Toda
la obra de Pierre Klossowski se desarrolla en una zona de extremo
peligro para el arte y el pensamiento. Hay cierta tendencia al
malditismo, a la demonización del cuerpo y de sus códigos, que
tiene como fin la parodia antes que la herejía, y que sirve de
enclave desde donde romper con los discursos y la representación
domesticada de nuestra realidad. El objetivo de la propuesta
klossowskiana pasa por mostrar todas las adulteraciones posibles de
la ley, por desgarrar los códigos tanto semióticos, pulsionales y
ontológicos, como religiosos o legislativos. Pero no se trata de una
ruptura que nos atraiga hacia ese espacio vacío de la diferencia
derridiana, sino que se mueve pendularmente hacia las formas
rotas, hacia los deshechos inservibles, afirmando su
componente paródico, estableciendo, por tanto, un paradigma entre la
ley y la infracción que por su sola formulación explícita es ya
consecuentemente de(con)structiva.
¿Qué
son, por tanto, los simulacros? El simulacro es la versión que rompe
con la ley por el efecto de su encadenamiento. El paradigma, decimos,
de la ley y de su contrario o de sus sucesivas deformaciones
paródicas representa una manera de dar escape a la ley, de plantear
por dónde debe ir la ilegalidad, qué barreras debe trastocar, qué
límites vencer. En la imitación deformante de la ley se muestran ya
las vías para romper sus designios, aunque Klossowski no pretenda
llegar hasta una consumación de la ruptura y prefiera mantenerse
estratégica y complacientemente en los contornos del juego.
El
simulacro no tiene poder, no supondrá un nuevo dominio desde donde
la ley se regule por nuevas leyes, por leyes contra la ley,
sino que constituye ese cuerpo infiel que hace germinar la duda allá
donde la fidelidad había quedado patente. En la medida en que la ley
(toda ley, insistimos: la ley de las religiones, la ley que ata
nuestros cuerpos, la ley que codifica nuestra experiencia de la
realidad) se resuelve como la única vía posible, acumula para sí
todo el poder. Sin embargo, la ley acaba por mirarse en el espejo
grotesco de su propia dispersión, de sus posibilidades infinitas, en
ese instante en que entra en confrontación con su propio simulacro,
con sus múltiples repeticiones inoperantes.
El
simulacro rompe con el privilegio del original. Desde Platón, el
original representa en la jerarquía de sucesos el punto a partir del
cual se ejerce el poder, el momento en que la Idea alcanza su
vocación más perfecta. A partir de ahí, las sucesivas copias de
este modelo supondrán una degradación progresiva: por ello, nuestra
percepción, desde la caverna platónica, de un mundo de sombras, no
tendrá de ningún modo la intensidad y lucidez de un perfecto mundo
de las Ideas. Nietzsche, y más tarde Klossowski y Deleuze,
propondrán justamente lo contrario: es el movimiento hacia sus
sucesivas “copias” (simulacros) en donde se genera, y se
destruye, el movimiento de la verdad, el punto en que el original
rompe con las leyes que lo hacen idéntico a sí mismo, que le
confieren el poder reductor del modelo, para encontrar en la
degradación de la copia el límite dinamizador con que opera la
realidad.
El
Ser es devenir, por lo que se restituye como aquello impensable, ya
que el pensamiento sólo se acoge a los cuerpos estables del original
y la copia. Entonces, el simulacro se encarga de dispersar y
difuminar esa relación de poder, de dinamizar lo pensable por el
juego, para que, en ese movimiento infinito de simulación, alcanzar
al Ser como devenir y no como estado, mostrar la fábula de los
sucesivos simulacros que lo ocultan y no la representación estática
de la verdad.
El
simulacro no es una copia, sino la copia como inversión, como rotura
con respecto a las fuerzas que sostienen la identidad y la eficacia
de lo mismo. El simulacro ocupa el lugar de la copia, simula,
ante todo, ser una copia de un original pero que, por el efecto mismo
de su gestualidad, de su parodia cruzada, no hace sino romper con la
tensión en esa partitura de la semejanza por desgaste. Los
simulacros se afirman en la divergencia y el descentramiento, en el
límite y contra la limitación, sin privilegios entre sí, sin
relación de obediencia con el modelo o de sumisión con la copia,
haciendo gala de una plena autonomía y, al mismo tiempo,
construyéndose por el trazado de diferencias que alejan entre sí al
resto de simulaciones.
De
ahí que por la obra klossowskiana se paseen tantos demonios:
el demonio es el gran otro, el que reproduce paródicamente
los juegos reglados de Dios, quien entorpece sus leyes, las recupera
por orden de una escabrosa asimetría, en un enfrentamiento que tiene
más de inversión que de lucha, de mueca que de gesto:
“entre el innoble Macho
Cabrío que se exhibe en el Sabbat y la diosa virgen que se hurta en
el frescor del agua, el juego está invertido”
(Foucault, 1996: 183).
