La
documentación de la vida sobre la Tierra, muy escasa para el período
precámbrico, es inesperadamente abundantísima a partir de hace unos
quinientos veinte millones de años. En efecto, en el Cámbrico y en
el Ordoviciense, los organismos vivientes comienzan a segregar
caracolas calcáreas que se conservarán como fósiles en los
estratos geológicos.
¿Quién
creéis que os ha hecho entrar en la dimensión en que todos estáis
inmersos, hasta el punto de creer que nacisteis en ella y por ella?
Fui yo -se oyó exclamar a la voz de Qfwfq saliendo de debajo de
una caracola-, yo, mísero molusco condenado a vivir momento a
momento, yo, prisionero perpetuo de un interminable presente. Es
inútil que finjáis comprender, no podéis adivinar de qué estoy
hablando. Hablo del tiempo. Si no hubiera sido por mí no habría
tiempo.
Porque,
escuchadme bien, yo no tenía ni idea de cómo podía ser el tiempo y
tampoco tenía idea de que pudiera existir algo como el tiempo. Los
días y las noches me caían encima como las olas, intercambiables,
iguales o marcados por diferencias casuales, un sube y baja en el que
era imposible establecer un sentido y una norma. Pero al construirme
la caracola la intención que tenía ya estaba de alguna manera
ligada al tiempo, una intención de separar mi presente de la
solución corrosiva de todos los presentes, alejarlo, aislarlo. El
presente me caía encima de muchas maneras distintas entre las cuales
no conseguía establecer ninguna sucesión: oleadas, noches, tardes,
reflujos, inviernos, cuartos de luna, mareas canículas; mi miedo era
perderme en ellos, romperme en tantos yo mismos como fragmentos de
presente me caían encima superponiéndose el uno al otro y que, por
lo que yo sabía, podían ser todos contemporáneos, habitados cada
uno por un trocito de mí mismo contemporáneo de los demás.
Era
necesario que comenzara por fijar signos en la continuidad
inconmensurable: establecer una serie de intervalos, es decir, de
números. La materia calcárea que segregaba haciéndola girar en
espiral sobre sí misma era precisamente algo que proseguía
ininterrumpido, pero mientras tanto, en cada vuelta de espiral,
separaba el borde de una vuelta del borde de otra vuelta, por lo
cual, si quería contar algo, podía empezar por contar esas vueltas.
Resumiendo, lo que quería fabricarme era un tiempo solamente mío,
regulado exclusivamente por mí, encerrado: un reloj que no tenía
que dar cuentas a nadie de lo que señalaba. Habría querido fabricar
un tiempo-caracola larguísimo, ininterrumpido, continuar mi espiral
sin parar nunca.
Me
dedicaba a ello con todas mis fuerzas, y seguramente no era el único:
al mismo tiempo, otros muchos estaban intentando construir sus
caracolas sin fin; que lo consiguiera yo u otro no importaba: bastaba
con que uno cualquiera de nosotros consiguiera hacer una espiral
interminable y el tiempo habría existido, eso habría sido el
tiempo. Pero ahora debo decir lo más difícil de decir (más difícil
todavía que conciliarlo con el hecho de que yo estoy aquí y os
hablo): el tiempo que no logra mantenerse, que se deshace, que se
derrumba como una orilla de arena, el tiempo tallado como una
cristalización salina, ramificado como un arrecife de coral,
agujereado como una esponja (y no os digo a través de qué agujero,
a través de qué grieta pasé para llegar hasta aquí). No se
lograba construir la espiral sin fin: la caracola crecía, crecía, y
en un determinado momento se detenía, punto. Se acababa. En otra
parte comenzaban otros, miles de caracolas comenzaban a cada momento,
miles y miles seguían creciendo en cada fase del envolvimiento de la
espiral, y todas, antes o después, de un momento a otro se paraban;
las olas se llevaban una envoltura vacía.
El
nuestro era un trabajo inútil: el tiempo se negaba a durar; era una
sustancia friable, destinada a terminar en pedazos; las nuestras sólo
eran ilusiones de tiempo que duraban lo que la longitud de una exigua
espiral de caracola, astillas de tiempo separadas y distintas la una
de la otra, una aquí y otra allá, no relacionables, ni comparables
entre sí.
