¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 11 de abril de 2018

Anomalías pasajeras.

Existe un concepto que alguna gente ha bautizado como «identidad narrativa». Es la idea de que nuestra vida es una especie de relato con un comienzo, un desarrollo y un final. Por lo común hay alguna experiencia temprana traumática y determinante y una crisis, o varias, en el camino (sexo, drogas... cualquier forma de adicción sirve) de las que uno se recupera milagrosamente. Este tipo de relatos vitales acostumbran a culminar en redención para después terminar con «Y en la Tierra paz y buena voluntad para con los hombres». La unidad de nuestra vida reside en la coherencia del relato que podamos contar de nosotros mismos. La gente lo hace continuamente. Es la mentira que subyace en el concepto de «memorias». Es la razón de ser de un pedazo enorme de lo que queda de la industria editorial, que se alimenta del horroroso submundo de los cursos de escritura creativa. En contra de esto, y como Simone Weil, yo creo en una escritura decreativa que avanza por espirales de negación en continuo ascenso hasta alcanzar la... nada.


Creo también que la identidad es un asunto muy frágil. En el mejor de los casos, se trata de una secuencia de anomalías pasajeras, más que de una gran unidad narrativa. Como dejó sentado David Hume hace mucho tiempo, nuestra vida interior se compone de haces inconexos de percepciones, tirados por ahí como ropa sucia en los cuartos de la memoria. Puede que ése sea el motivo por el que la técnica del cut-up de Brion Gysin, en la que los textos se empalman de un modo aparentemente aleatorio usando recortes –y que Bowie, como es bien sabido, tomó prestada de William Burroughs–, se acerca a la realidad mucho más que cualquier variante del naturalismo.

Los episodios que aportan a mi vida alguna estructura vienen con una frecuencia sorprendente de la mano de las letras y la música de David Bowie. Bowie hilvana mi vida como ninguna otra persona que conozca. Claro que hay otros recuerdos y otras historias que se podrían contar, pero en mi caso esto se complica por la amnesia que me causó un grave accidente de trabajo cuando tenía dieciocho años. Olvidé muchas cosas después de que se me quedara la mano atrapada en una máquina. Pero Bowie ha sido mi banda sonora; mi compañero constante, clandestino. En los buenos tiempos y en los malos. Míos y suyos.

Lo sorprendente es que no creo que esté solo en esto. Hay todo un mundo de gente para la que Bowie era el ser que le proporcionaba una poderosa conexión emocional y le daba la libertad de convertirse en otra clase de persona, alguien más libre, más excéntrico, más sincero, más abierto, más excitante. Echando la vista atrás, Bowie fue una especie de piedra de toque para ese pasado, con todo su esplendor y sus esplendorosos fracasos; pero también para cierta constancia en el presente y para la posibilidad de un futuro, incluso para la reivindicación de un mundo mejor. Bowie no era una estrella de rock cualquiera, ni una colección de clichés mediáticos e insulsos sobre bisexualidad y bares de Berlín. Fue alguien que hizo de la vida algo menos trivial durante un período de tiempo tremendamente largo.


En Bowie, de Simon Critchley.

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