¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 30 de abril de 2018

La Fiesta del Trabajo.

¡Fiesta del Trabajo! y en el Génesis, que la masa de ignorantes y de hipócritas acata como revelación divina, se afirma que a una humanidad nacida en un paraíso de delicias se le impuso el trabajo como una maldición, como un castigo, como una venganza, por haber cometido el pecado de vivir, porque quiso saber, porque comió el fruto prohibido del árbol de la ciencia.

¡Fiesta del Trabajo! y en una sociedad enriquecida por la inteligencia y por el esfuerzo de los trabajadores de todas las generaciones y de todos los países, que vivieron en la esclavitud y en la servidumbre y viven hoy sometidos al salario, hay un 40 por 100 de obreros sin jornal a quienes se deja morir de miseria en sus tugurios o se les acorrala a tiros o a sablazos en cuanto se mueven o se atreven a levantar la voz en la plaza pública en defensa de sus derechos.


¡Fiesta del Trabajo! y en nuestro Código Civil, para justificar la usurpación que concede al propietario el monopolio de los frutos naturales, de los frutos industriales y de los frutos civiles, se presume que todas las obras, siembras y plantaciones son hechas por el propietario.

No; los trabajadores conscientes, los que llevan la iniciativa del progreso, los que continúan la obra que se pretendió dejar paralizada en 1789, los que reivindican para todas y para todos la participación en el patrimonio universal, al ver pasar esas procesiones de obreros que llevan a la cabeza sus jefes y sus banderas rojas y pasan ante la benévola tolerancia de las autoridades, la simpatía burguesa y el elogio periodístico los señalan con el dedo diciendo:

¡He aquí el cuarto Estado, el fruto del adulterio cometido por la Burguesía y el Socialismo!

¡¡Uf, qué asco‼

Cuando los del Quinto Estado, los parias, los que no tienen ni tendrán ya jornal, los reemplazados por las máquinas, los que no tienen acciones de ninguna cooperativa, ni cotizan en ninguna Casa del Pueblo o Bolsa de Trabajo, los que con el nombre de vagabundos presenta Gorki como una vergüenza y como una acusación, aquellos a quienes solidariza la coincidencia de la privación, del hambre, de la rabia y de la sublime indignación, se decidan a echar a rodar el simbólico Banquete de la Vida y hagan mesa redonda para todo el mundo, se celebrará entonces espléndida de Verdad, de Justicia y de Belleza, la Fiesta del Trabajo.

Hasta tanto . . . el derecho de accesión, el pacto del hambre, el álbum policiaco, el invento mecánico casi diario, el casero, el tendero, el prestamista, la prole hambrienta y otras mil zarandajas sociales, hacen que el 1º de Mayo valga tanto como el 1º de Noviembre.

 Anselmo Lorenzo.

miércoles, 18 de abril de 2018

Odio a los indiferentes.

Odio a los indiferentes. Creo que vivir significa tomar partido”. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica. La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no se puede contar, lo que altera los programas, lo que trastorna los planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede generar no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que trabajan como a la indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.


La fatalidad que parece dominar la historia no es otra que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que son víctimas todos, quien quería y quien no quería, quien lo sabía y quien no lo sabía, quien había estado activo y quien era indiferente. Y este último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que el no quería, que el no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas ¿habría ocurrido lo que paso? Pero nadie o muy pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien. La mayoría de ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de los ideales, de programas definitivamente en ruinas y de otras lindezas similares. Recomienzan así su rechazo de cualquier responsabilidad. Y no es que ya no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar en hermosas soluciones a los problemas más urgentes o que, si bien requieren una gran preparación y tiempo, sin embargo, son igualmente urgentes. Pero estas soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida colectiva no está motivada por ninguna luz moral; es producto de la curiosidad intelectual, no de un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que quiere a todos activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún género.


Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos mis lagrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia viril de los míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y el que aun hoy está en la ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco bueno que las actividades de los pocos procuran, y desahoga su desilusión vituperando al sacrificado, al desangrado, porque ha fallado en su intento.

Vivo, soy partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los indiferentes.

Antonio Gramsci.


martes, 17 de abril de 2018

Filosofía y Política.

De hecho, no existe la filosofía en general: existen diversas filosofías o concepciones del mundo y siempre se hace una elección entre ellas. ¿Cómo se hace esta elección? ¿Es un hecho meramente intelectual o es más complejo? ¿Y no ocurre a menudo que entre el hecho intelectual y la norma de conducta existan contradicciones? ¿Cuál será entonces la concepción real del mundo: la lógicamente afirmada como hecho intelectual o la que resulta de la verdadera actividad de cada uno, que está implícita en su obrar? Y puesto que el obrar es siempre un obrar político, ¿no puede decirse que la filosofía real de cada uno está contenida en su política?


