Olivier Morel: ¿La dimensión política y militante fue siempre primordial
para usted? ¿La postura filosófica sería el punto silencioso que
predetermina la posición política? ¿Se trata de dos actividades
incompatibles?
Cornelius
Castoriadis: Claro que no. Pero, antes que nada, una precisión: ya dije que
para mí, desde el arranque, las dos dimensiones no estaban
separadas, pero al mismo tiempo, y desde hace mucho tiempo, considero
que no hay un pasaje directo de la filosofía a la política. El
parentesco entre filosofía y política consiste en el hecho de que
las dos apuntan a nuestra libertad, a nuestra autonomía como
ciudadanos y como seres pensantes, y que en los dos casos hay, en el
inicio, una voluntad –reflexionada, lúcida, pero voluntad de todos
modos– que apunta a esta libertad.
Contrariamente a los absurdos
que están de moda nuevamente hoy en Alemania, no hay fundamento
racional de la razón, ni fundamento racional de la libertad. En los
dos casos hay, por supuesto, una justificación razonable, pero que
va más lejos, se apoya sobre lo que solamente la autonomía vuelve
posible para los humanos. La pertinencia política de la filosofía
es que la crítica y la elucidación filosóficas permiten destruir
precisamente los falsos presupuestos filosóficos (o teológicos) que
han servido tan frecuentemente para justificar los regímenes
heterónomos.
O.
M.: Entonces el trabajo del intelectual es un trabajo crítico en
la medida en que rompe las evidencias, está ahí para denunciar lo
que parece ser obvio. Sin duda, usted pensaba en eso cuando escribió:
«Bastaba con leer seis renglones de Stalin para comprender que la
revolución no podía ser eso».
C.
C.: Sí, pero aquí, una vez más, es necesario precisar: el trabajo
del intelectual debería ser un trabajo crítico, y así ha sido
frecuentemente a lo largo de la historia. Por ejemplo, en el momento
del nacimiento de la filosofía en Grecia, los filósofos cuestionan
las representaciones colectivas establecidas, las ideas sobre el
mundo, los dioses, el buen orden de la urbe. Pero con bastante
rapidez sobreviene una degeneración: los intelectuales abandonan,
traicionan su papel crítico y se vuelven racionalizadores de lo que
es, justificadores del orden establecido. El ejemplo más extremo,
pero también, sin duda, el más expresivo, aunque sólo fuera por
encarnar un destino y un desenlace casi necesario de la filosofía
heredada, es Hegel, que al
final proclama: «Todo lo que es racional es real, y todo lo que es
real es racional».
En el período reciente, tenemos dos casos
flagrantes: en Alemania, Heidegger y su adhesión profunda, más allá
de las peripecias y de las anécdotas, al «espíritu» del nazismo;
y, en Francia, Sartre, quien al menos desde 1952 justificó los
regímenes stalinistas y, cuando rompió con el comunismo común,
pasó al apoyo de Castro, de Mao, etc. Esta situación no ha cambiado
demasiado, salvo en su forma de expresión.
Con el derrumbe de los
regímenes totalitarios y la pulverización del marxismo-leninismo,
la mayoría de los intelectuales occidentales pasa el tiempo
glorificando los regímenes occidentales como regímenes
«democráticos», quizás no ideales (no sé qué quiere decir esa
expresión), pero sí los mejores regímenes humanamente
realizables, y afirmando que toda crítica de esta pseudodemocracia
conduce directamente al Gulag.
Tenemos así una repetición
interminable de la crítica del totalitarismo que llega con un
retraso de setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta, treinta, veinte
años (algunos «antitotalitarios» de hoy apoyaban al maoísmo
todavía al comienzo de los años 70), y que permite silenciar los
problemas candentes presente: la descomposición de las sociedades
occidentales, la apatía, el cinismo y la corrupción políticas, la
destrucción del entorno, la situación de los países miserables,
etc. O bien, otro caso de la misma figura, uno se retira a su torre
de polietileno y cuida sus preciosas producciones personales.
O.
M.: En suma, habría dos figuras simétricas: el intelectual
responsable, que toma responsabilidades que culminan en la
irresponsabilidad asesina, como en los casos de Heidegger y de
Sartre, que usted denuncia, y el intelectual fuera del poder, que
culmina en la des responsabilización frente a los crímenes ¿Podemos
formular así las cosas? Y, en ese caso, ¿dónde sitúa usted el
papel correcto del intelectual y de la crítica?
C.
