Biografía
de una ficción.
Monte
del Gólgota, Palestina,
viernes
7 de abril del año 30.
La
civilización judeocristiana se construye sobre una ficción: la de
un Jesús que nunca tuvo más existencia que la alegórica,
metafórica, simbólica, mitológica. No existe ninguna prueba
tangible de este personaje en su tiempo: en efecto, no se ha
encontrado ningún retrato físico, ni en la historia del arte que
sería su contemporánea ni en los textos de los Evangelios, donde no
hay ninguna descripción del personaje. Más de mil años de historia
del arte le han dado un cuerpo de hombre blanco, un rostro de mirada
clara, cabello rubio y una barba bífida, es decir, criterios que
informan más sobre los artistas que lo figuran (en el sentido
etimológico: que le dan una figura) que sobre el personaje mismo. En
el arte occidental, Jesús adquiere efectivamente el cuerpo del ario
braquicéfalo que lo pinta. Pero nada de lo que constituye ese
retrato emblemático encuentra justificación en un solo versículo
del Nuevo Testamento, mudo sobre su aspecto físico.
Nuestra
civilización en su conjunto parece reposar sobre el intento de dar
un cuerpo a ese ser que no tuvo más existencia que la conceptual.
Jesús de Nazaret, que no existió históricamente, devino, pues, el
Cristo Pantocrátor que cristaliza en su nombre casi dos mil años de
una historia occidental saturada de su presencia. Mientras la
historia de su tiempo permaneció silenciosa en todo lo que a él
respecta, la historia sucesiva ha sido más que elocuente, puesto que
fue guiada por el deseo de dar a Jesús la forma entera del mundo. La
intención casi se ha cumplido: el mundo entero no fue hecho
totalmente a su imagen, pero lo que se sustrajo a ese movimiento
envolvente no existió sin determinarse en relación con él.
Ese
Jesús sin cuerpo procede de un nacimiento que no es un nacimiento.
Evidentemente, ¡un anticuerpo no podría nacer como un cuerpo!
Recordemos algunas banalidades básicas; desde el comienzo de la
humanidad, la historia establece que un niño digno de ese nombre, es
decir, un ser de carne y hueso, tenga un padre que sea su progenitor
y una madre que lo lleve en su vientre concebido con el semen de
aquel: al menos hasta fines del siglo XX, las cosas eran así, y,
detalle trivial, el padre era un hombre y la madre, una mujer… Muy
vanguardistas para su tiempo, el trío Jesús, María y José procede
de la manera que la modernidad valora: una procreación disociada del
sexo, un padre que no es padre, una madre que es virgen y cuyo parto
preserva el himen, un progenitor sin esperma, un esperma sin
progenitor, un niño concebido sin líquido seminal, hermanos nacidos
de una madre que no por ello es menos virgen, una familia en la que
el padre no tiene sexualidad, la madre tampoco y ni siquiera el hijo
la tiene, pues muere virgen a los treinta y tres años. Todo esto en
un individuo que dice ser Hijo de Dios, al mismo tiempo que afirma
que el Padre y el Hijo son la misma cosa: conjunto que se completa
con el Espíritu Santo.
Esta
ausencia de cuerpo físico real parece perjudicial para el ejercicio
de una razón conducida sanamente. Ahora bien, la razón occidental
judeocristiana se construye sobre este puro despropósito. La
genealogía de Jesús es sumamente complicada. Cuando uno lee la
letanía que abre el Evangelio según San Mateo, se entera de que
Jesús desciende en línea directa de David y de Abraham a lo largo
de tres períodos de catorce generaciones cada uno. Se trata, pues,
desde el principio, de presentar a Jesús como el Mesías esperado
por los judíos, el heredero directo de las promesas hechas a
Abraham, a David y a su dinastía.
Lo
que dice el apóstol es que Jesús no es otro que el Profeta
anunciado por los judíos: quienes suscriben esta versión son los
judeocristianos; los que se oponen a ella son los judíos. En la
configuración judeocristiana, Jesús es una ficción que cristaliza
el anuncio que se había hecho de él. De modo que quienes lo
construyeron para el futuro lo hicieron tal como había sido
anunciado en el pasado. Se dice, pues, que lo que fue anunciado en el
Antiguo Testamento se realiza en el Nuevo Testamento: lo que es
futuro para el primero pasa a ser pasado para el segundo. (...)