Este contraste entre el pensar y el obrar, es decir, la coexistencia de dos concepciones del mundo, una afirmada de palabra, la otra manifestada en el obrar efectivo, no siempre se debe a la mala fe. La mala fe puede ser una explicación satisfactoria en algunos individuos aislados e incluso en grupos más o menos numerosos, pero no lo es cuando el contraste se verifica en la manifestación de vida de grandes masas: entonces no puede dejar de ser la expresión de contrastes más profundos de orden histórico-social. Significa que un grupo social, que tiene su propia concepción del mundo, aunque sea embrionaria, que se manifiesta en la acción y, por tanto, irregularmente, ocasionalmente, es decir, cuando el grupo se mueve como un conjunto orgánico, que este grupo social, decimos, por razones de sumisión y de subordinación intelectual, ha tomado una concepción en préstamo de otro grupo y la afirma de palabra y cree seguirla porque la sigue en «tiempos normales, esto es, cuando la conducta no es independiente y autónoma sino sometida y subordinada, precisamente.

Por esto no se puede separar la filosofía de la política; al contrario, se puede demostrar que la elección y la crítica de una concepción del mundo constituyen también un hecho político.

En Introducción a la filosofía de la praxis, de Antonio Gramsci.


viernes, 13 de abril de 2018

Revolución.

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.

Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, que siempre había sido mi posición preferida.


Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo... Ah, si no fuera por ese “cierto tiempo”. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.

Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, “cierto tiempo” también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio- , sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.

Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.


Slawomir Mrożek.

jueves, 12 de abril de 2018

El teatro de la crueldad. Primer manifiesto. (Fragmento).


LA CRUELDAD. Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo, no es posible el teatro. En nuestro presente estado de degeneración, sólo por la piel puede entrarnos otra vez la metafísica en el espíritu.


No podemos seguir prostituyendo la idea del teatro, que tiene un único valor: su relación atroz y mágica con la realidad y el peligro. Así planteado, el problema del teatro debe atraer la atención general, sobreentendiéndose que el teatro, por su aspecto físico, y porque requiere expresión en el espacio (en verdad la única expresión real) permite que los medios mágicos del arte y la palabra se ejerzan orgánicamente y por entero, como exorcismos renovados. O sea que el teatro no recuperará sus específicos poderes de acción si antes no se le devuelve su lenguaje. En vez de asistir en textos que se consideran definitivos y sagrados importa ante todo romper la sujeción del teatro al texto, y recobrar la noción de un especie de lenguaje único a medio camino entre el gesto y el pensamiento.

Este lenguaje no puede definirse sino como posible expresión dinámica y en el espacio, opuesta a las posibilidades expresivas del lenguaje hablado. Y el teatro puede utilizar aún de este lenguaje sus posibilidades de expansión (más allá de las palabras), de desarrollo en el espacio, de acción disociadora y vibratoria sobre la sensibilidad. Aquí interviene en las entonaciones, la pronunciación particular de una palabra. Aquí interviene (además del lenguaje auditivo de los sonidos) el lenguaje visual de los objetos, los movimientos, los gestos, las actitudes, pero sólo si prolongamos el sentido, las fisonomías, las combinaciones de palabras hasta transformarlas en signos, y hacemos de esos signos una especie de alfabeto. Una vez que hayamos cobrado conciencia de ese lenguaje en el espacio, lenguaje de sonidos, gritos, luces, onomatopeyas, el teatro debe organizarlo en verdaderos jeroglíficos, con el auxilio de objetos y personajes, utilizando sus simbolismos y sus correspondencias en relación con todos los órganos y en todos los niveles.



Se trata, pues, para el teatro, de crear una metafísica de la palabra, del gesto, de la expresión para rescatarlo de su servidumbre a la psicología y a los intereses humanos. Pero nada de esto servirá si detrás de ese esfuerzo no hay una suerte de inclinación metafísica real, una apelación a ciertas ideas insólitas que por su misma naturaleza son ilimitadas, y no pueden ser descritas formalmente. Estas ideas acerca de la Creación, el Devenir, el Caos, son todas de orden cósmico y nos permiten vislumbrar un dominio que el teatro desconoce hoy totalmente, y ellas permitirán crear una especie de apasionada ecuación entre el Hombre, la Sociedad, la Naturaleza y los Objetos.

