La
idea central de este psicomito, la víctima propiciatoria, aparece en
Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, y algunas personas me
han preguntado, con bastantes recelos, por qué le otorgué el mérito
a William James. El caso es que no he sido capaz de releer a
Dostoievski — aunque me gustaba mucho—desde que tenía
veinticinco años, y había olvidado que él utilizó la idea. Pero
cuando me la encontré en El Filósofo Moral y la Vida
Moral de William James, me impresionó reconocerla. Así es como
la expresa James:
«Consideremos
la hipótesis de que se nos ofreciera un Mundo en el que fueran
posibles las utopías de Fourier, Bellamy y Morris, y en el que, por
tanto, millones de personas fueran siempre felices, pero con la única
condición de que un alma perdida más allá de las cosas tuviera que
llevar una vida de solitario tormento. Por mucho que nos tentara el
impulso de agarrarnos a una felicidad así ofrecida, sólo una
emoción muy específica e independiente podría hacernos sentir todo
lo repugnante que sería disfrutar de ella a cambio de aceptar
deliberadamente un trato semejante.»
Difícilmente
podría expresarse mejor el dilema de la conciencia americana.
Dostoievski era un gran artista, y un radical, pero su temprano
radicalismo social dio un vuelco convirtiéndole en un violento
reaccionario. En cambio, el americano James, que parece tan tibio,
tan ingenuo y caballeroso, fue y sigue siendo un verdadero pensador
radical. ¡Y fíjense cómo dice «nosotros», dando por supuesto que
todos sus lectores son tan honrados como él! Inmediatamente después
del párrafo del «alma perdida» continúa:
«Todas
las ideas agudas y elevadas son revolucionarias. Se nos presentan
mucho menos como efectos de la experiencia pasada que como probables
causas de experiencias futuras; son factores ante los que habrán de
inclinarse el medio ambiente y las lecciones aprendidas hasta ahora.»
Estas
dos frases se aplican muy directamente a este cuento, a la ciencia
ficción y a todo el pensamiento acerca del futuro en general. Los
ideales como «probable causa de futuras experiencias» ¡he aquí
una observación sutil y estimulante! Por supuesto, no fue leer a
James y sentarse y decir: «Ahora escribiré un cuento acerca de esa
“alma perdida”». No suele ser tan sencillo. Me senté y empecé
a escribir una historia, únicamente porque me apetecía, pensando
sólo en la palabra <<Omelas>>. Venia de una señal de
carretera: Salem (Oregon) leída al revés. ¿Ustedes no leen los
letreros de la carretera al revés? POTS. NÓICUACERP soñin.
Ocsicnarf Nas... Salem es igual a schelomo, que es igual a salaam,
que es igual a Paz. Melas. O melas. Omelas. Homme hélas. «¿De
dónde saca sus ideas, señora Le Guin?». De olvidar a Dostoievski y
leer los letreros de la carretera de derecha a izquierda,
naturalmente. ¿De dónde, si no?
……………………………………………………………………………………
Con
un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas,
la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas,
cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían
notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles,
entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los
tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los
enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones.
Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas,
maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas,
llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban.
En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un
estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la
procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban
por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las
golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las
procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad,
hacia la gran pradera llamada Campos Verdes, donde chicos y chicas,
desnudos bajo el Sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos
cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera.
Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin
freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado,
verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se
mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha
hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste,
se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso
abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún
las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la
luz del Sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había
exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto
en tanto las banderas que limitaban el terreno donde iba a
desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes
podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la
ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando
siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces
reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre
repicar de campanas.
¡Alegre!
¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir a los
ciudadanos de Omelas?
No
eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las palabras que
expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se
han vuelto algo arcaico. Con una descripción así, uno tiende a
hacer ciertas conjeturas. Con una descripción como ésta, uno espera
ver al rey montado en un espléndido garañón y rodeado de sus
nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por
musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban
las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco
las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas
eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud,
tampoco tenían Bolsa, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas.
Y sin embargo, no eran gentes sencillas, nada de dulces pastores, ni
nobles salvajes, ni cándidos utópicos. No eran menos complejos que
nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada
por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo
más bien estúpido. Sólo el sufrimiento es intelectual, sólo el
mal es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a
admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si
no les puedes vencer, únete a ellos. Si te duele, vuelve a comenzar.
Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la
violencia es perder el dominio de todo lo demás. Y casi lo hemos
perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar
la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas palabras, de
los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y
felices... aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos
maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún
sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una
mejor descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena
en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; suena a érase una
vez, hace tanto tiempo, en un lejano país... Quizá sería mejor
forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del
resultado, ya que seguramente no podré satisfacerles a todos. Por
ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles
ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho
que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se
funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no
es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la
segunda categoría —la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la
del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener
perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo,
lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún
no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía
distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no
tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia.
Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las
ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron
a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos
pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la
ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico
Mercado de Agricultores. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas
no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas,
caballos..., ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece
útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos
arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magníficos
sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y
dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o
extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque
esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener
templos en Omelas... al menos no templos materiales. Religión sí,
clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse
con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al
apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles
unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por
encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la
gloria del deseo, y que (y este no es un extremo que haya que
olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y
educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en
Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio
pensaba que no existían las drogas, pero esta es una actitud
puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor
del drooz puede perfumar las calles de la ciudad. El drooz no produce
adicción. Otorga primero al cuerpo y a la mente una gran claridad y
una increíble ligereza de miembros, y luego, tras algunas horas, una
ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones sobre los
secretos más íntimos y recónditos del Universo, al tiempo que
excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación. Para
aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la
cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El
sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor.
Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados.
La alegría que nace de una victoria carnicera no es una alegría
sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee
ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un triunfo
magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino en
comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de
todos los hombres, y con el esplendor del verano dominando el Mundo:
eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, y la
victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que
no hay muchos que sientan la necesidad de tomar drooz.
La
mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campos Verdes. Un
maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas rojas y azules tras
los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos de dulce.
Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la
benévola barba gris de un anciano. Los chicos y las chicas han
montado en sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de
salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente,
distribuye flores de un cesto, y la gente se las mete entre sus
brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años permanece sentado
al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las
gentes se detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada,
ya que él no deja de tocar y ni siquiera les ve, sus ojos obscuros
están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.
De
pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de
madera.
Como
si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja
oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea
de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos
patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes
acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras:
«Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro...». Comienzan a
formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que
bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba
y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de
comenzar.
¿Creen
ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de
esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles
algo más.
En
el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas,
o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas mansiones
privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no
tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su
interior por los intersticios de las planchas de otra ventana
recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta.
En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas
duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un
oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen
serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres
pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto
trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que
sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho
tiene casi diez. Es retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o
tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a
la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los
dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado en el
rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las
escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las
escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y
nadie vendrá. La puerta permanece siempre cerrada, y nadie viene
nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción
del paso del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría
horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen.
Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las
demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con
ojos de horror y de disgusto. El cuenco de la comida y la jarra son
llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los
ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen
nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y
puede recordar la luz del Sol y la voz de su madre, habla algunas
veces.
«Seré
bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!».
Ellos
no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo
ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente,
«mhmm-haa, mhmmhaa », y habla menos cada vez. Está tan delgado que
sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia;
vive con medio cuenco diario de grasa y cereal. Está desnudo. Sus
muslos y sus nalgas no son más que una masa de infectas úlceras, y
permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.
Todos
saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos
comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su
felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la
salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus
artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la suavidad de su
clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.
Generalmente
esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce
años, cuando se hallan en edad de comprender; y la mayor parte de
los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos
que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el
modo cómo les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se
muestran siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten
aversión, algo que creían superado. Sienten la cólera, el ultraje,
la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer
algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño
fuera conducido a la luz del Sol, fuera de aquel abominable lugar, si
se le lavara y recibiera comida y cuidados, eso sería algo bueno,
desde luego. Pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza
y la alegría de Omelas serían destruidas ese mismo día y esa misma
hora. Ésas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de
Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de
miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo:
esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atravesara las
murallas.
Las
condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle
una palabra amable al niño.
A
menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una
contenida rabia, cuando han visto al niño y afrontado aquella
terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o incluso
años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el
niño fuera liberado, no sacaría mucho provecho de su libertad: un
pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero no
mucho más. Está demasiado idiotizado y degradado como para sentir
la menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo
atemorizado para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son
demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De
hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin
paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin
excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel
injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la
terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y
su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su
impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del
esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida
e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no
son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño,
y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza
de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su
ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados con sus
propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera
allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta,
no podría interpretar aquella gozosa música mientras los jóvenes y
magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el Sol de la
primera mañana del verano.
¿Creen
ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda
algo por decir, y esto es casi increíble.
A
veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no
regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no
regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una
mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego
abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan,
solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad
de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer.
Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas
de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los
campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el
norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen
en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros,
el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la
ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni
siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas
parecen saber muy bien hacia dónde van. Fin.
Ursula
K. Le Guin.
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