Y
sobre los despojos de nuestro obstinado trabajo se posaba la arena
que en irregulares ventoleras el tiempo-arena alzaba y dejaba caer
sepultando a las caracolas vacías bajo estratos sucesivos en el
vientre de altiplanicies sumergidas y alternativamente emergidas
cuando los mares volvían a invadir los continentes y a recubrirlos
de nuevas lluvias de caracolas vacías. Así, de nuestra derrota se
amasaba la sustancia del mundo.
¿Cómo
podíamos suponer que aquel cementerio de caracolas fuera la
verdadera caracola, la que con todas nuestras fuerzas habíamos
intentado construir y creíamos no haber conseguido? Ahora está
claro que la fabricación del tiempo consistía precisamente en la
derrota de nuestros esfuerzos por fabricarlo; sólo que no habíamos
trabajado para nosotros, sino para vosotros. Los moluscos, que fuimos
los primeros en tener la intención de durar, hemos regalado nuestro
reino, el tiempo, a la más voluble raza de habitantes de lo
provisional: la humanidad, a la que si no fuera por nosotros nunca se
le habría ocurrido. La sección vertical de la corteza terrestre
tuvo que hacer reaflorar nuestros cascarones abandonados cien
trescientos quinientos millones de años antes, para que la dimensión
vertical del tiempo se abriera a vosotros y os liberara del giro
siempre repetido de la rueda de los astros en la que seguíais
encasillando el curso de vuestro existir fragmentario.
No
niego que una parte del mérito también es vuestra, lo que estaba
escrito entre las líneas del cuaderno de tierra fuisteis vosotros
los que supisteis leerlo (uso vuestra metáfora habitual, la cosa
escrita, de ahí no se escapa, es la demostración de que estamos en
vuestro territorio, ya no en el mío), conseguisteis enumerar los
caracteres revueltos de nuestro balbuciente alfabeto desparramado
entre intervalos milenarios de silencio; de esto habéis sacado todo
un discurso lógico, un discurso sobre vosotros. Pero decidme cómo
nos habríais leído allí en medio si nosotros, aun no sabiendo
nada, no nos hubiéramos escrito, o sea si nosotros, sabiéndolo
bien, no hubiéramos querido escribir (sigo con vuestras metáforas,
visto que las hay), signar, ser signo, enlace, relación de nosotros
con otros, lo que siendo lo que es en sí y por sí acepta ser otra
cosa para los demás...
Alguien
debía comenzar: no tanto a hacer como a hacerse, a hacerse algo, a
hacerse en aquello que hacía, a hacer que todas las cosas dejadas,
las cosas sepultadas, fueran signos de otro: la impronta de las
espinas del pez en la arcilla, los bosques carbonizados y
petrolíferos, la patada del dinosaurio de Texas en el fango del
Cretáceo, las piedras astilladas del Paleolítico, la carcasa del
mamut encontrado en la tundra de Bereskova conservando entre los
dientes los restos de los ranúnculos pisoteados hace doce mil años,
la Venus de Willendorf, las ruinas de Ur, los rollos de los esenios,
la punta de lanza lombarda despuntada de Torcello, el templo de los
templarios, el tesoro de los incas, el Palacio de Invierno y el
Instituto Smolny, el cementerio de coches...
A
partir de nuestras espirales interrumpidas construisteis una espiral
continua a la que llamáis historia. No sé si es para alegrarse
tanto; no sé juzgar este algo no mío; para mí eso sólo es el
tiempo-impronta, la huella de nuestra empresa fracasada, el envés
del tiempo, una estratificación de restos y cascarones y necrópolis
y montones de lo que perdiéndose se ha salvado, de lo que habiéndose
detenido os ha alcanzado. Vuestra historia es lo contrario que la
nuestra, lo contrario de la historia de lo que moviéndose no ha
llegado, de lo que para durar se perdió: la mano que modeló la
vasija, los estantes que ardieron en Alejandría, la pronunciación
del escriba, la pulpa del molusco que segregaba la caracola...
Italo Calvino.