¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 19 de julio de 2017

El ascenso de la insignificancia. Fragmento de entrevista a Cornelius Castoriadis.

Olivier Morel: ¿La dimensión política y militante fue siempre primordial para usted? ¿La postura filosófica sería el punto silencioso que predetermina la posición política? ¿Se trata de dos actividades incompatibles?

Cornelius Castoriadis: Claro que no. Pero, antes que nada, una precisión: ya dije que para mí, desde el arranque, las dos dimensiones no estaban separadas, pero al mismo tiempo, y desde hace mucho tiempo, considero que no hay un pasaje directo de la filosofía a la política. El parentesco entre filosofía y política consiste en el hecho de que las dos apuntan a nuestra libertad, a nuestra autonomía como ciudadanos y como seres pensantes, y que en los dos casos hay, en el inicio, una voluntad –reflexionada, lúcida, pero voluntad de todos modos– que apunta a esta libertad. 

Contrariamente a los absurdos que están de moda nuevamente hoy en Alemania, no hay fundamento racional de la razón, ni fundamento racional de la libertad. En los dos casos hay, por supuesto, una justificación razonable, pero que va más lejos, se apoya sobre lo que solamente la autonomía vuelve posible para los humanos. La pertinencia política de la filosofía es que la crítica y la elucidación filosóficas permiten destruir precisamente los falsos presupuestos filosóficos (o teológicos) que han servido tan frecuentemente para justificar los regímenes heterónomos.



O. M.: Entonces el trabajo del intelectual es un trabajo crítico en la medida en que rompe las evidencias, está ahí para denunciar lo que parece ser obvio. Sin duda, usted pensaba en eso cuando escribió: «Bastaba con leer seis renglones de Stalin para comprender que la revolución no podía ser eso».

C. C.: Sí, pero aquí, una vez más, es necesario precisar: el trabajo del intelectual debería ser un trabajo crítico, y así ha sido frecuentemente a lo largo de la historia. Por ejemplo, en el momento del nacimiento de la filosofía en Grecia, los filósofos cuestionan las representaciones colectivas establecidas, las ideas sobre el mundo, los dioses, el buen orden de la urbe. Pero con bastante rapidez sobreviene una degeneración: los intelectuales abandonan, traicionan su papel crítico y se vuelven racionalizadores de lo que es, justificadores del orden establecido. El ejemplo más extremo, pero también, sin duda, el más expresivo, aunque sólo fuera por encarnar un destino y un desenlace casi necesario de la filosofía heredada, es Hegel, que al final proclama: «Todo lo que es racional es real, y todo lo que es real es racional». 

En el período reciente, tenemos dos casos flagrantes: en Alemania, Heidegger y su adhesión profunda, más allá de las peripecias y de las anécdotas, al «espíritu» del nazismo; y, en Francia, Sartre, quien al menos desde 1952 justificó los regímenes stalinistas y, cuando rompió con el comunismo común, pasó al apoyo de Castro, de Mao, etc. Esta situación no ha cambiado demasiado, salvo en su forma de expresión. 

Con el derrumbe de los regímenes totalitarios y la pulverización del marxismo-leninismo, la mayoría de los intelectuales occidentales pasa el tiempo glorificando los regímenes occidentales como regímenes «democráticos», quizás no ideales (no sé qué quiere decir esa expresión), pero sí los mejores regímenes humanamente realizables, y afirmando que toda crítica de esta pseudodemocracia conduce directamente al Gulag. 

Tenemos así una repetición interminable de la crítica del totalitarismo que llega con un retraso de setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta, treinta, veinte años (algunos «antitotalitarios» de hoy apoyaban al maoísmo todavía al comienzo de los años 70), y que permite silenciar los problemas candentes presente: la descomposición de las sociedades occidentales, la apatía, el cinismo y la corrupción políticas, la destrucción del entorno, la situación de los países miserables, etc. O bien, otro caso de la misma figura, uno se retira a su torre de polietileno y cuida sus preciosas producciones personales.

O. M.: En suma, habría dos figuras simétricas: el intelectual responsable, que toma responsabilidades que culminan en la irresponsabilidad asesina, como en los casos de Heidegger y de Sartre, que usted denuncia, y el intelectual fuera del poder, que culmina en la des responsabilización frente a los crímenes ¿Podemos formular así las cosas? Y, en ese caso, ¿dónde sitúa usted el papel correcto del intelectual y de la crítica?

