Pero
entonces ocurrió algo que hizo callar todas las bocas y quedar fijos
todos los ojos. Entretanto, en efecto, el volatinero había comenzado
su tarea; había salido de una pequeña puerta y caminaba sobre la
cuerda, la cual estaba tendida entre dos torres, colgando sobre el
mercado y el pueblo. Mas cuando se encontraba justo en la mitad de su
camino, la pequeña puerta volvió a abrirse y un compañero de
oficio vestido de muchos colores, igual que un bufón, saltó fuera y
mar chó con rápidos pasos detrás del primero.
«Sigue
adelante, cojitranco, gritó su terrible voz, sigue adelante,
¡holgazán, impostor, cara de tísico! ¡Que no te haga yo
cosquillas con mi talón! ¿Qué haces aquí entre torres? Dentro de
la torre está tu sitio, en ella se te debería encerrar, ¡cierras
el camino a uno mejor que tú!».
Y
a cada palabra se le acercaba más y más, y cuando estaba ya a un
solo paso detrás de él ocurrió aquella cosa horrible que hizo
callar todas las bocas y quedar fijos todos los ojos: lanzó un grito
como si fuese un demonio y saltó por encima de quien le
obstaculizaba el camino. Mas éste, cuando vio que su rival lo
vencía, perdió la cabeza y el equilibrio; arrojó su balancín y,
más rápido que éste, se precipitó hacia abajo como un remolino de
brazos y de piernas. El mercado y el pueblo parecían el mar cuando
la tempestad avanza; todos huyeron apartándose y atropellándose,
sobre todo allí donde el cuerpo tenía que estrellarse.
Zaratustra,
en cambio, permaneció inmóvil, y justo a su lado cayó el cuerpo,
maltrecho y quebrantado, pero no muerto todavía. Al poco tiempo el
destrozado recobró la consciencia y vió a Zaratustra arrodillarse
junto a él.
«¿Qué
haces aquí? -dijo por fin- desde hace mucho sabía yo que el diablo
me echaría la zancadilla. Ahora me arrastra al infierno: ¿quieres
tú impedírselo?»
«Por
mi honor, amigo, respondió Zaratustra, todo eso de que hablas no
existe; no hay ni diablo ni infierno. Tu alma estará muerta aún
más pronto que tu cuerpo; así, pues, ¡no temas ya nada!»
El
hombre alzó su mirada con desconfianza. «Si tú dices la verdad,
añadió luego, nada pierdo perdiendo la vida. No soy mucho más que
un animal al que, con golpes y escasa comida, se le ha enseñado a
bailar.»
«No
hables así, dijo Zaratustra, tú has hecho del peligro tu profesión,
en ello no hay nada despreciable. Ahora pereces a causa de tu
profesión: por ello voy a enterrarte con mis propias manos.»
Cuando
Zaratustra hubo dicho esto, el moribundo ya no respondió; pero movió
la mano como si buscase la mano de Zaratustra para darle las gracias.
En
Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche.
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