdadera la instantánea que el retrato con pose
es un prejuicio...
Mientras
hablaba, Antonino iba brincando en el mar alrededor de las dos amigas
para enfocar los movimientos del juego y excluir del encuadre los
reflejos deslumbradores del sol en el agua. En una lucha por la
pelota, Bice, que se abalanzaba sobre la otra ya sumergida en el
agua, fue fotografiada con el trasero en primer plano volando sobre
las olas. Para no perder este escorzo, Antonino se echó de espaldas
en el agua con la máquina en alto y estuvo a punto de ahogarse.
—Han
salido todas muy bien, y ésta es magnífica— comentaron ellas unos
días después, arrancándose las pruebas de las manos. Le habían
citado en la tienda del fotógrafo—. Eres un excelente fotógrafo,
tienes que tomarnos otras.
Antonino
había llegado a la conclusión de que había que volver a los
personajes en pose, en actitudes representativas de su situación
social y de su carácter, como en el siglo pasado. Su polémica
antifotográfica sólo podía desarrollarse desde el interior de la
caja negra, contraponiendo un tipo de fotografía a otro.
—Me
gustaría tener una de esas viejas máquinas de fuelle —dijo a las
amigas— apoyada en un trípode. ¿Os parece que se podrán
encontrar?
—Bueno,
tal vez en algún mercado de ocasión...
—Vamos
a buscar.
Las
amigas encontraron divertida la caza del objeto curioso: juntas
pasaron revista a los vendedores de baratijas, interpelaron a los
viejos fotógrafos ambulantes, los siguieron a sus cuchitriles. En
aquellos cementerios de materiales en desuso se juntaban columnitas,
biombos, telones con desvaídos paisajes pintados; todo lo que
evocaba un viejo estudio de fotógrafo Antonino lo compraba. Al final
consiguió echar mano a una cámara de cajón, con el disparador en
forma de pera. Parecía funcionar perfectamente. Antonino la compró
junto con un surtido de placas. Ayudado por las amigas, en una
habitación de su casa instaló el estudio, todo con objetos
anticuados, salvo dos reflectores modernos. Ahora estaba satisfecho.
—Hay
que partir de aquí —explicó a las amigas—. La forma en que
nuestros abuelos se ponían en pose, la convención según la cual se
disponían los grupos, revelaba un significado social, una costumbre,
un gusto, una cultura. Una fotografía oficial o matrimonial o
familiar o escolar daba la idea de cuánto tenía de serio e
importante cada papel o institución, pero también cuánto tenía de
falso y de forzado, de autoritario, de jerárquico. Esta es la
cuestión: hacer explícitas las relaciones con el mundo que cada uno
de nosotros lleva consigo, y que hoy hay tendencia a esconder a
volver inconscientes, creyendo que de este modo desaparecen, cuando
en realidad...
—Pero,
¿a quién quieres hacer posar?
—Venid
mañana y empezaré a haceros fotos como digo yo.
—Dime,
¿qué te propones? —dijo Lydia con súbita desconfianza. Sólo en
ese momento, en el estudio instalado, veía que allí todo tenía un
aire siniestro, amenazador—. ¡Estás soñando si crees que
vendremos a hacerte de modelos!
Bice
se rió burlona, pero al día siguiente volvió a casa de Antonino,
sola. Llevaba un vestido de lino blanco, con bordados de colores en
los bordes de las mangas y de los bolsillos. Una raya le dividía el
pelo recogido sobre las sienes. Se reía un poco como con disimulo,
inclinando la cabeza hacia un lado. Mientras la hacía pasar,
Antonino estudiaba en sus gestos, entre remilgados e irónicos,
cuáles eran los rasgos que definían su verdadero carácter. La hizo
sentar en una gran butaca y metió la cabeza bajo el paño negro que
envolvía el aparato. Era una de esas cajas con la pared posterior de
vidrio, donde la imagen se refleja ya casi como en una placa,
espectral, un poco lechosa, separada de toda contingencia en el
espacio y en el tiempo. Antonino tuvo la impresión de que veía a
Bice por primera vez. Había una docilidad en la caída un poco
pesada de los párpados, en el cuello tendido hacia adelante, que
prometía algo escondido, así como su sonrisa parecía esconderse
detrás del acto mismo de sonreír.
—Eso
es, así, no, la cabeza más para allá, alza los ojos, no, bájalos.
Antonino
perseguía dentro de aquella caja algo de Bice que de pronto le
parecía preciosísimo, absoluto.