No se trata, por otra parte, de poner directamente en escena ideas metafísicas, sino de crear algo así como tentaciones, ecuaciones de aire en torno a estas ideas. Y el humor con su anarquía, la poesía con su simbolismo y sus imágenes nos dan una primera noción acerca de los medios de analizar esas ideas.

Hemos de referirnos ahora al aspecto únicamente material de ese lenguaje. Es decir, a todas las maneras y medios con que cuenta para actuar sobre la sensibilidad.

Sería vano decir que incluye la música, la danza, la pantomima, o la mímica. Es evidente que utiliza movimientos, armonías, ritmos, pero sólo en cuanto concurren a una especie de expresión central sin favorecer a un arte particular. Lo que no quiere decir tampoco que no utilice hechos ordinarios, pasiones ordinarias, pero como un trampolín, del mismo modo que el HUMOR-DESTRUCCIÓN puede conciliar la risa con los hábitos de la razón.

Pero con un sentido completamente oriental de la expresión, ese lenguaje objetivo y concreto del teatro fascina y tiende un lazo a los órganos. Penetra en la sensibilidad. Abandonando los usos occidentales de la palabra, transforma los vocablos en encantamientos. Da extensión a la voz. Aprovecha las vibraciones y las cualidades de la voz. Hace que el movimiento de los pies acompañe desordenadamente los ritmos. Muele sonidos. Trata de exaltar, de entorpecer, de encantar, de detener la sensibilidad. Libera el sentido de un nuevo lirismo del gesto que por su precipitación o su amplitud aérea concluye por sobrepasar el lirismo de las palabras. Rompe en fin la sujeción intelectual del lenguaje, prestándole el sentido de una intelectualidad nueva y más profunda que se oculta bajo gestos y bajo signos elevados a la dignidad de exorcismos particulares.

Pues todo este magnetismo y toda esta poesía y sus medios directos de encanto nada significarían si no lograran poner físicamente el espíritu en el camino de alguna otra cosa, si el verdadero teatro no pudiera darnos el sentido de una creación de la que sólo poseemos una cara, pero que se completa en otros planos.

Y poco importa que estos otros planos sean conquistados realmente o no por el espíritu, es decir, por la inteligencia, pues eso sería disminuirlos, lo que no tiene interés ni sentido. Lo importante es poner la sensibilidad, por medios ciertos, en un estado de percepción más profunda y más fina, y tal es el objeto de la magia y de los ritos de los que el teatro es sólo el reflejo.

Antonin Artaud.



miércoles, 11 de abril de 2018

Anomalías pasajeras.

Existe un concepto que alguna gente ha bautizado como «identidad narrativa». Es la idea de que nuestra vida es una especie de relato con un comienzo, un desarrollo y un final. Por lo común hay alguna experiencia temprana traumática y determinante y una crisis, o varias, en el camino (sexo, drogas... cualquier forma de adicción sirve) de las que uno se recupera milagrosamente. Este tipo de relatos vitales acostumbran a culminar en redención para después terminar con «Y en la Tierra paz y buena voluntad para con los hombres». La unidad de nuestra vida reside en la coherencia del relato que podamos contar de nosotros mismos. La gente lo hace continuamente. Es la mentira que subyace en el concepto de «memorias». Es la razón de ser de un pedazo enorme de lo que queda de la industria editorial, que se alimenta del horroroso submundo de los cursos de escritura creativa. En contra de esto, y como Simone Weil, yo creo en una escritura decreativa que avanza por espirales de negación en continuo ascenso hasta alcanzar la... nada.


Creo también que la identidad es un asunto muy frágil. En el mejor de los casos, se trata de una secuencia de anomalías pasajeras, más que de una gran unidad narrativa. Como dejó sentado David Hume hace mucho tiempo, nuestra vida interior se compone de haces inconexos de percepciones, tirados por ahí como ropa sucia en los cuartos de la memoria. Puede que ése sea el motivo por el que la técnica del cut-up de Brion Gysin, en la que los textos se empalman de un modo aparentemente aleatorio usando recortes –y que Bowie, como es bien sabido, tomó prestada de William Burroughs–, se acerca a la realidad mucho más que cualquier variante del naturalismo.

