¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 19 de diciembre de 2017

La peste.

Una manera cómoda de conocer una ciudad es la de buscar cómo se trabaja, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra pequeña ciudad, y es efecto del clima, todo esto se hace conjuntamente, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir que se aburren y se apresuran a coger nuevas costumbres. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Están interesados sobre todo por el comercio y se ocupan primero, según su expresión, a hacer sus asuntos. Naturalmente tienen también gusto por las joyas simples, aman a las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy razonablemente, se reservan estos placeres para el sábado noche y el domingo, probando, los otros días de la semana, a ganar mucho dinero.

Por la noche, cuando cierran sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean por el mismo bulevar o bien se quedan en sus balcones. Los deseos de los más jóvenes son breves y violentos, mientras que los vicios de los mayores no pasan de las francachelas, los banquetes de camaradería y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas.


Sin duda se dirá que esto no es privativo de nuestra ciudad y que en general todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada es más natural hoy en día, que ver a gente trabajando desde la mañana a la noche y elegir después jugar a las cartas, en el café, en las charlas, perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países donde la gente tiene, de vez en cuando, la sospecha de otras cosas. En general, esto no cambia sus vidas. Solamente ha habido la sospecha y eso es todo lo que han ganado, Orán, por el contrario es, aparentemente, una ciudad sin sospechas, es decir, una ciudad completamente moderna.

No es necesario, en consecuencia, precisar el estilo en que se ama en nuestra casa. Los hombres y las mujeres, o bien se devoran rápidamente en lo que se llama el acto de amor, o bien se convierte en una larga costumbre entre los dos.

Entre los dos extremos, normalmente no hay término medio. Esto tampoco es original. En Orán, como en otras partes, faltos de tiempo y de reflexión es obligado amar sin saberlo.

Lo que es más original en nuestra ciudad es la dificultad que puede uno encontrar para morir. Dificultad, no obstante, no es la palabra más acertada y sería más justo hablar de incomodidad. Nunca es agradable estar enfermo, pero hay ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, y se puede en algunos casos, dejarse llevar.

Un enfermo necesita dulzura, le gusta apoyarse en algo, es natural. Pero en Orán, los excesos del clima, la importancia de los negocios que se tratan, la insignificancia del decorado, la rapidez del crepúsculo y la calidad de los placeres, todo exige buena salud. Un enfermo se encuentra muy solo. Que se piense entonces en quien va a morir, cogido en la trampa tras centenares de paredes crepitantes de calor, mientras en el mismo instante, todo un pueblo, al teléfono o en los cafés, habla de tratos, de mercancías expedidas o recibidas y de descuentos. Se comprende lo que tiene de inconfortable la muerte, incluso la moderna, cuando sobreviene en un lugar tan seco.

Ciertas indicaciones dan quizás una idea suficiente de nuestra ciudad. Al ciudadano que vive aquí, no hay que exagerarle. Lo que hay que subrayar es el aspecto banal de la ciudad y de su vida. Se pasan los días sin dificultades cuando ya se tienen adquiridas unas costumbres. Desde el momento en que nuestra ciudad favorece justamente esas costumbres, se puede decir que todo es para mejorar. Bajo este prisma, sin duda, la vida no es demasiado apasionante.

Por lo menos no conocemos el desorden. Nuestra población franca, simpática y activa ha provocado siempre en el viajero una estima razonable (…)


La palabra Peste acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la historia que dejó a Bernard Rieux tras su ventana, se permitirá al narrador justificar la incertidumbre y la sorpresa del doctor, ya que aunque con matices, su reacción fue la de la mayoría de nuestros conciudadanos. Las plagas son una cosa común pero se cree difícilmente en las plagas hasta que no nos caen en la cabeza.

Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras. Y aun así, las pestes y las guerras pillan a todo el mundo desprevenido. El doctor Rieux estaba desprevenido, como lo estaban nuestros conciudadanos, y es así como hemos de comprender sus indecisiones. Es así que hay que comprender también que fuese compartida entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra, la gente dice: “No durará mucho, es demasiado tonta” Y sin duda una guerra es una solemne tontería, pero esto no la impide durar. La tontería insiste siempre, nos daríamos cuenta si no estuviésemos siempre pensando en nosotros.

Nuestros conciudadanos en este tema eran como todo el mundo, pensaban en ellos mismos, dicho de otra manera, eran humanistas: no creían en las plagas. Las plagas no están hechas a la medida del hombre, se dice pues que las plagas son irreales, que es una pesadilla que pasará. Pero no siempre pasan, y de pesadilla en pesadilla, son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado sus precauciones.

Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todo aún era posible para ellos, lo que presuponía que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, preparaban viajes y tenían opiniones. ¿Cómo habrían de pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será nunca libre mientras haya plagas.

Incluso cuando el doctor Rieux hubo reconocido ante su amigo que un puñado de enfermos dispersos acababan de morir de la peste, el peligro seguía siendo irreal para él. Simplemente, cuando se es médico uno se hace una idea del dolor y se tiene un poco más de imaginación. Mirando su ciudad por la ventana, que no había cambiado, era apenas si el doctor sentía nacer en el ese ligero asco ante el porvenir que se llama inquietud. Intentaba recordar en su mente lo que sabía de esa enfermedad. Las cifras flotaban en su memoria y se decía que la treintena de grandes pestes que ha conocido la historia había ocasionado cerca de cien millones de muertos. ¿Pero que son cien millones de muertos? Cuando se hace una guerra, casi no se sabe ya lo que es un muerto. Y ya que un hombre muerto no tiene peso si no es que se le ha visto muerto, cien millones de cadáveres sembrados a través de la historia no son más que una humareda en la imaginación.

En La peste, de Albert Camus.

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