C.: Es necesario deshacerse a la vez de la sobreestimación y de la
subestimación del papel del intelectual. Hubo pensadores y
escritores que ejercieron una influencia inmensa en la historia (y no
siempre positiva, por otro lado). Platón es, sin duda, el ejemplo
más notorio de esto, porque todavía hoy todo el mundo, incluso sin
saberlo, reflexiona en términos platónicos. Pero en todos los
casos, a partir del momento en que alguien se entromete para opinar
sobre la sociedad, la historia, el hombre, el ser, entra en el campo
social–histórico de fuerzas y desempeña ahí un papel que puede
ir desde lo ínfimo hasta lo considerable. Decir que ese papel es un
papel de «poder» sería, en mi opinión, un abuso del lenguaje.
El
escritor, el pensador, con los medios particulares que le dan su
cultura, sus capacidades, ejerce una influencia en la sociedad, pero
eso forma parte de su papel de ciudadano: dice lo que piensa y toma
la palabra bajo su responsabilidad. Nadie puede deshacerse de esta
responsabilidad, ni siquiera el que no habla y, por ese hecho, deja
hablar a los otros y permite que el espacio social sea ocupado,
quizás, por ideas monstruosas. No se puede, a la vez, acusar al
«poder intelectual» y denunciar, en el silencio de los
intelectuales alemanes después de 1933, una complicidad con el
nazismo.
O.
M.: Da la impresión de que cada vez es más difícil encontrar
puntos de apoyo para criticar o para expresar lo que funciona mal.
¿Por qué hoy ya no funciona la crítica?
C.
C.: La crisis de la crítica sólo es una de las manifestaciones de
la crisis general y profunda de la sociedad. Existe ese
pseudoconsenso generalizado; la crítica y el oficio de intelectual
están mucho más atrapados en el sistema que antes y de una manera
más intensa; todo está mediatizado, las redes de complicidad son
casi todopoderosas. Las voces discordantes o disidentes no son
ahogadas por la censura o por unos editores que ya no se atreven a
publicarla, son ahogadas por la comercialización general. La
subversión está atrapada
en la indistinción de lo que se hace, de lo que se propaga. Para
hacer la publicidad de un libro, se dice inmediatamente: «Este es un
libro que revoluciona su ámbito», pero se dice también que las
pastas Panzani revolucionaron la cocina. La palabra «revolucionario»
(como las palabras «creación» o «imaginación») se ha vuelto un
slogan publicitario; es lo que se llamaba hace algunos años la
recuperación.
La marginalidad se vuelve algo reivindicado y central;
la subversión es una curiosidad interesante que completa la armonía
del sistema. La sociedad contemporánea tiene una capacidad terrible
para sofocar cualquier divergencia verdadera, ya sea callándola o
convirtiéndola en un fenómeno entre otros, comercializado como los
otros. Podemos detallar aún más. Los propios críticos traicionan
su papel de críticos; los autores traicionan su responsabilidad y su
rigor, y existe la vasta complicidad del público, que no es inocente
en este asunto, pues acepta el juego y se adapta a lo que se le da.
El conjunto es instrumentalizado, utilizado por un sistema anónimo a
su vez. Todo esto no es el acto de un dictador, de un puñado de
grandes capitalistas o de un grupo de creadores de opinión; es una
inmensa corriente social-histórica que va en esa dirección y hace
que todo se vuelva insignificante.
Evidentemente, la televisión
ofrece el mejor ejemplo de esto: si algo se coloca en el centro de la
actualidad durante 24 horas, se vuelve insignificante y deja de
existir después de esas 24 horas, porque se encontró o se debe
encontrar otra cosa que tomará su lugar. Culto de lo efímero que
exige al mismo tiempo una contracción extrema: lo que se llama en la
televisión estadounidense el attention span, la duración
útil de la atención de un espectador, era de diez minutos todavía
hace algunos años, para caer gradualmente a cinco minutos, a un
minuto, y ahora a diez segundos. El spot televisivo de diez segundos
es considerado el medio de comunicación más eficaz; es el que se
utiliza durante las campañas presidenciales, y es totalmente
comprensible que esos spots no contengan nada sustancial, sino que
estén consagrados a insinuaciones difamatorias. Aparentemente, es lo
único que el espectador es capaz de asimilar. Eso es a la vez
verdadero y falso.
La humanidad no se ha degenerado biológicamente,
las personas todavía son capaces de poner atención a un discurso
argumentado y relativamente largo; pero es cierto también que el
sistema y los medios de comunicación «educan» (a saber, deforman
sistemáticamente) a las personas, de tal modo que no puedan
finalmente interesarse en nada que sobrepase algunos segundos, o
algunos minutos como máximo. Ahí hay una conspiración, no en el
sentido policial, sino en el sentido etimológico: todo eso «respira
junto», sopla en la misma dirección de la de una sociedad donde
toda crítica pierde su eficacia.
Fragmento
de entrevista realizada por Olivier Morel a Cornelius Castoriadis, el
18 de junio de 1993.
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