Los episodios que aportan a mi vida alguna estructura vienen con una frecuencia sorprendente de la mano de las letras y la música de David Bowie. Bowie hilvana mi vida como ninguna otra persona que conozca. Claro que hay otros recuerdos y otras historias que se podrían contar, pero en mi caso esto se complica por la amnesia que me causó un grave accidente de trabajo cuando tenía dieciocho años. Olvidé muchas cosas después de que se me quedara la mano atrapada en una máquina. Pero Bowie ha sido mi banda sonora; mi compañero constante, clandestino. En los buenos tiempos y en los malos. Míos y suyos.

Lo sorprendente es que no creo que esté solo en esto. Hay todo un mundo de gente para la que Bowie era el ser que le proporcionaba una poderosa conexión emocional y le daba la libertad de convertirse en otra clase de persona, alguien más libre, más excéntrico, más sincero, más abierto, más excitante. Echando la vista atrás, Bowie fue una especie de piedra de toque para ese pasado, con todo su esplendor y sus esplendorosos fracasos; pero también para cierta constancia en el presente y para la posibilidad de un futuro, incluso para la reivindicación de un mundo mejor. Bowie no era una estrella de rock cualquiera, ni una colección de clichés mediáticos e insulsos sobre bisexualidad y bares de Berlín. Fue alguien que hizo de la vida algo menos trivial durante un período de tiempo tremendamente largo.


En Bowie, de Simon Critchley.

martes, 10 de abril de 2018

Angustia.

Hay una angustia agria y turbia, tan aguda como un cuchillo y donde el descuartizamiento tiene el peso de la tierra, una angustia en centellas, en suspensión de abismos, oprimidos y apretados como chinches, como una suerte de piojos rígidos con sus patas paralizadas, una angustia donde se estrangula el espíritu y se corta a sí mismo, se aniquila.


No consume nada que no le sea propio, nace de su propia asfixia. Es un congelamiento de la médula, una falta de fuego mental, una falta de movimiento de la vida. Pero la angustia del opio tiene otro color, no tiene esta declinación metafísica vertiginosa, este maravilloso defecto de acento. La imagino colmada de cuevas y ecos, de vueltas, de laberintos; colmada de lenguas de fuego hablantes, de ojos mentales en acción y del estruendo de un rayo sombrío y pleno de razón.

Pero entonces me imagino el alma bien ubicada y aún así en el infinito divisible y transportable como algo que es. Imagino el alma que siente y lucha y otorga consentimiento y hace girar a sus lenguas en todas direcciones, prolifera su sexo y se mata. Es preciso conocer la auténtica nada deshilachada, la nada que ya no tiene órgano. La nada del opio tiene en sí como la forma de la frente que piensa, que ha localizado el sitio del agujero negro.

Yo me refiero a la ausencia de agujero, de cierto sufrimiento helado y sin imágenes, sin emociones y que resulta como un golpe indecible de abortos.

En El ombligo de los limbos, de Antonin Artaud.


lunes, 9 de abril de 2018

Punk.

El punk surgió en los suburbios de la ciudad de Londres a principios de la década del setenta, como mecanismo de desahogo social y de búsqueda de la libertad para cierto sector de la juventud de la clase obrera. A finales de la década del sesenta las sociedades industriales avanzadas se veían amenazadas por la crisis del petróleo, que repercutía al interior de cada una de ellas. Inglaterra venía afrontando un bajo crecimiento económico que, en la década del setenta, la colocó en una situación cercana al colapso. A mediados de esa década la Revista Progreso se refería al poco fruto obtenido con las medidas económicas aplicadas: “Desde hace más de 25 años, laboristas y conservadores han recurrido a toda suerte de remedios para curar los males crónicos del bajo crecimiento económico, falta de inversión y beligerancia obrera”1 . En 1975 la inflación británica alcanzó la tasa más alta de Europa, 25% anual, y el número de desempleados llegó casi a un millón, debido a la reducción de las exportaciones, a la falta de estímulo a la producción, al fracaso del contrato social entre el gobierno y los trabajadores y a la debilidad de la libra esterlina, haciendo de Londres el núcleo de la crisis.


La situación antes descrita fue acabando con las garantías sociales que brindaba el Estado de Bienestar, afectando directamente a la juventud. Crecían los barrios pobres, no había empleo, la inflación aumentaba, mientras que las instituciones tradicionales de cohesión social, como la familia, la Iglesia y el sistema educativo, entraban en conflicto. La conjunción de estos factores hizo que las perspectivas de vida y las nociones de futuro de la juventud del setenta fueran distintas a las de las generaciones anteriores. El surgimiento del punk también coincidió con la constatación de las problemáticas consecuencias humanas de la modernidad, que puso fin al metarrelato histórico del progreso y la idea de futuro ligado a esos conceptos.

