¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 21 de julio de 2017

El árbol de Eva.

Ramón buscaba un taxi mientras Alain estaba sentado cabizbajo en el suelo de su estudio apoyado en la pared; tal vez se haya dormido. 

Una voz femenina lo despertó: «Me gusta todo lo que me has contado, me gusta todo lo que inventas, no tengo nada que añadir. Salvo, quizá, lo del ombligo. Para ti el modelo de mujer sin ombligo es un ángel. Para mí, es Eva, la primera mujer. No nació de vientre alguno, y sí de un capricho, de un capricho del creador. De ella, de su vulva, de la vulva de una mujer sin ombligo, es de donde procede el primer cordón umbilical.

Si creyera en la Biblia, de ella también salieron otros cordones, un hombrecito o una mujercita atada a cada uno de ellos. Los cuerpos de los hombres permanecían sin continuidad, del todo inútiles, mientras que del sexo de cada mujer salía otro cordón que en su extremo llevaba a otra mujer o a otro hombre, y todo ello, repetido millones y millones de veces, se convirtió en un inmenso árbol, un árbol formado por una infinidad de cuerpos, un árbol cuyas ramas alcanzan el cielo. E imagina que ese árbol gigantesco está arraigado en la vulva de una única mujer, de la primera mujer, de la pobre Eva sin ombligo.


Cuando yo me quedé embarazada, me sentía como parte de ese árbol, colgada de uno de esos cordones, y a ti, que todavía eras no nato, te imaginaba planeando en el vacío, atado a un cordón salido de mi cuerpo, y a partir de ese momento soñé con un asesino que, allá abajo, degüella a la mujer sin ombligo, imaginé su cuerpo que agoniza, muere, se descompone, de tal manera que ese inmenso árbol que creció en ella, convertido de pronto en un árbol sin raíces, sin fundamento, empieza a caer, vi la infinidad de ramas descender como un inmensa lluvia gigantesca y, entiéndeme bien, no he soñado con el fin de la historia de la humanidad, el fin de la abolición del porvenir, no, no, lo que deseé es la total desaparición de los hombres con su futuro y su pasado, con su comienzo y su final, con toda la duración de su existencia, con toda su memoria, con Nerón y Napoleón, con Buda y Jesús, deseé la total aniquilación del árbol arraigado en el pequeño vientre sin ombligo de una primera mujer idiota que no sabía lo que hacía y cuántos horrores iba a costarnos su coito miserable, que sin duda tampoco le aportó el más mínimo placer...».

La voz de la madre calló, Ramón detuvo un taxi, y Alain, apoyado en la pared, volvió a adormecerse.
En La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera.

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