—Ahora
te haces sombra, acércate más a la luz, no, antes estaba mejor.
Había
muchas fotografías posibles de Bice y muchas Bice imposibles de
fotografiar, pero lo que él buscaba era la fotografía única que
contuviera unas y otras.
—No
te cojo —su voz salía ahogada y quejumbrosa de debajo de la capa
negra—, ya no, no lo consigo. Se liberó del paño y se incorporó.
Se había equivocado en todo desde el principio. La expresión, el
acento, el secreto que se creía a punto de captar en el rostro de
ella era algo que lo arrastraba a las arenas movedizas de los estados
de ánimo, de los humores, de la psicología: él también era uno de
los que persiguen la vida que huye, un cazador de lo inasible, como
los fotógrafos de instantáneas. Debía seguir el camino opuesto:
apuntar a un retrato de superficie, manifiesto, unívoco, que no
esquivara la apariencia convencional, estereotipada, de la máscara.
La máscara, por ser ante todo un producto social, histórico,
contiene más verdad que cualquier imagen que pretenda ser
«verdadera»; lleva consigo una cantidad de significados que se
revelarán poco a poco. ¿No era justamente con esta intención con
la que Antonino había montado ese estudio destartalado?
Observó
a Bice. Tenía que partir de los elementos exteriores de su aspecto.
En la forma que tenía Bice de vestirse y de arreglarse —pensó—
se reconocía la intención entre nostálgica e irónica, extendida
en el gusto de aquellos tiempos, de remitirse a la moda de hacía
treinta años. La fotografía hubiera debido acentuar esa intención:
¿cómo no lo había pensado?
Antonino
fue a buscar una raqueta de tenis; Bice estaría de pie, de tres
cuartos, con la raqueta debajo del brazo y una expresión de postal
sentimental. A Antonino, desde debajo de la manta negra, la imagen de
Bice —en lo que tenía de esbelto y de adaptado a la pose, y en lo
que tenía de inadaptado y casi incongruente y que la pose acentuaba—
le pareció muy interesante. La hizo cambiar varias veces de
posición, estudiando la geometría de las piernas y de los brazos en
relación con la raqueta y con un elemento de fondo. (En la tarjeta
ideal en que estaba pensando, debía figurar la red de la cancha de
tenis, pero no podía pretenderse demasiado y Antonino se contentó
con una mesa de ping pong.) Pero todavía no se sentía en terreno
seguro: ¿no estaba acaso tratando de fotografiar recuerdos, más
aún, vagos ecos de recuerdos que afloraban en la memoria? Su
negativa a vivir el presente como recuerdo futuro, a la manera de los
fotógrafos domingueros, ¿no lo llevaba a intentar una operación
igualmente irreal, es decir, a dar un cuerpo al recuerdo para
sustituir el presente que tenía delante de sus ojos?
—¡Muévete,
qué haces ahí como un palo, alza la raqueta, demonios! ¡Haz como
si jugaras al tenis! —dijo de pronto furioso. Había comprendido
que sólo exasperando la pose se podía alcanzar una extrañeidad
objetiva; sólo fingiendo un movimiento interrumpido por la mitad
podía darse la impresión de lo detenido, de lo no viviente. Bice se
prestaba dócilmente a ejecutar sus órdenes aunque resultaran
imprecisas y contradictorias, con una pasividad que era también como
declararse fuera del juego, y sin embargo insinuando de alguna
manera, en ese juego que no era suyo, los movimientos imprevisibles
de un misterioso partido. Lo que Antonino esperaba ahora de Bice, al
decirle que pusiera las piernas y los brazos de esta forma y de
aquélla, no era tanto la simple ejecución de un programa como la
respuesta de ella a la violencia que él le hacía con sus
requerimientos, una imprevisible, agresiva respuesta a la violencia a
que Antonino la sometía cada vez más.
Era
como en los sueños, pensó Antonino contemplando sepultada en la
oscuridad a aquella tenista improbable que se filtraba en el
rectángulo de vidrio: como en los sueños, cuando una presencia
venida de las profundidades de la memoria se adelanta, se deja
reconocer y de pronto se transforma en algo desperado, en algo que
aun antes de la transformación asusta porque no se sabe en qué irá
a transformarse.
¿Quería
fotografiar los sueños? Esa sospecha lo hizo enmudecer, escondido en
su refugio de avestruz, la perilla del disparador en la mano, como un
idiota; y mientras tanto Bice, entregada a sí misma, continuaba una
especie de danza grotesca, inmovilizándose en exagerados gestos de
tenista, revés, drive, levantando en alto la raqueta o bajándola
hasta el suelo, como si la mirada que salía de aquel ojo de vidrio
fuera la pelota que ella seguía rechazando.
—Basta,
¿qué comedia es ésa? No era eso lo que yo quería decir —y
Antonino cubrió la máquina con el paño, empezó a pasearse por la
habitación. La culpa de todo la tenía el vestido, con sus
evocaciones de tenis y preguerra… Era preciso reconocer que con
vestido de calle una foto como la que él quería no se podía hacer.
Se necesitaba cierta solemnidad, cierta pompa, como las fotos
oficiales de las reinas. Sólo en traje de noche Bice se convertiría
en un tema fotográfico, con el escote que marca un límite neto
entre el blanco de la piel y lo oscuro de la tela, subrayado por el
centelleo de las joyas, un límite entre una esencia de mujer
atemporal y casi impersonal en su desnudez y la otra abstracción,
social ésta, del vestido, símbolo de un papel igualmente
impersonal, como el drapeado de una estatua alegórica.
Se
acercó a Bice, empezó a desabotonarle el cuello, el busto, a
deslizarle el vestido por los hombros. Se le habían ocurrido ciertas
fotografías decimonónicas de mujeres en las que del cartón blanco
emerge el rostro, el cuello, la línea de los hombros descubiertos, y
todo lo demás se desvanece en el blanco. Ese era el retrato fuera
del espacio y del tiempo que ahora quería: no sabía bien cómo,
pero estaba decidido a conseguirlo. Situó el reflector encima de
Bice, acercó la máquina, se agitó bajo el paño para regular la
apertura del objetivo. Miró. Bice estaba desnuda. El vestido se
había deslizado hasta los pies; debajo no llevaba nada; había dado
un paso adelante; no, un paso atrás, que era como si avanzara toda
entera en el cuadro; estaba erguida, alta delante de la máquina,
tranquila, mirando hacia adelante, como si estuviera sola.
Antonino
sintió que la visión de ella le entraba por los ojos ocupaba todo
el campo visual, lo sustraía al flujo de las imágenes casuales y
fragmentarias, concentraba tiempo y espacio en forma finita. Y como
si esta sorpresa de la visión y la impresión de la placa fueran dos
reflejos ligados entre sí, apretó en seguida el disparador, volvió
a cargar la máquina, disparó, puso otra placa, disparó, siguió
cambiando placas y disparando, mientras farfullaba, ahogado por el
paño:
—Eso
es, ahora sí, así está bien, eso es, otra vez, así sales bien,
otra vez. No tenía más placas. Salió de debajo del paño. Estaba
contento. Delante de él, Bice, desnuda, esperaba.
—Ahora
puedes taparte —dijo, eufórico pero ya con prisa—, salgamos.
Ella lo miró desconcertada.
—Ahora
sí que te he cogido —dijo Antonino.
Bice
se echó a llorar. Ese mismo día Antonino descubrió que se había
enamorado de ella. Se pusieron a vivir juntos y él compró los más
modernos aparatos, teleobjetivos, equipo perfeccionado, instaló un
laboratorio. Tenía también dispositivos para poder fotografiarla de
noche mientras dormía. Bice se despertaba con el flash, contrariada;
Antonino seguía disparando instantáneas de Bice despegándose del
sueño, Bice enfadada con él, Bice tratando inútilmente de volver a
dormirse hundiendo la cara en la almohada, Bice reconciliándose,
Bice que reconocía como actos de amor esas violencias fotográficas.
En
el laboratorio de Antonino, empavesado de películas y pruebas, Bice
se asomaba en todos los fotogramas como en la retícula de un panal
se asoman miles de abejas que son siempre la misma abeja: Bice en
todas las actitudes, escorzos, maneras, Bice en pose o fotografiada
sin saberlo, una identidad fragmentada en un polvillo de imágenes.
—Pero,
¿qué es esa obsesión con Bice? ¿No puedes fotografiar otra cosa? —era
la pregunta que escuchaba continuamente de los amigos y también de
ella.