La juventud de la clase obrera fue la primera en protestar y en perder todo tipo de credibilidad en el sistema. Era evidente que las estructuras sociales entraban en decadencia y que por parte del Estado no había respuestas. La actitud de estos jóvenes fue diferente a la de los demás sectores de la sociedad, que seguían creyendo en el aparato gubernamental y en la monarquía, aunque fuera cada vez más evidente el aumento de la miseria en contraposición con la forma de vida de la familia real.

El punk se constituyó igualmente en un espacio de expresión y de protesta frente a la sociedad, al mundo y al elitismo que había acogido el rock, tanto en lo musical, como en su apuesta subjetiva de la estrella del rock.

El rock de los sesentas, que había sido considerado el lenguaje de la contracultura e icono de rebeldía para la juventud, en los setentas se alejó de los temas sociales. Era el inicio del proceso de comercialización del rock y éste comenzaba a trabajar en función del monopolio de la industria cultural y de sus apuestas políticas. Este proceso se haría evidente en lo musical y en lo ideológico. Los ritmos eran cada vez más suaves, asemejándose a las estructuras sonoras del pop y la mayoría de letras de las canciones no cuestionaban la crisis. El rock se había convertido en una gran industria que requería de una costosa producción y de un conocimiento musical específico. Esto hizo que el rock se consolidara como un medio excluyente, sobre todo para los jóvenes de los sectores bajos de la sociedad; para estos jóvenes el rock ya no era considerado como una válvula de escape.

El punk sacó sus bases de la estructura musical del rock, adoptó la velocidad al tocar, distorsionando las guitarras, mientras que sus voces descifran a gritos la crudeza de la realidad. El punk sintetiza el ruido urbano, se mimetiza en el asfalto, en las calles, reproduciendo con el cuerpo y la música el salvajismo de la ciudad y la crisis social. La música cobija el complejo de la vida, su engranaje es visceral, revive las emociones, dispara los sentidos. El “ruido”2, la música es la libertad, es el amor, es la melancolía, es el odio social. El punk también generó una estética. Música y estética se convirtieron en maneras de habitar y confrontar el mundo.

El punk nació como un proyecto de emancipación individual con perspectivas hacia un cambio social, revivió el sentimiento de lucha moderna asumiendo la política como un medio para producir la transformación de lo social. Responde local y globalmente, instrumentalizando al sujeto como un agente político. Se moviliza en el nexo social apropiándose de la política, volviéndola una práctica ontológica cotidiana. Vuelve mecanismo de expresión política el lenguaje, la música, la estética, el arte, el cuerpo, bombardeando así a la sociedad de mensajes y denuncias directas. De esta manera la concepción de cuerpo tradicional se disgrega para convertirse en un escenario social. El punk asume lo político como un espacio de constitución de los sujetos y hace de la vida una acción directa contra las estructuras de dominación social. El sujeto en el punk es ante todo un instrumento de lucha.


El punk moviliza sentimientos de vida y actitudes frente al mundo que se han relacionado y son en parte la continuidad vital de expresiones contestatarias, artísticas y políticas que han surgido para abogar por la libertad del ser humano. Ejemplos de estas expresiones se encuentran en las corrientes literarias del siglo XIX, como los llamados malditos, poetas y filósofos que han sido satanizados y mal leídos, pues su búsqueda se refería a la necesidad de romper con los esquemas estéticos, políticos y sociales. Llamaban así a un cambio de órdenes, donde el desarreglo de los sentidos proclamado por Rimbaud implicaba un rompimiento de la jerarquización del cuerpo. En el siglo XX el punk ha sido relacionado con el dadaísmo y el surrealismo por ser proyectos innovadores y revolucionarios.

En Inglaterra a partir de 1976, con la irrupción de bandas como The Sex Pistols, que se hizo famosa por sus escándalos en público invocando y volviendo una práctica social el caos, el punk se empezó a expandir por los barrios populares de diferentes ciudades y comenzó a penetrar la clase media3. Pero su auge más significativo se dio en 1977, con la proliferación de bandas punk en Londres. El crecimiento y la expansión del punk hicieron que su lenguaje se ampliara y adoptara nuevas propuestas de organización, que no se restringieron al campo musical. Este proceso se logró debido a la interacción del movimiento con otros movimientos contestatarios, artísticos y políticos, como el anarquismo. A través de estos contactos surgieron colectivos en función de diversas causas: de género, en pro de la liberación animal, a favor de los presos políticos, de contra información, etc., creando otro tipo de prácticas sociales, videos, libros, obras de arte, ferias de fanzines4, procesos de ocupación de casas, distribuidoras independientes de música y libros, basadas en el trueque del material.

