¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 3 de enero de 2019

Las aventuras del anticuerpo de Cristo.

Biografía de una ficción.
Monte del Gólgota, Palestina,
viernes 7 de abril del año 30.

La civilización judeocristiana se construye sobre una ficción: la de un Jesús que nunca tuvo más existencia que la alegórica, metafórica, simbólica, mitológica. No existe ninguna prueba tangible de este personaje en su tiempo: en efecto, no se ha encontrado ningún retrato físico, ni en la historia del arte que sería su contemporánea ni en los textos de los Evangelios, donde no hay ninguna descripción del personaje. Más de mil años de historia del arte le han dado un cuerpo de hombre blanco, un rostro de mirada clara, cabello rubio y una barba bífida, es decir, criterios que informan más sobre los artistas que lo figuran (en el sentido etimológico: que le dan una figura) que sobre el personaje mismo. En el arte occidental, Jesús adquiere efectivamente el cuerpo del ario braquicéfalo que lo pinta. Pero nada de lo que constituye ese retrato emblemático encuentra justificación en un solo versículo del Nuevo Testamento, mudo sobre su aspecto físico.


Nuestra civilización en su conjunto parece reposar sobre el intento de dar un cuerpo a ese ser que no tuvo más existencia que la conceptual. Jesús de Nazaret, que no existió históricamente, devino, pues, el Cristo Pantocrátor que cristaliza en su nombre casi dos mil años de una historia occidental saturada de su presencia. Mientras la historia de su tiempo permaneció silenciosa en todo lo que a él respecta, la historia sucesiva ha sido más que elocuente, puesto que fue guiada por el deseo de dar a Jesús la forma entera del mundo. La intención casi se ha cumplido: el mundo entero no fue hecho totalmente a su imagen, pero lo que se sustrajo a ese movimiento envolvente no existió sin determinarse en relación con él.

Ese Jesús sin cuerpo procede de un nacimiento que no es un nacimiento. Evidentemente, ¡un anticuerpo no podría nacer como un cuerpo! Recordemos algunas banalidades básicas; desde el comienzo de la humanidad, la historia establece que un niño digno de ese nombre, es decir, un ser de carne y hueso, tenga un padre que sea su progenitor y una madre que lo lleve en su vientre concebido con el semen de aquel: al menos hasta fines del siglo XX, las cosas eran así, y, detalle trivial, el padre era un hombre y la madre, una mujer… Muy vanguardistas para su tiempo, el trío Jesús, María y José procede de la manera que la modernidad valora: una procreación disociada del sexo, un padre que no es padre, una madre que es virgen y cuyo parto preserva el himen, un progenitor sin esperma, un esperma sin progenitor, un niño concebido sin líquido seminal, hermanos nacidos de una madre que no por ello es menos virgen, una familia en la que el padre no tiene sexualidad, la madre tampoco y ni siquiera el hijo la tiene, pues muere virgen a los treinta y tres años. Todo esto en un individuo que dice ser Hijo de Dios, al mismo tiempo que afirma que el Padre y el Hijo son la misma cosa: conjunto que se completa con el Espíritu Santo.

Esta ausencia de cuerpo físico real parece perjudicial para el ejercicio de una razón conducida sanamente. Ahora bien, la razón occidental judeocristiana se construye sobre este puro despropósito. La genealogía de Jesús es sumamente complicada. Cuando uno lee la letanía que abre el Evangelio según San Mateo, se entera de que Jesús desciende en línea directa de David y de Abraham a lo largo de tres períodos de catorce generaciones cada uno. Se trata, pues, desde el principio, de presentar a Jesús como el Mesías esperado por los judíos, el heredero directo de las promesas hechas a Abraham, a David y a su dinastía.

Lo que dice el apóstol es que Jesús no es otro que el Profeta anunciado por los judíos: quienes suscriben esta versión son los judeocristianos; los que se oponen a ella son los judíos. En la configuración judeocristiana, Jesús es una ficción que cristaliza el anuncio que se había hecho de él. De modo que quienes lo construyeron para el futuro lo hicieron tal como había sido anunciado en el pasado. Se dice, pues, que lo que fue anunciado en el Antiguo Testamento se realiza en el Nuevo Testamento: lo que es futuro para el primero pasa a ser pasado para el segundo. (...)


