LA
CRUELDAD. Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo,
no es posible el teatro. En nuestro presente estado de degeneración,
sólo por la piel puede entrarnos otra vez la metafísica en el
espíritu.
No
podemos seguir prostituyendo la idea del teatro, que tiene un único
valor: su relación atroz y mágica con la realidad y el peligro. Así
planteado, el problema del teatro debe atraer la atención general,
sobreentendiéndose que el teatro, por su aspecto físico, y porque
requiere expresión en el espacio (en verdad la única expresión
real) permite que los medios mágicos del arte y la palabra se
ejerzan orgánicamente y por entero, como exorcismos renovados. O sea
que el teatro no recuperará sus específicos poderes de acción si
antes no se le devuelve su lenguaje. En vez de asistir en textos que
se consideran definitivos y sagrados importa ante todo romper la
sujeción del teatro al texto, y recobrar la noción de un especie de
lenguaje único a medio camino entre el gesto y el pensamiento.
Este
lenguaje no puede definirse sino como posible expresión dinámica y
en el espacio, opuesta a las posibilidades expresivas del lenguaje
hablado. Y el teatro puede utilizar aún de este lenguaje sus
posibilidades de expansión (más allá de las palabras), de
desarrollo en el espacio, de acción disociadora y vibratoria sobre
la sensibilidad. Aquí interviene en las entonaciones, la
pronunciación particular de una palabra. Aquí interviene (además
del lenguaje auditivo de los sonidos) el lenguaje visual de los
objetos, los movimientos, los gestos, las actitudes, pero sólo si
prolongamos el sentido, las fisonomías, las combinaciones de
palabras hasta transformarlas en signos, y hacemos de esos signos una
especie de alfabeto. Una vez que hayamos cobrado conciencia de ese
lenguaje en el espacio, lenguaje de sonidos, gritos, luces,
onomatopeyas, el teatro debe organizarlo en verdaderos jeroglíficos,
con el auxilio de objetos y personajes, utilizando sus simbolismos y
sus correspondencias en relación con todos los órganos y en todos
los niveles.
Se
trata, pues, para el teatro, de crear una metafísica de la palabra,
del gesto, de la expresión para rescatarlo de su servidumbre a la
psicología y a los intereses humanos. Pero nada de esto servirá si
detrás de ese esfuerzo no hay una suerte de inclinación metafísica
real, una apelación a ciertas ideas insólitas que por su misma
naturaleza son ilimitadas, y no pueden ser descritas formalmente.
Estas ideas acerca de la Creación, el Devenir, el Caos, son todas de
orden cósmico y nos permiten vislumbrar un dominio que el teatro
desconoce hoy totalmente, y ellas permitirán crear una especie de
apasionada ecuación entre el Hombre, la Sociedad, la Naturaleza y
los Objetos.
No
se trata, por otra parte, de poner directamente en escena ideas
metafísicas, sino de crear algo así como tentaciones, ecuaciones de
aire en torno a estas ideas. Y el humor con su anarquía, la poesía
con su simbolismo y sus imágenes nos dan una primera noción acerca
de los medios de analizar esas ideas.
Hemos
de referirnos ahora al aspecto únicamente material de ese lenguaje.
Es decir, a todas las maneras y medios con que cuenta para actuar
sobre la sensibilidad.
Sería
vano decir que incluye la música, la danza, la pantomima, o la
mímica. Es evidente que utiliza movimientos, armonías, ritmos, pero
sólo en cuanto concurren a una especie de expresión central sin
favorecer a un arte particular. Lo que no quiere decir tampoco que no
utilice hechos ordinarios, pasiones ordinarias, pero como un
trampolín, del mismo modo que el HUMOR-DESTRUCCIÓN puede conciliar
la risa con los hábitos de la razón.
Pero
con un sentido completamente oriental de la expresión, ese lenguaje
objetivo y concreto del teatro fascina y tiende un lazo a los
órganos. Penetra en la sensibilidad. Abandonando los usos
occidentales de la palabra, transforma los vocablos en
encantamientos. Da extensión a la voz. Aprovecha las vibraciones y
las cualidades de la voz. Hace que el movimiento de los pies acompañe desordenadamente
los ritmos. Muele sonidos. Trata de exaltar, de entorpecer, de
encantar, de detener la sensibilidad. Libera el sentido de un nuevo
lirismo del gesto que por su precipitación o su amplitud aérea
concluye por sobrepasar el lirismo de las palabras. Rompe en fin la
sujeción intelectual del lenguaje, prestándole el sentido de una
intelectualidad nueva y más profunda que se oculta bajo gestos y
bajo signos elevados a la dignidad de exorcismos particulares.
Pues
todo este magnetismo y toda esta poesía y sus medios directos de
encanto nada significarían si no lograran poner físicamente el
espíritu en el camino de alguna otra cosa, si el verdadero teatro no
pudiera darnos el sentido de una creación de la que sólo poseemos
una cara, pero que se completa en otros planos.
Y
poco importa que estos otros planos sean conquistados realmente o no
por el espíritu, es decir, por la inteligencia, pues eso sería
disminuirlos, lo que no tiene interés ni sentido. Lo importante es
poner la sensibilidad, por medios ciertos, en un estado de percepción
más profunda y más fina, y tal es el objeto de la magia y de los
ritos de los que el teatro es sólo el reflejo.
Antonin
Artaud.
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