—No
se trata simplemente de Bice —contestaba—. Es una cuestión de
método. Cualquiera que sea la persona que decidas fotografiar, o la
cosa, has de seguir fotografiándola siempre y sólo a ella, a todas
horas del día y de la noche. La fotografía tiene un sentido
únicamente si agota todas las imágenes posibles. Pero no decía lo
que le interesaba por encima de todo: atrapar a Bice por la calle
cuando no sabía que él la veía, tenerla a tiro de objetivos
ocultos, fotografiarla no sólo sin dejarse ver sino sin verla,
sorprenderla tal como era en ausencia de su mirada, de cualquier
mirada. No es que quisiera descubrir algo en particular; no era
celoso en el sentido corriente de la palabra. La que quería poseer
era una Bice invisible, una Bice absolutamente sola, una Bice cuya
presencia entrañase la ausencia de él y de todos los demás. Se
definiera o no como celos, era en suma una pasión difícil de
soportar.
Bice
lo plantó. Antonino se hundió en una crisis depresiva. Empezó a
llevar un diario: fotográfico, desde luego. Con la máquina colgada
del cuello, encerrado en la casa, hundido en una butaca, disparaba
fotos compulsivamente mirando el vacío. Fotografiaba la ausencia de
Bice. Recogía las fotos en un álbum: se veían ceniceros llenos de
colillas, una cama deshecha, una mancha de humedad en la pared. Se le
ocurrió la idea de componer un catálogo de todo lo que en el mundo
es refractario a la fotografía, de todo lo que queda
sistemáticamente fuera del campo visual, no sólo de las cámaras
sino de los hombres. Se pasaba días con cada tema, agotando rollos
enteros, con intervalos de horas, para poder seguir los cambios de la
luz y de las sombras. Un día se detuvo en un ángulo de la
habitación completamente vacío, con una tubería de termosifón y
nada más: tuvo la tentación de seguir fotografiando aquel punto y
sólo aquél hasta el fin de sus días.
El
apartamento estaba abandonado, papeles y viejos periódicos arrugados
cubrían el suelo, y él los fotografiaba. Las fotos de los diarios
también eran fotografiadas, y entre su objetivo y el del lejano
reportero gráfico se establecía un vínculo indirecto, para
producir aquellas manchas negras la lente de otros objetivos había
enfocado cargas de la policía, autos carbonizados, atletas
corriendo, ministros, reos.
Antonino
sentía ahora un particular placer en retratar los objetos domésticos
enmarcados en un mosaico de telefotos, violentas manchas de tinta en
el papel blanco. Desde su inmovilidad se sorprendió envidiando la
vida del reportero gráfico que se mueve siguiendo los impulsos de
las multitudes, la sangre vertida, las lágrimas, las fiestas, el
delito, las convenciones de la moda, la falsedad de las ceremonias
oficiales; el reportero gráfico que documenta los extremos de la
sociedad, los más ricos y los más pobres, los momentos
excepcionales que se producen en todo momento en todas partes.
«¿Quiere
decir que sólo el estado de excepción tiene un sentido?», se
preguntaba Antonino. «¿Es el reportero gráfico el verdadero
antagonista del fotógrafo dominical? ¿Se excluyen sus mundos? ¿O
el uno da un sentido al otro?», y reflexionando empezó a hacer
pedazos las fotos con Bice o sin Bice acumuladas en los meses de su
pasión, a arrancar las ristras de pruebas colgadas de las paredes, a
cortajear el celuloide de los negativos, a desarmar las diapositivas,
y amontonaba los residuos de esa metódica destrucción sobre los
diarios desparramados en el suelo.
«Tal
vez la verdadera fotografía total», pensó, «es un montón de
fragmentos de imágenes privadas, sobre el fondo ajado de las
matanzas y las coronaciones.» Dobló los pedazos de periódico en un
enorme bulto para arrojarlo a la basura, pero antes quiso
fotografiarlo. Dispuso los pedazos de modo que se vieran bien dos
mitades de fotos de diarios diferentes que en el envoltorio se
juntaban por casualidad. Más aún, abrió un poco el paquete para
que asomara un pedazo de cartón brillante de una ampliación rota.
Encendió un reflector, quería que en su foto pudieran reconocerse
las imágenes medio arrugadas y rotas y al mismo tiempo se sintiera
su irrealidad de casuales sombras de tinta, y al mismo tiempo también
su concreción de objetos cargados de significado, la fuerza con que
se aferraban a la atención que trataba de expulsarlos. Para hacer
entrar todo eso en una fotografía era preciso adquirir una habilidad
técnica extraordinaria, pero sólo entonces Antonino podría dejar
de hacer fotos. Agotadas todas las posibilidades, en el momento en
que el círculo se cerraba sobre sí mismo, Antonino comprendió que
fotografiar fotografías era el único camino que le quedaba, más
aún, el verdadero camino que oscuramente había buscado hasta
entonces.
En
Los amores difíciles, de Italo Calvino.
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