(…) no sirve de nada leer los Evangelios como textos de historiadores, menos aún como textos redactados por testigos directos. Si Jesús hubiera existido históricamente, alguno de los evangelistas lo habría conocido: al que estuvo más cerca de la Pasión lo separa de Jesús al menos una generación..., en las hipótesis más cortas. Por otra parte, resulta difícil imaginar que, si las cosas hubiesen tenido lugar fácticamente como se dice, con intensas manifestaciones sobrenaturales —oscurecimiento del cielo y noche en pleno día, temblores de tierra y rocas hendidas, silencio de los animales y desgarro del velo del Templo, sin contar los cuerpos de tantos santos muertos que salen de sus tumbas—, ningún historiador moderno lo haya consignado.

Pues bien, ninguno de los historiadores que vivieron en aquella época ha hablado de ese acontecimiento: ni Suetonio, ni Plinio, ni Flavio Josefo siquiera, un judío que vivió entre los romanos y que hizo una crónica escrupulosa de los más insignificantes hechos y actos de los judíos y los romanos de su tiempo. No existe ningún manuscrito del siglo I de nuestra era. Flavio Josefo no habla de Jesús sino de los cristianos. Además, el párrafo dedicado a ese tema fue agregado unos ocho siglos más tarde, como prueba el análisis estilístico del documento, transcrito por monjes copistas que completaron lo que estimaron era un ¡olvido del historiador!
No hay ninguna huella porque no hubo ningún hecho. El único hecho que existió fue de orden conceptual: el de una construcción alegórica, mítica, mitológica, fabulosa, metafórica, simbólica, que funciona como un milhojas de enigmas. Esta cristalización da un cuerpo de papel a un Jesús que nunca tuvo ningún otro cuerpo. Hasta la carne de su encarnación es una ficción: Jesús bebe vino porque ese líquido rojo anuncia la sangre de la Pasión; es también la viña del Señor plantada por Jehová que simboliza el pueblo de Israel; Jesús come pan porque la levadura anuncia el fermento de los creyentes que componen la masa de la Iglesia, y es también el pan enviado por Dios a Moisés para el pueblo de Israel, el pan venido del Cielo que encontramos en el Éxodo (16, 4). Jesús come pescado, lo que es finalmente un guiño a Ezequiel (47), quien nos enseña que donde hay peces hay agua viva, y el agua viva es la del bautismo del Bautista, la de Jesús y luego de los cristianos por venir. Lo que come Jesús es, pues, símbolo, y puesto que el símbolo ingerido no deja desechos, a nadie debe sorprender que Jesús —Dios hecho hombre, recordémoslo— no tenga necesidad de orinar ni de defecar, que sería el menor de los detalles cuando uno ha elegido la vía de la encarnación. Jesús bebe vino y come pan durante la Cena, pero lo que está haciendo es anunciar la Pasión, la sangre que va a correr para redimir los pecados del mundo y la levadura futura de los cristianos que cumplirán su profecía; come pescado asado después de la resurrección, pero lo hace para anunciar que ha llegado el tiempo del bautismo y de la Iglesia.

Cuanto más terrestre y concreto es el Evangelio, tanto más entra en el detalle fáctico y tanto más indescifrable resulta, pues es más fácil quedarse en la anécdota, dejarse absorber por la historia pequeña, estancarse y no elevarse hasta el sentido verdadero que está oculto, encriptado. Creer que la multiplicación de los panes es producto de un milagro es ignorar que la numerología sagrada permite remitir, también en este caso, a un sentido oculto: en hebreo, cada letra es, además de una letra, un número. Cada palabra produce, pues, su equivalencia en una cifra: la gematría es la disciplina que relaciona entre sí los términos que tienen el mismo valor numérico; el notarikón es un código que asocia letras iniciales, medias o finales de varias palabras para formar otras; la temurá es el procedimiento cabalístico que permite permutar una letra por otra.

