Cuando
el anarquista, como portavoz de las capas sociales decadentes,
reclama con hermosa indignación «derechos», «justicia» e
«igualdad de derechos», habla sólo bajo el peso de su propia
incultura que le impide saber por qué sufre realmente, de qué es
pobre: es decir, de vida. Su instinto dominante es el de causalidad:
alguien tiene que tener la culpa de que él esté tan mal... Por otra
parte, su «hermosa indignación» le hace bien por sí sola;
cualquier pobre diablo siente placer injuriando, porque esto le
produce una pequeña borrachera de poder. La simple queja, el mero
hecho de quejarse, puede darle un encanto a la vida y hacerla
soportable. En toda queja hay una pequeña dosis de venganza: a
quienes son de otro modo se les reprocha, como una injusticia, como
un privilegio ilegítimo, el malestar e incluso la mala condición de
quien se lamenta. «Si yo pertenezco a la canalla y soy un canalla,
tú deberías pertenecer a ella y serlo también»: con esta lógica
se hace la revolución.
El
quejarse no sirve absolutamente para nada: es algo que procede de la
debilidad. No hay una gran diferencia entre atribuir nuestro malestar
a otros como hace el socialista, o atribuírnoslo a nosotros mismos,
como hace el cristiano. Lo que en ambos hay de común —y habría
que añadir de indigno— es que alguien debe ser culpable de que se
sufra; con pocas palabras, el que sufre se receta, como medio de
combatir su dolor, la miel de la venganza. Los objetos de esa
necesidad de venganza, que es una necesidad de placer, son causas
ocasionales: el que sufre encuentra por todas partes causas para
saciar su pequeña venganza. Si es cristiano, digámoslo otra vez,
las encuentra dentro de él... Tanto el cristiano como el anarquista
son decadentes.
Pero
incluso cuando el cristiano condena, calumnia y ensucia el «mundo»,
lo hace movido por el mismo instinto que impulsa al obrero
socialista a condenar, calumniar y ensuciar la sociedad. El propio
«juicio final» es, igualmente, el dulce consuelo de la venganza, la
revolución que también espera el obrero socialista, sólo que
concebida como algo más lejano. El propio «más allá»... ¿para
qué serviría ese más allá si no fuera para ensuciar el más acá?
En Crepúsculo de los ídolos, de Friedrich Nietzsche.
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