Existe
un concepto que alguna gente ha bautizado como «identidad
narrativa». Es la idea de que nuestra vida es una especie de
relato con un comienzo, un desarrollo y un final. Por lo común hay
alguna experiencia temprana traumática y determinante y una crisis,
o varias, en el camino (sexo, drogas... cualquier forma de adicción
sirve) de las que uno se recupera milagrosamente. Este tipo de
relatos vitales acostumbran a culminar en redención para después
terminar con «Y en la Tierra paz y buena voluntad para con los
hombres». La unidad de nuestra vida reside en la coherencia del
relato que podamos contar de nosotros mismos. La gente lo hace
continuamente. Es la mentira que subyace en el concepto de
«memorias». Es la razón de ser de un pedazo enorme de lo
que queda de la industria editorial, que se alimenta del horroroso
submundo de los cursos de escritura creativa. En contra de esto, y
como Simone Weil, yo creo en una escritura decreativa que avanza por
espirales de negación en continuo ascenso hasta alcanzar la... nada.
Creo
también que la identidad es un asunto muy frágil. En el mejor de
los casos, se trata de una secuencia de anomalías pasajeras, más
que de una gran unidad narrativa. Como dejó sentado David Hume hace
mucho tiempo, nuestra vida interior se compone de haces inconexos de
percepciones, tirados por ahí como ropa sucia en los cuartos de la
memoria. Puede que ése sea el motivo por el que la técnica del
cut-up de Brion Gysin, en la que los textos se empalman de un modo
aparentemente aleatorio usando recortes –y que Bowie, como es bien
sabido, tomó prestada de William Burroughs–, se acerca a la
realidad mucho más que cualquier variante del naturalismo.
Los
episodios que aportan a mi vida alguna estructura vienen con una
frecuencia sorprendente de la mano de las letras y la música de
David Bowie. Bowie hilvana mi vida como ninguna otra persona que
conozca. Claro que hay otros recuerdos y otras historias que se
podrían contar, pero en mi caso esto se complica por la amnesia que
me causó un grave accidente de trabajo cuando tenía dieciocho años.
Olvidé muchas cosas después de que se me quedara la mano atrapada
en una máquina. Pero Bowie ha sido mi banda sonora; mi compañero
constante, clandestino. En los buenos tiempos y en los malos. Míos y
suyos.
Lo
sorprendente es que no creo que esté solo en esto. Hay todo un mundo
de gente para la que Bowie era el ser que le proporcionaba una
poderosa conexión emocional y le daba la libertad de convertirse en
otra clase de persona, alguien más libre, más excéntrico, más
sincero, más abierto, más excitante. Echando la vista atrás, Bowie
fue una especie de piedra de toque para ese pasado, con todo su
esplendor y sus esplendorosos fracasos; pero también para cierta
constancia en el presente y para la posibilidad de un futuro, incluso
para la reivindicación de un mundo mejor. Bowie no era una estrella
de rock cualquiera, ni una colección de clichés mediáticos e
insulsos sobre bisexualidad y bares de Berlín. Fue alguien que hizo
de la vida algo menos trivial durante un período de tiempo
tremendamente largo.
En
Bowie, de Simon Critchley.
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