Es
el terreno que abonará Klossowski en su libro El baño de Diana
(1990): Acteón es el simulacro profanador de la diosa, el animal
lascivo, el sátiro que va a contraponerse a la virginidad de la
diosa y a transgredirla, a romper la ley, la pureza. Y sin embargo,
es la misma diosa, tal y como cuenta el autor, quien pierde el poder
del privilegio divinal: Diana pacta con el Diablo para que su cuerpo
etéreo de diosa se haga material, contorno perceptible, se convierta
en un cuerpo deseable para Acteón y sostenido por la mirada del
otro.
Este
movimiento que se desplaza desde lo mismo para fraguarse en lo
otro no se puede sostener sobre la verdad, no dará ningún tipo
de fiabilidad a los discursos y fundará todos aquellos lugares de
comunicación sobre la fábula, en los espacios otros de la
ficción, a modo de simulacros que se retuercen contra los
discursos de poder y que los parodian, al tiempo que se establece un
lenguaje para la transgresión, una vía para eludir la
representación y rehusar el privilegio de aquellos dominios y campos
de saber que construyen nuestra realidad frente a los lenguajes
artísticos y sus potencias imaginativas.
Se
trata, como afirma Deleuze, de conectar la diferencia con la
diferencia para abolir la identidad sin pasar por el no-espacio de la
negación:
El primado de la
identidad, comoquiera que ésta se conciba, define el mundo de la
representación. Pero el pensamiento moderno nace del fracaso de la
representación, a la vez que de la pérdida de las identidades, y
del descubrimiento de todas las fuerzas que actúan bajo la
presentación de lo idéntico. El mundo moderno es el mundo de los
simulacros. El hombre no sobrevive a Dios, la identidad del sujeto no
sobrevive a la sustancia. Las identidades todas están simuladas, son
fruto de un «efecto» óptico, de una interacción más profunda que
es la de la diferencia y la repetición. Queremos pensar la
diferencia en sí misma, y la relación de lo diferente con lo
diferente, independientemente de las formas de representación que
los conducen hacia lo Mismo y los hacen pasar por lo negativo
(Deleuze, 1988: 32).
Así
ocurrirá con la traducción de algunos textos clásicos que hace
Klossowski: cuando el pensador francés se decide a verter La
Eneida al idioma francés no piensa en “copiar” el original,
no accede a privilegiar el modelo latino y sopesar los fallos,
contener las pérdidas en su traducción, sino que afirmará esa
distancia, restablecerá la diferencia dinamizadora que intercede
entre ambos, ofreciendo un texto que va a traducir una a una las
palabras de La Eneida pero que va a conservar en todo momento
la sintaxis del original. El resultado: la copia se vuelve parodia
por la irrisoria proximidad con el original; la traducción se alza
simulacro que antepone la diferencia entre dos lenguajes (el
movimiento, el desplazamiento inasible) a los estados pensables de un
original y de una copia. La mismidad del libro se ha desplazado, la
identidad de la obra se tambalea.
Así,
el simulacro rompe con el espacio de la mismidad, lo invierte, lo
parodia, y anula la posibilidad de que nuestro lenguaje o nuestro
pensamiento puedan identificarse con aquello a que apuntan. La
palabra crea dispositivos capaces de dar textura a lo real a través
de lo que Klossowski considera la construcción de simulacros: las
figuras no representan un mundo, sino que sirven como moldes, huecos,
cuerpos desde donde es posible alterar lo real y fundarlo en
límites que ya proponen sus propias reglas del juego. Así ocurre
por ejemplo con el simulacro de la fotografía: al fotografiar se
retoma la realidad pero bajo unas nuevas coordenadas, en un código
propio que es el de la perspectiva, el del marco, la luz, los tonos…
En
la esfera del lenguaje y la semiótica, los signos no sustituyen una
realidad por una dimensión lingüística, sino que hacen de lo real
un espacio para el lenguaje, introducen la palabra dentro de las
cosas, configuran el mundo como texto (ciencia), el tiempo como
relato (historia) y la existencia propia como estabilidad (sujeto).
Los dispositivos figurales no representan, sino que fundan la
representación y atraviesan lo real con sus códigos: lo real,
tal y como sugiere el psicoanálisis lacaniano, pasa ahora a
convertirse en una realidad, esto es, un universo de signos,
de sustituciones simbólicas (pájaros que agujerean el azul del
cielo, decía Mallarmé).
El
simulacro invierte este poder del signo, lo invierte lúdicamente,
llega a decir Klossowski, a través de las múltiples simulaciones
del arte: el poema no va a crear un universo de vastos jardines
sin aurora, como escribe el poeta Luis Cernuda, pero por medio
del simulacro va a contrarrestar el discurso aprendido sobre nuestra
experiencia de lo real, de sus jardines aurorados o no: el
arte renegocia los límites de nuestra realidad, aunque carezca de
poder alguno para cambiarlos. Se trata, en cierto modo, de un juego
adonde la regla no preexiste, porque la regla es ley, frente al juego
de lo diferente confrontado a lo diferente, en donde la sucesividad
rompe con las aserciones reguladoras. Juego sin regla, como una
tirada de dados incapaz de abolir el azar.
En
Pierre Klossowski: La pornografía del pensamiento, de Jorge
Fernández Gonzalo.
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