La aplicación de estos procedimientos permite leer por debajo del texto lo que quiere decir verdaderamente. Hay, pues, dos niveles de lectura: uno para el pueblo al que se destinan las historias mitológicas, fabulosas, legendarias, míticas (Jesús pesca 153 peces en el lago Tiberíades), fáciles de comprender; de ahí la profusión de parábolas. Y otro nivel de lectura reservado a los iniciados que permite saber que, bajo esa cifra «153», se oculta el valor numérico de la expresión «los Hijos de Dios», pero también «la Pascua». Lo que pesca Jesús es, de manera exotérica, 153 pequeños peces y, de manera esotérica, el anuncio de lo que advendrá: el reino de aquel que ha recogido su red.

En el Evangelio según San Juan está todo dicho..., para quien quiera entenderlo. Y es el que da la clave de los otros tres, pero esta también es, paradójicamente, una clave cifrada. Juan es el más cerebral, el más conceptual, el más intelectual de los evangelistas. Es también el más enigmático, y esto es el colmo cuando uno advierte que es el más claro en cuanto a la verdad conceptual y no histórica de Jesús. Juan dice: «En el comienzo era el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios» (1, 1). El Verbo es el Logos, es la Palabra. Dios es, pues, Jesús, que es, pues, Logos, Verbo y Palabra..., y nada más. Jesús es una pura palabra, un Verbo puro, un simple Logos. No tiene por lo tanto ninguna existencia histórica, sino que más bien, como cuando uno abre una cebolla y no encuentra nada en su centro, Jesús es una cebolla conceptual en cuyo centro solo se descubre un verbo, una palabra, un discurso. De suerte que, cuando los discípulos invitan a Jesús a comer, él les responde: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis» (4, 32). Y luego: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado y cumplir su obra» (4, 34). Es verdad que come pan, pero da su receta ontológica: «Mi padre os da el pan del cielo, el verdadero, pues el pan de Dios es el que desciende del cielo y da la vida al mundo» (6, 32-33).

Se dice que, después de su muerte, Jesús resucitó al tercer día y que más tarde ascendió al cielo. En la tumba, solo se encuentran vendas enrolladas y un sudario plegado. El verdadero cuerpo de Cristo es un cuerpo ausente: precisamente por su ausencia, su presencia es la más obstinada que pueda darse. La civilización judeocristiana ha querido, sin quererlo realmente, porque no sabía que lo quería, dar un cuerpo a Cristo, que solo tenía uno en forma de Logos, de Verbo, de Palabra. Creer en ese Verbo era salvarse. El judeocristianismo, que es el nombre que damos a nuestra civilización en pleno proceso de desintegración, se constituyó a lo largo de mil quinientos años tratando de dar una forma a ese Cristo conceptual. Esta forma es nuestra civilización. Y fueron necesarios discípulos de ese Cristo sin cuerpo, artistas para dar cuerpo a ese verbo sin carne, emperadores para obligar a creer esta ficción, creyentes que terminaran por suscribir esta fábula para niños y filósofos, que, poquito a poco, comenzaron a dudar un poco de que esa historia fuera verdadera.

Ciertamente, Jesús tiene aún cientos de miles de discípulos en todo el planeta. Pero una alucinación colectiva, por muy colectiva que sea y por mucho que convoque a vastas multitudes, no deja de ser una ilusión. Como Isis y Osiris, como Shiva y Visnú, Zeus y Pan, Júpiter y Mercurio, Thor y Freia, Juan Bautista y Jesús son ficciones. Las civilizaciones se construyen sobre ficciones, y la gente solo se entera de que eran ficciones cuando las civilizaciones que las hicieron posibles ya han desaparecido.

Cuanto más fuerte y arraigada está la creencia en estas ficciones, tanto más potente es la civilización. El ascenso de la creencia corre parejo con el de la civilización: la fábula de Jesús es una fábula genealógica de los mil quinientos años de la nuestra.

En Decadencia. Vida y muerte de Occidente, de Michel Onfray.

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