(…)
no sirve de nada leer los Evangelios como textos de historiadores,
menos aún como textos redactados por testigos directos. Si Jesús
hubiera existido históricamente, alguno de los evangelistas lo
habría conocido: al que estuvo más cerca de la Pasión lo separa de
Jesús al menos una generación..., en las hipótesis más cortas.
Por otra parte, resulta difícil imaginar que, si las cosas hubiesen
tenido lugar fácticamente como se dice, con intensas manifestaciones
sobrenaturales —oscurecimiento del cielo y noche en pleno día,
temblores de tierra y rocas hendidas, silencio de los animales y
desgarro del velo del Templo, sin contar los cuerpos de tantos santos
muertos que salen de sus tumbas—, ningún historiador moderno lo
haya consignado.
Pues
bien, ninguno de los historiadores que vivieron en aquella época ha
hablado de ese acontecimiento: ni Suetonio, ni Plinio, ni Flavio
Josefo siquiera, un judío que vivió entre los romanos y que hizo
una crónica escrupulosa de los más insignificantes hechos y actos
de los judíos y los romanos de su tiempo. No existe ningún
manuscrito del siglo I de nuestra era. Flavio Josefo no habla de
Jesús sino de los cristianos. Además, el párrafo dedicado a ese
tema fue agregado unos ocho siglos más tarde, como prueba el
análisis estilístico del documento, transcrito por monjes copistas
que completaron lo que estimaron era un ¡olvido del historiador!
No
hay ninguna huella porque no hubo ningún hecho. El único hecho que
existió fue de orden conceptual: el de una construcción alegórica,
mítica, mitológica, fabulosa, metafórica, simbólica, que funciona
como un milhojas de enigmas. Esta cristalización da un cuerpo de
papel a un Jesús que nunca tuvo ningún otro cuerpo. Hasta la carne
de su encarnación es una ficción: Jesús bebe vino porque ese
líquido rojo anuncia la sangre de la Pasión; es también la viña
del Señor plantada por Jehová que simboliza el pueblo de Israel;
Jesús come pan porque la levadura anuncia el fermento de los
creyentes que componen la masa de la Iglesia, y es también el pan
enviado por Dios a Moisés para el pueblo de Israel, el pan venido
del Cielo que encontramos en el Éxodo (16, 4). Jesús come pescado,
lo que es finalmente un guiño a Ezequiel (47), quien nos enseña que
donde hay peces hay agua viva, y el agua viva es la del bautismo del
Bautista, la de Jesús y luego de los cristianos por venir. Lo que
come Jesús es, pues, símbolo, y puesto que el símbolo ingerido no
deja desechos, a nadie debe sorprender que Jesús —Dios hecho
hombre, recordémoslo— no tenga necesidad de orinar ni de defecar,
que sería el menor de los detalles cuando uno ha elegido la vía de
la encarnación. Jesús bebe vino y come pan durante la Cena, pero lo
que está haciendo es anunciar la Pasión, la sangre que va a correr
para redimir los pecados del mundo y la levadura futura de los
cristianos que cumplirán su profecía; come pescado asado después
de la resurrección, pero lo hace para anunciar que ha llegado el
tiempo del bautismo y de la Iglesia.
Cuanto
más terrestre y concreto es el Evangelio, tanto más entra en el
detalle fáctico y tanto más indescifrable resulta, pues es más
fácil quedarse en la anécdota, dejarse absorber por la historia
pequeña, estancarse y no elevarse hasta el sentido verdadero que
está oculto, encriptado. Creer que la multiplicación de los panes
es producto de un milagro es ignorar que la numerología sagrada
permite remitir, también en este caso, a un sentido oculto: en
hebreo, cada letra es, además de una letra, un número. Cada palabra
produce, pues, su equivalencia en una cifra: la gematría es
la disciplina que relaciona entre sí los términos que tienen el
mismo valor numérico; el notarikón es un código que asocia
letras iniciales, medias o finales de varias palabras para formar
otras; la temurá es el procedimiento cabalístico que permite
permutar una letra por otra.