Con el tipo de actividades antes descritas se desarrolló la filosofía del “hazlo tú mismo”, inspirada en la autogestión y en contra de la cultura del consumismo. Esta maduración del punk dio origen a otro tipo de bandas como The Crass y Discharge Poison Girl, entre otras, que a través de la música pretendían dar soluciones a la crisis proponiendo la acción política a seguir. El punk en su complejidad generó diversas tendencias, desde el estigma del punk no futuro, nihilista y autodestructivo, hasta el punk de la resistencia, consecuente, activista y propositivo. Estos diversos caminos que se dieron al interior del punk se han movilizado por el mundo renaciendo y respondiendo a los contextos donde encuentra una razón social de ser. Es un sentimiento, una expresión universal que responde al caos urbano.

1 “S.O.S. La economía Británica a pique”, en Revista Progreso, México, julio-agosto, 1975, p. 6.
2 Expresión usada para referirse a este tipo de música.
3 FEIXA, Carles, De Jóvenes Bandas y Tribus, Barcelona, Ed. Ariel, 1999, p. 120.
4 Revistas que producen los punk para hablar sobre música y temas de interés; son espacios de contra información.

En Una lectura de lo real a través del punk, de Andrea Restrepo Restrepo.


jueves, 5 de abril de 2018

Lo que se puede prometer.

Pueden prometerse acciones, pero no sentimientos, porque éstos son involuntarios. Quien promete a otro amarlo siempre u odiarlo siempre o serle siempre fiel, promete algo que no está en su mano poder cumplir; lo que puede prometer son actos o manifestaciones, que si ordinariamente son consecuencia del amor, del odio, de la fidelidad, pueden también provenir de otras causas, puesto que caminos y motivos diversos conducen a una misma acción.


La promesa de amar a alguno significa, pues, lo siguiente: Mientras que te ame, te mostraré pruebas de mi amor; si dejara de amarte, continuarás, no obstante, recibiendo de mi iguales manifestaciones, aunque por motivos diferentes, de manera que en concepto de los demás hombres persista la apariencia de que el amor será inmutable y siempre el mismo. Así, pues, el hombre promete la persistencia de la apariencia del amor, cuando sin cegarse voluntariamente, promete amor eterno.

En Humano, demasiado humano, de Friedrich Nietzsche. 
 

miércoles, 4 de abril de 2018

Soy un virus.

Conozco el dolor desde niño, cuando bajaba corriendo afiebrado hacia la costa de las aventuras y me encontraba siempre con esa cárcel de rutinas en que consiste la vida. Porque estamos aquí, en donde todo es dolor y todo nos resulta gratis, porque el sol se quema todos los días como un bonzo que se suicida por tristeza. En donde las sonrisas terminan siempre en puñaladas y en donde el primer pez cuando tuvo hambre se convirtió en asesino. 


El dolor de estar aquí, en donde los pájaros aprenden a leer y escribir las leyes que prohíben volar.

Esos viejos flacos y orgullosos en el supermercado, arrastrando un carrito vacío con los ojos bajos y en silencio. Porque ellos creen que el silencio es de bravos. Esos viejos muertos de hambre, que trabajaron toda la vida y no se roban ni una uva. Esos viejos que se cruzan con un muchacho rubio de pelo largo que no los ve, porque va pensando en el futuro. Porque éste es un mundo de jóvenes que olvidan su origen y de viejos que no recuerdan el destino.

Pero si las moscas usaran corbata, si las balas cantaran blues, si el cielo sacudiera su viejo culo azul y las ventanas católicas de los edificios explotaran; igual... Igual habría un anciano babeando fantasías sobre las piernas de una muchacha. Igual habría todos esos tipos con caras de clavo sonriendo por las calles del mundo.

En una tribu de monos, en una fiesta de esclavos, en una calle de zombies, yo no soy un hombre, soy un virus en tu mente. Un hombre solo en un cuarto regando una planta. Sufriendo porque nadie le habla o nadie lo toca y sólo le cabe recordar. O las camareras de los bares nocturnos de polleras cortas que van naufragando entre las brumas del deseo. O las conversaciones de mis amigos que antes soñaban ser héroes y ahora cobran un sueldo. Están inyectando la jeringa del miedo en las venas del mundo.

