Una
manera cómoda de conocer una ciudad es la de buscar cómo se
trabaja, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra pequeña ciudad, y
es efecto del clima, todo esto se hace conjuntamente, con el mismo
aire frenético y ausente. Es decir que se aburren y se apresuran a
coger nuevas costumbres. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero
siempre para enriquecerse. Están interesados sobre todo por el
comercio y se ocupan primero, según su expresión, a hacer sus
asuntos. Naturalmente tienen también gusto por las joyas simples,
aman a las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy
razonablemente, se reservan estos placeres para el sábado noche y el
domingo, probando, los otros días de la semana, a ganar mucho
dinero.
Por
la noche, cuando cierran sus despachos, se reúnen a una hora fija en
los cafés, se pasean por el mismo bulevar o bien se quedan en sus
balcones. Los deseos de los más jóvenes son breves y violentos,
mientras que los vicios de los mayores no pasan de las francachelas,
los banquetes de camaradería y los círculos donde se juega fuerte
al azar de las cartas.
Sin
duda se dirá que esto no es privativo de nuestra ciudad y que en
general todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada es
más natural hoy en día, que ver a gente trabajando desde la mañana
a la noche y elegir después jugar a las cartas, en el café, en las
charlas, perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades
y países donde la gente tiene, de vez en cuando, la sospecha de
otras cosas. En general, esto no cambia sus vidas. Solamente ha
habido la sospecha y eso es todo lo que han ganado, Orán, por el
contrario es, aparentemente, una ciudad sin sospechas, es decir, una
ciudad completamente moderna.
No
es necesario, en consecuencia, precisar el estilo en que se ama en
nuestra casa. Los hombres y las mujeres, o bien se devoran
rápidamente en lo que se llama el acto de amor, o bien se convierte
en una larga costumbre entre los dos.
Entre
los dos extremos, normalmente no hay término medio. Esto tampoco es
original. En Orán, como en otras partes, faltos de tiempo y de
reflexión es obligado amar sin saberlo.
Lo
que es más original en nuestra ciudad es la dificultad que puede uno
encontrar para morir. Dificultad, no obstante, no es la palabra más
acertada y sería más justo hablar de incomodidad. Nunca es
agradable estar enfermo, pero hay ciudades y países que nos
sostienen en la enfermedad, y se puede en algunos casos, dejarse
llevar.
Un
enfermo necesita dulzura, le gusta apoyarse en algo, es natural. Pero
en Orán, los excesos del clima, la importancia de los negocios que
se tratan, la insignificancia del decorado, la rapidez del crepúsculo
y la calidad de los placeres, todo exige buena salud. Un enfermo se
encuentra muy solo. Que se piense entonces en quien va a morir,
cogido en la trampa tras centenares de paredes crepitantes de calor,
mientras en el mismo instante, todo un pueblo, al teléfono o en los
cafés, habla de tratos, de mercancías expedidas o recibidas y de
descuentos. Se comprende lo que tiene de inconfortable la muerte,
incluso la moderna, cuando sobreviene en un lugar tan seco.
Ciertas
indicaciones dan quizás una idea suficiente de nuestra ciudad. Al
ciudadano que vive aquí, no hay que exagerarle. Lo que hay que
subrayar es el aspecto banal de la ciudad y de su vida. Se pasan los
días sin dificultades cuando ya se tienen adquiridas unas
costumbres. Desde el momento en que nuestra ciudad favorece
justamente esas costumbres, se puede decir que todo es para mejorar.
Bajo este prisma, sin duda, la vida no es demasiado apasionante.
Por
lo menos no conocemos el desorden. Nuestra población franca,
simpática y activa ha provocado siempre en el viajero una estima
razonable (…)
La
palabra Peste acababa de ser pronunciada por primera vez. En este
punto de la historia que dejó a Bernard Rieux tras su ventana, se
permitirá al narrador justificar la incertidumbre y la sorpresa del
doctor, ya que aunque con matices, su reacción fue la de la mayoría
de nuestros conciudadanos. Las plagas son una cosa común pero se
cree difícilmente en las plagas hasta que no nos caen en la cabeza.
Ha
habido en el mundo tantas pestes como guerras. Y aun así, las pestes
y las guerras pillan a todo el mundo desprevenido. El doctor Rieux
estaba desprevenido, como lo estaban nuestros conciudadanos, y es así
como hemos de comprender sus indecisiones. Es así que hay que
comprender también que fuese compartida entre la inquietud y la
confianza. Cuando estalla una guerra, la gente dice: “No durará
mucho, es demasiado tonta” Y sin duda una guerra es una solemne
tontería, pero esto no la impide durar. La tontería insiste
siempre, nos daríamos cuenta si no estuviésemos siempre pensando en
nosotros.
Nuestros
conciudadanos en este tema eran como todo el mundo, pensaban en ellos
mismos, dicho de otra manera, eran humanistas: no creían en las
plagas. Las plagas no están hechas a la medida del hombre, se dice
pues que las plagas son irreales, que es una pesadilla que pasará.
Pero no siempre pasan, y de pesadilla en pesadilla, son los hombres
los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado
sus precauciones.
Nuestros
conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser
modestos, eso es todo, y pensaban que todo aún era posible para
ellos, lo que presuponía que las plagas eran imposibles. Continuaban
haciendo negocios, preparaban viajes y tenían opiniones. ¿Cómo
habrían de pensar en la peste que suprime el porvenir, los
desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será
nunca libre mientras haya plagas.
Incluso
cuando el doctor Rieux hubo reconocido ante su amigo que un puñado
de enfermos dispersos acababan de morir de la peste, el peligro
seguía siendo irreal para él. Simplemente, cuando se es médico uno
se hace una idea del dolor y se tiene un poco más de imaginación.
Mirando su ciudad por la ventana, que no había cambiado, era apenas
si el doctor sentía nacer en el ese ligero asco ante el porvenir que
se llama inquietud. Intentaba recordar en su mente lo que sabía de
esa enfermedad. Las cifras flotaban en su memoria y se decía que la
treintena de grandes pestes que ha conocido la historia había
ocasionado cerca de cien millones de muertos. ¿Pero que son cien
millones de muertos? Cuando se hace una guerra, casi no se sabe ya lo
que es un muerto. Y ya que un hombre muerto no tiene peso si no es
que se le ha visto muerto, cien millones de cadáveres sembrados a
través de la historia no son más que una humareda en la
imaginación.
En
La peste, de Albert Camus.