C. C.: Es necesario deshacerse a la vez de la sobreestimación y de la subestimación del papel del intelectual. Hubo pensadores y escritores que ejercieron una influencia inmensa en la historia (y no siempre positiva, por otro lado). Platón es, sin duda, el ejemplo más notorio de esto, porque todavía hoy todo el mundo, incluso sin saberlo, reflexiona en términos platónicos. Pero en todos los casos, a partir del momento en que alguien se entromete para opinar sobre la sociedad, la historia, el hombre, el ser, entra en el campo social–histórico de fuerzas y desempeña ahí un papel que puede ir desde lo ínfimo hasta lo considerable. Decir que ese papel es un papel de «poder» sería, en mi opinión, un abuso del lenguaje. 

El escritor, el pensador, con los medios particulares que le dan su cultura, sus capacidades, ejerce una influencia en la sociedad, pero eso forma parte de su papel de ciudadano: dice lo que piensa y toma la palabra bajo su responsabilidad. Nadie puede deshacerse de esta responsabilidad, ni siquiera el que no habla y, por ese hecho, deja hablar a los otros y permite que el espacio social sea ocupado, quizás, por ideas monstruosas. No se puede, a la vez, acusar al «poder intelectual» y denunciar, en el silencio de los intelectuales alemanes después de 1933, una complicidad con el nazismo. 


O. M.: Da la impresión de que cada vez es más difícil encontrar puntos de apoyo para criticar o para expresar lo que funciona mal. ¿Por qué hoy ya no funciona la crítica?

C. C.: La crisis de la crítica sólo es una de las manifestaciones de la crisis general y profunda de la sociedad. Existe ese pseudoconsenso generalizado; la crítica y el oficio de intelectual están mucho más atrapados en el sistema que antes y de una manera más intensa; todo está mediatizado, las redes de complicidad son casi todopoderosas. Las voces discordantes o disidentes no son ahogadas por la censura o por unos editores que ya no se atreven a publicarla, son ahogadas por la comercialización general. La subversión está atrapada en la indistinción de lo que se hace, de lo que se propaga. Para hacer la publicidad de un libro, se dice inmediatamente: «Este es un libro que revoluciona su ámbito», pero se dice también que las pastas Panzani revolucionaron la cocina. La palabra «revolucionario» (como las palabras «creación» o «imaginación») se ha vuelto un slogan publicitario; es lo que se llamaba hace algunos años la recuperación. 

La marginalidad se vuelve algo reivindicado y central; la subversión es una curiosidad interesante que completa la armonía del sistema. La sociedad contemporánea tiene una capacidad terrible para sofocar cualquier divergencia verdadera, ya sea callándola o convirtiéndola en un fenómeno entre otros, comercializado como los otros. Podemos detallar aún más. Los propios críticos traicionan su papel de críticos; los autores traicionan su responsabilidad y su rigor, y existe la vasta complicidad del público, que no es inocente en este asunto, pues acepta el juego y se adapta a lo que se le da. El conjunto es instrumentalizado, utilizado por un sistema anónimo a su vez. Todo esto no es el acto de un dictador, de un puñado de grandes capitalistas o de un grupo de creadores de opinión; es una inmensa corriente social-histórica que va en esa dirección y hace que todo se vuelva insignificante.

Evidentemente, la televisión ofrece el mejor ejemplo de esto: si algo se coloca en el centro de la actualidad durante 24 horas, se vuelve insignificante y deja de existir después de esas 24 horas, porque se encontró o se debe encontrar otra cosa que tomará su lugar. Culto de lo efímero que exige al mismo tiempo una contracción extrema: lo que se llama en la televisión estadounidense el attention span, la duración útil de la atención de un espectador, era de diez minutos todavía hace algunos años, para caer gradualmente a cinco minutos, a un minuto, y ahora a diez segundos. El spot televisivo de diez segundos es considerado el medio de comunicación más eficaz; es el que se utiliza durante las campañas presidenciales, y es totalmente comprensible que esos spots no contengan nada sustancial, sino que estén consagrados a insinuaciones difamatorias. Aparentemente, es lo único que el espectador es capaz de asimilar. Eso es a la vez verdadero y falso. 

La humanidad no se ha degenerado biológicamente, las personas todavía son capaces de poner atención a un discurso argumentado y relativamente largo; pero es cierto también que el sistema y los medios de comunicación «educan» (a saber, deforman sistemáticamente) a las personas, de tal modo que no puedan finalmente interesarse en nada que sobrepase algunos segundos, o algunos minutos como máximo. Ahí hay una conspiración, no en el sentido policial, sino en el sentido etimológico: todo eso «respira junto», sopla en la misma dirección de la de una sociedad donde toda crítica pierde su eficacia.

Fragmento de entrevista realizada por Olivier Morel a Cornelius Castoriadis, el 18 de junio de 1993.

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