Yo tenía veinte años y siempre estaba borracho en una pieza mugrienta. Viendo reflejar mi rostro sobre las paredes del mundo. Ahora tengo casi sesenta...y nunca lo vi…

Nunca vi a un hombre encendido y llameante, un hombre que cuando levantara la mano para encender un cigarrillo yo viera en sus ojos los ojos de un tigre acechando en el viento el paso del tiempo, para matarlo. Siempre vi los ojos del miedo. Siempre vi los ojos tristes de la nostalgia.

Enrique Symns. 
 

martes, 3 de abril de 2018

Si los tiburones fueran hombres.

-Si los tiburones fueran hombres –preguntó al señor K la hija pequeña de su patrona–, se portarían mejor con los pececitos?

-Claro que sí –respondió el señor K–. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. 

Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía para localizar mejor a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando. 

Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.

Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla al coraje y se le otorgaría además el titulo de héroe.

Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces.

Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones.

Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etcétera. En resumen: si los tiburones fueran hombres, en el mar habría por fin una cultura.
 Bertolt Brecht.

lunes, 2 de abril de 2018

Las caracolas y el tiempo.

La documentación de la vida sobre la Tierra, muy escasa para el período precámbrico, es inesperadamente abundantísima a partir de hace unos quinientos veinte millones de años. En efecto, en el Cámbrico y en el Ordoviciense, los organismos vivientes comienzan a segregar caracolas calcáreas que se conservarán como fósiles en los estratos geológicos.

¿Quién creéis que os ha hecho entrar en la dimensión en que todos estáis inmersos, hasta el punto de creer que nacisteis en ella y por ella? Fui yo -se oyó exclamar a la voz de Qfwfq saliendo de debajo de una caracola-, yo, mísero molusco condenado a vivir momento a momento, yo, prisionero perpetuo de un interminable presente. Es inútil que finjáis comprender, no podéis adivinar de qué estoy hablando. Hablo del tiempo. Si no hubiera sido por mí no habría tiempo.


Porque, escuchadme bien, yo no tenía ni idea de cómo podía ser el tiempo y tampoco tenía idea de que pudiera existir algo como el tiempo. Los días y las noches me caían encima como las olas, intercambiables, iguales o marcados por diferencias casuales, un sube y baja en el que era imposible establecer un sentido y una norma. Pero al construirme la caracola la intención que tenía ya estaba de alguna manera ligada al tiempo, una intención de separar mi presente de la solución corrosiva de todos los presentes, alejarlo, aislarlo. El presente me caía encima de muchas maneras distintas entre las cuales no conseguía establecer ninguna sucesión: oleadas, noches, tardes, reflujos, inviernos, cuartos de luna, mareas canículas; mi miedo era perderme en ellos, romperme en tantos yo mismos como fragmentos de presente me caían encima superponiéndose el uno al otro y que, por lo que yo sabía, podían ser todos contemporáneos, habitados cada uno por un trocito de mí mismo contemporáneo de los demás.

Era necesario que comenzara por fijar signos en la continuidad inconmensurable: establecer una serie de intervalos, es decir, de números. La materia calcárea que segregaba haciéndola girar en espiral sobre sí misma era precisamente algo que proseguía ininterrumpido, pero mientras tanto, en cada vuelta de espiral, separaba el borde de una vuelta del borde de otra vuelta, por lo cual, si quería contar algo, podía empezar por contar esas vueltas. Resumiendo, lo que quería fabricarme era un tiempo solamente mío, regulado exclusivamente por mí, encerrado: un reloj que no tenía que dar cuentas a nadie de lo que señalaba. Habría querido fabricar un tiempo-caracola larguísimo, ininterrumpido, continuar mi espiral sin parar nunca.

Me dedicaba a ello con todas mis fuerzas, y seguramente no era el único: al mismo tiempo, otros muchos estaban intentando construir sus caracolas sin fin; que lo consiguiera yo u otro no importaba: bastaba con que uno cualquiera de nosotros consiguiera hacer una espiral interminable y el tiempo habría existido, eso habría sido el tiempo. Pero ahora debo decir lo más difícil de decir (más difícil todavía que conciliarlo con el hecho de que yo estoy aquí y os hablo): el tiempo que no logra mantenerse, que se deshace, que se derrumba como una orilla de arena, el tiempo tallado como una cristalización salina, ramificado como un arrecife de coral, agujereado como una esponja (y no os digo a través de qué agujero, a través de qué grieta pasé para llegar hasta aquí). No se lograba construir la espiral sin fin: la caracola crecía, crecía, y en un determinado momento se detenía, punto. Se acababa. En otra parte comenzaban otros, miles de caracolas comenzaban a cada momento, miles y miles seguían creciendo en cada fase del envolvimiento de la espiral, y todas, antes o después, de un momento a otro se paraban; las olas se llevaban una envoltura vacía.

