Es
viejo cuento. Con el señuelo de la revolución, con el higuí de la
libertad, se ha embobado siempre a las gentes. La enhiesta cucaña se
ha hecho sólo para los hábiles trepadores. Abajo quedan
boquiabiertos los papanatas que fiaron en cantos de sirena.
El
hecho no es únicamente imputable a los encasillados aquí o allá.
Las formas de engaño son tan varias como varios los programas y las
promesas. Arriba, en medio y abajo se dan igualmente cucos que saben
encaramarse sobre los lomos de la simplicidad popular.
La
promesa democrática, la promesa social, todo sirve para mantener en
pie la torre blindada de la explotación de las multitudes. Y sirve
naturalmente para acaudillar masas, para gobernar rebaños y
esquilmarlos libremente. Aun cuando se intenta redimirnos del
espíritu gregario, aun cuando se procura que cada cual se haga su
propia personalidad y se redima por sí mismo, nos estrellamos contra
los hábitos adquiridos, contra los sedimentos poderosos de la
educación y contra la ignorancia forzosa de los más. Los mismos
propagandistas de la real independencia del individuo, si no son
bastante fuertes para sacudir todo homenaje y toda sumisión, suelen
verse alzados sobre las espaldas de los que no comprenden la vida sin
cucañas y sin premios. Que quieran que no, han de trepar; y a poco
que les ciegue la vanidad o la ambición, se verán como por ensalmo
llevados a las más altas cumbres de la superioridad negada. Es
fenómeno harto humano para que por nadie pueda ser puesto en duda. La
gran mentira alienta y sostiene este miserable estado de cosas.
La
gran mentira alienta y apuntala fuertemente este ruin e infame
andamiaje social que constituye el gobierno y la explotación, el
gobierno y la explotación, organizados, y también aquella
explotación y aquel gobierno que se ejercen en la vida ordinaria por
todo género de entidades sociales, económicas y políticas.
Y
la gran mentira es una promesa de libertad repetida en todos los
tonos y cantada por todos los revolucionarios; libertad reglada,
tasada, medida, ancha o estrechamente, según las anchas o estrechas
miras de sus panegiristas. Es la mentira universal sostenida y
fomentada por la fe de los ingenuos, por la creencia de los
sencillos, por la bondad de los nobles y sinceros tanto como por la
incredulidad y la cuquería de los que dirigen, de los que
capitanean, de los que esquilman el rebaño humano.
En
esa gran mentira entramos todos y sálvese el que pueda. Las cosas
derivan siempre en el sentido de la corriente. Vamos todos por ella
más o menos arrastrados, porque la mentira es cosa sustancial en
nuestro propio organismo: la hemos mamado, la hemos engordado, la
hemos acariciado desde la cuna y la acariciaremos hasta la tumba.
Revolverse contra la herencia es posible, y más que posible,
necesario e indispensable. Sacudirse la pesadumbre del andamiaje que
nos estruja, no es fácil, pero tampoco imposible. La evolución, el
progreso humano, se cumplen en virtud de estas rebeldías de la
conciencia, del entendimiento y de la voluntad.
Mas
es menester que no nos hagamos la ilusión de la rebeldía, que no
disfracemos la mentira con otra mentira. Somos a millares los que nos
imaginamos libres y no hacemos sino obedecer una buena consigna.
Cuando el mandato no viene de fuera, viene de dentro. Un prejuicio,
una fe, una preferencia nos somete al escritor estimado, al periódico
querido, al libro que más nos agrada. Obedecemos sin que se quiera
nuestra obediencia y, a poco andar, conseguiremos que nos mande quien
ni soñado había en ello ¡Qué no será cuando el propagandista, el
escritor, el orador lleven allá dentro de su alma un poco de
ambición y un poco de domadores de multitudes! La mentira, grande
ya, se acrece y lo allana todo. No hay espacio libre para la verdad
pura y simple, sencilla, diáfana de la propia independencia por la
conciencia y por la ciencia propias.
Llamarnos
demócratas, socialistas, anarquistas, lo que sea, y ser
interiormente esclavos, es cosa corriente y moliente en que pocos
ponen reparos. Para casi todo el mundo lo principal es una palabra
vibrante, una idea bien perfilada, un programa bien adobado. Y la
mentira sigue y sigue laborando sin tregua. El engaño es común, es
hasta impersonal, como si fuera de él no pudiéramos coexistir.
Revolverse,
pues, contra la gran mentira, sacudirse el enorme peso de la herencia
de embustes que nos seducen con el señuelo de la revolución y de la
libertad, valdrá tanto como autoemanciparse interiormente por el
conocimiento y por la experiencia, comenzando a marchar sin
andaderas. Cada uno ha de hacer su propia obra, ha de acometer su
propia redención.
Utopía,
se gritará. Bueno; lo que se quiera; pero a condición de reconocer
entonces que la vida es imposible sin amos tangibles o intangibles,
seres vivientes o entidades metafísicas; que la existencia no
tendría realidad fuera de la gran mentira de todos los tiempos.
Contra
los hábitos de la subordinación nada podrán en tal caso las más
ardientes predicaciones. Triunfantes, habrán destruido las formas
externas, no la esencia de la esclavitud. Y la historia se repetirá
hasta la consumación de los siglos.
La
utopía no quiere más rebaños. Frente a la servidumbre voluntaria
no hay otro ariete que la extrema exaltación de la personalidad.
Seamos
con todo y con todos respetuosos el mutuo respeto es condición
esencial de la libertad, pero seamos nosotros mismos. Antes bien hay
que ser realmente libres que proclamárselo. Soñamos en superarnos y
aún no hemos sabido libertarnos. Es también una secuela de la gran
mentira.
Ricardo
Mella.
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