Mis
propios padres no llegaron esa noche. Sin embargo, creí prudente
salir pitando en previsión de la cólera de un padre miserable,
arquetipo del general católico y chocho. Entré por detrás a la
quinta. Me apropié de una cantidad de dinero. Después, seguro de
que jamás me buscarían allí, me bañé en la alcoba de mi padre. Y
hacia las diez de la noche me fui al campo, pero antes dejé un
recado sobre la mesa de mi madre: “Ruego que no me hagan buscar por
la policía porque llevo un revólver y la primera bala será para el
gendarme y la segunda para mí”.
Jamás
he tenido la posibilidad de adoptar una actitud y, en esta
circunstancia en particular, mi único interés era hacer retroceder
a mi familia, enemiga irreductible del escándalo. Con todo, al
escribir el recado con la mayor ligereza y no sin reír un poco, me
pareció oportuno meter en mi bolsillo el revólver de mi padre.
Caminé
toda la noche por la orilla del mar, pero sin alejarme demasiado de
X, tomando en cuenta los recovecos de la costa. Trataba solamente de
apaciguar una situación violenta, un extraño delirio espectral en
que los fantasmas de Simona y de Marcela se organizaban, a pesar mío,
con expresiones terroríficas. Poco a poco me vino la idea de
matarme, y al tomar el revólver en la mano acabaron de perder el
sentido palabras como esperanza y desesperación. Sentí por
cansancio que era necesario darle un sentido a mi vida: sólo la
tendría en la medida en que ciertos acontecimientos deseados y
esperados se cumpliesen. Acepté finalmente la extraordinaria
fascinación de los nombres Simona y Marcela; podía reír, pero no
obstante me excitaba imaginar una composición fantástica que ligaba
confusamente mis pasos más desconcertantes a los suyos.
Dormí
en un bosque durante el día y al caer la noche me dirigí a casa de
Simona; entré al jardín saltando por el muro. Al ver luz en la
recámara de mi amiga, arrojé guijarros a la ventana. Algunos
instantes después bajó y nos fuimos casi sin decir palabra en
dirección a la orilla del mar. Estábamos felices de volvernos a
ver. Estaba oscuro y de vez en cuando le levantaba el vestido y
tomaba su culo entre mis manos, pero no gozaba, al contrario. Ella se
sentó y yo me acosté a sus pies. De pronto me di cuenta de que no
podría impedir estallar en sollozos y de inmediato empecé a
sollozar largamente sobre la arena.
—¿Qué
te pasa? —me dijo Simona.
Y
me dio un puntapié para hacerme reír. Su pie tocó justamente el
revólver que estaba en mi bolsillo y una terrible detonación nos
arrancó un grito simultáneo. No estaba herido, pero de repente me
encontré de pie como si hubiese entrado en otro mundo. La misma
Simona estaba delante de mí, tan pálida que daba miedo.
Esa
noche no se nos ocurrió la idea de masturbarnos, pero permanecimos
infinitamente abrazados, unidas nuestras bocas, lo que jamás antes
nos había ocurrido.
En
Historia del ojo, de Georges Bataille.
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