El nuestro era un trabajo inútil: el tiempo se negaba a durar; era una sustancia friable, destinada a terminar en pedazos; las nuestras sólo eran ilusiones de tiempo que duraban lo que la longitud de una exigua espiral de caracola, astillas de tiempo separadas y distintas la una de la otra, una aquí y otra allá, no relacionables, ni comparables entre sí.

Y sobre los despojos de nuestro obstinado trabajo se posaba la arena que en irregulares ventoleras el tiempo-arena alzaba y dejaba caer sepultando a las caracolas vacías bajo estratos sucesivos en el vientre de altiplanicies sumergidas y alternativamente emergidas cuando los mares volvían a invadir los continentes y a recubrirlos de nuevas lluvias de caracolas vacías. Así, de nuestra derrota se amasaba la sustancia del mundo.

¿Cómo podíamos suponer que aquel cementerio de caracolas fuera la verdadera caracola, la que con todas nuestras fuerzas habíamos intentado construir y creíamos no haber conseguido? Ahora está claro que la fabricación del tiempo consistía precisamente en la derrota de nuestros esfuerzos por fabricarlo; sólo que no habíamos trabajado para nosotros, sino para vosotros. Los moluscos, que fuimos los primeros en tener la intención de durar, hemos regalado nuestro reino, el tiempo, a la más voluble raza de habitantes de lo provisional: la humanidad, a la que si no fuera por nosotros nunca se le habría ocurrido. La sección vertical de la corteza terrestre tuvo que hacer reaflorar nuestros cascarones abandonados cien trescientos quinientos millones de años antes, para que la dimensión vertical del tiempo se abriera a vosotros y os liberara del giro siempre repetido de la rueda de los astros en la que seguíais encasillando el curso de vuestro existir fragmentario.


No niego que una parte del mérito también es vuestra, lo que estaba escrito entre las líneas del cuaderno de tierra fuisteis vosotros los que supisteis leerlo (uso vuestra metáfora habitual, la cosa escrita, de ahí no se escapa, es la demostración de que estamos en vuestro territorio, ya no en el mío), conseguisteis enumerar los caracteres revueltos de nuestro balbuciente alfabeto desparramado entre intervalos milenarios de silencio; de esto habéis sacado todo un discurso lógico, un discurso sobre vosotros. Pero decidme cómo nos habríais leído allí en medio si nosotros, aun no sabiendo nada, no nos hubiéramos escrito, o sea si nosotros, sabiéndolo bien, no hubiéramos querido escribir (sigo con vuestras metáforas, visto que las hay), signar, ser signo, enlace, relación de nosotros con otros, lo que siendo lo que es en sí y por sí acepta ser otra cosa para los demás...

Alguien debía comenzar: no tanto a hacer como a hacerse, a hacerse algo, a hacerse en aquello que hacía, a hacer que todas las cosas dejadas, las cosas sepultadas, fueran signos de otro: la impronta de las espinas del pez en la arcilla, los bosques carbonizados y petrolíferos, la patada del dinosaurio de Texas en el fango del Cretáceo, las piedras astilladas del Paleolítico, la carcasa del mamut encontrado en la tundra de Bereskova conservando entre los dientes los restos de los ranúnculos pisoteados hace doce mil años, la Venus de Willendorf, las ruinas de Ur, los rollos de los esenios, la punta de lanza lombarda despuntada de Torcello, el templo de los templarios, el tesoro de los incas, el Palacio de Invierno y el Instituto Smolny, el cementerio de coches...

A partir de nuestras espirales interrumpidas construisteis una espiral continua a la que llamáis historia. No sé si es para alegrarse tanto; no sé juzgar este algo no mío; para mí eso sólo es el tiempo-impronta, la huella de nuestra empresa fracasada, el envés del tiempo, una estratificación de restos y cascarones y necrópolis y montones de lo que perdiéndose se ha salvado, de lo que habiéndose detenido os ha alcanzado. Vuestra historia es lo contrario que la nuestra, lo contrario de la historia de lo que moviéndose no ha llegado, de lo que para durar se perdió: la mano que modeló la vasija, los estantes que ardieron en Alejandría, la pronunciación del escriba, la pulpa del molusco que segregaba la caracola...
 Italo Calvino.