La
aplicación de estos procedimientos permite leer por debajo del texto
lo que quiere decir verdaderamente. Hay, pues, dos niveles de
lectura: uno para el pueblo al que se destinan las historias
mitológicas, fabulosas, legendarias, míticas (Jesús pesca 153
peces en el lago Tiberíades), fáciles de comprender; de ahí la
profusión de parábolas. Y otro nivel de lectura reservado a los
iniciados que permite saber que, bajo esa cifra «153», se oculta el
valor numérico de la expresión «los Hijos de Dios», pero también
«la Pascua». Lo que pesca Jesús es, de manera exotérica, 153
pequeños peces y, de manera esotérica, el anuncio de lo que
advendrá: el reino de aquel que ha recogido su red.
En
el Evangelio según San Juan está todo dicho..., para quien quiera
entenderlo. Y es el que da la clave de los otros tres, pero esta
también es, paradójicamente, una clave cifrada. Juan es el más
cerebral, el más conceptual, el más intelectual de los
evangelistas. Es también el más enigmático, y esto es el colmo
cuando uno advierte que es el más claro en cuanto a la verdad
conceptual y no histórica de Jesús. Juan dice: «En el comienzo era
el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Él estaba
en el principio con Dios» (1, 1). El Verbo es el Logos, es la
Palabra. Dios es, pues, Jesús, que es, pues, Logos, Verbo y
Palabra..., y nada más. Jesús es una pura palabra, un Verbo puro,
un simple Logos. No tiene por lo tanto ninguna existencia
histórica, sino que más bien, como cuando uno abre una cebolla y no
encuentra nada en su centro, Jesús es una cebolla conceptual en cuyo
centro solo se descubre un verbo, una palabra, un discurso. De suerte
que, cuando los discípulos invitan a Jesús a comer, él les
responde: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis»
(4, 32). Y luego: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me
ha enviado y cumplir su obra» (4, 34). Es verdad que come pan, pero
da su receta ontológica: «Mi padre os da el pan del cielo, el
verdadero, pues el pan de Dios es el que desciende del cielo y da la
vida al mundo» (6, 32-33).
Se
dice que, después de su muerte, Jesús resucitó al tercer día y
que más tarde ascendió al cielo. En la tumba, solo se encuentran
vendas enrolladas y un sudario plegado. El verdadero cuerpo de Cristo
es un cuerpo ausente: precisamente por su ausencia, su presencia es
la más obstinada que pueda darse. La civilización judeocristiana ha
querido, sin quererlo realmente, porque no sabía que lo quería, dar
un cuerpo a Cristo, que solo tenía uno en forma de Logos, de
Verbo, de Palabra. Creer en ese Verbo era salvarse. El
judeocristianismo, que es el nombre que damos a nuestra civilización
en pleno proceso de desintegración, se constituyó a lo largo de mil
quinientos años tratando de dar una forma a ese Cristo conceptual.
Esta forma es nuestra civilización. Y fueron necesarios discípulos
de ese Cristo sin cuerpo, artistas para dar cuerpo a ese verbo sin
carne, emperadores para obligar a creer esta ficción, creyentes que
terminaran por suscribir esta fábula para niños y filósofos, que,
poquito a poco, comenzaron a dudar un poco de que esa historia fuera
verdadera.
Ciertamente,
Jesús tiene aún cientos de miles de discípulos en todo el planeta.
Pero una alucinación colectiva, por muy colectiva que sea y por
mucho que convoque a vastas multitudes, no deja de ser una ilusión.
Como Isis y Osiris, como Shiva y Visnú, Zeus y Pan, Júpiter y
Mercurio, Thor y Freia, Juan Bautista y Jesús son ficciones. Las
civilizaciones se construyen sobre ficciones, y la gente solo se
entera de que eran ficciones cuando las civilizaciones que las
hicieron posibles ya han desaparecido.
Cuanto
más fuerte y arraigada está la creencia en estas ficciones, tanto
más potente es la civilización. El ascenso de la creencia corre
parejo con el de la civilización: la fábula de Jesús es una fábula
genealógica de los mil quinientos años de la nuestra.
En Decadencia. Vida y muerte de Occidente, de Michel Onfray.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario