¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 8 de enero de 2019

Los obedientes.

Se trata de una situación simple, un hecho para contar y olvidar. Pero si alguien comete la imprudencia de detenerse un instante más de lo que debe, un pie se hunde dentro y uno queda comprometido. Desde ese instante en que también nosotros nos arriesgamos, ya no se trata de un hecho para contar; comienzan a faltar las palabras que no lo traicionarían. A esa altura, demasiado hundidos, el hecho dejó de ser un hecho para convertirse tan sólo en su difusa repercusión.

Que si es demasiado retardada, un día viene a explotar como en esta tarde de domingo, cuando hace semanas que no llueve y cuando, como hoy, la belleza reseca persiste, sin embargo, como belleza. Frente a la cual asumo una gravedad como delante de una tumba. A esa altura, ¿por dónde anda el hecho inicial? Se volvió inicial esta tarde. Sin saber cómo luchar con la belleza, dudo entre ser agresiva o replegarme un poco herida. El hecho inicial está suspendido en la polvareda soleada de este domingo, hasta que me llaman por teléfono y de un salto voy a lamer agradecida la mano del que me ama y me libera.


Cronológicamente la situación era la siguiente: un hombre y una mujer estaban casados. Ya con verificar este hecho, mi pie se hundió. Me vi obligada a pensar en algo. Aun cuando no dijese nada más, y terminara la historia con esta verificación, ya me habría comprometido con mis más irreconocibles pensamientos. Ya sería como si hubiese visto, raya negra sobre fondo blanco, a un hombre y una mujer. Y en ese fondo blanco mis ojos se fijarían teniendo ya bastante que ver, pues toda palabra tiene su sombra.

Ese hombre y esa mujer comenzaron —sin ninguna intención de ir demasiado lejos, y llevados no se sabe por qué necesidad que las personas tienen— a intentar vivir más intensamente. ¿A la búsqueda del destino que nos precede? ¿Y a cuál quiere llevarnos el instinto? ¿Instinto?

El intento de vivir más intensamente los llevó, a cada uno, a una especie de constante verificación de debe y haber, a un intento de pesar lo que era y lo que no era importante. Eso ellos lo hacían a su modo: con falta de habilidad y de experiencia, con modestia. Tanteaban. En un vicio descubierto por ambos demasiado tarde en la vida, cada cual por su lado intentaba continuamente distinguir lo que era de lo que no era esencial, es decir, ellos nunca usarían la palabra esencial, que no pertenecía a su ambiente. Pero de nada servía el vago esfuerzo casi obligado que hacían: la trama se les escapaba diariamente.

Sólo mirando, por ejemplo, hacia el día anterior es como tenían la impresión de tener, de algún modo y, por así decirlo, contra su voluntad, y por eso sin mérito, la impresión de haber vivido. Pero entonces era de noche, se calzaban las zapatillas y era de noche. Todo eso no llegaba a formar una situación para la pareja. Quiere decir, algo que cada uno pudiera contar incluso a sí mismo en la hora en que cada uno se daba vuelta en la cama hacia un lado y, un segundo antes de dormir, quedaba con los ojos abiertos. Y las personas que necesitan tanto poder contar su propia historia.

Ellos no tenían qué contar. Con un suspiro de bienestar, cerraban los ojos y dormían agitados. Y cuando hacían el balance de sus vidas, ni podían al menos incluir en él esa tentativa de vivir más intensamente, y descontarla, como en el impuesto sobre la renta. Balance que poco a poco comenzaban a hacer con mayor frecuencia, incluso sin el equipo técnico de una terminología adecuada a los pensamientos. Si se trataba de una situación, no llegaba a ser una situación de la cual se vivía ostensiblemente.

Pero no era tan sólo así como sucedía. En verdad también estaban tranquilos porque «no conducir», «no inventar», «no errar» les resultaba, mucho más que una costumbre, una cuestión de honor asumida tácitamente. Nunca se acordarían de desobedecer.

Tenían la briosa compenetración que les había venido de la conciencia noble de ser dos personas entre millones iguales. «Ser un igual» era el papel que les había tocado, y la tarea a ellos asignada. Los dos, condecorados, serios, correspondían grata y cívicamente a la confianza que los iguales habían depositado en ellos. Pertenecían a una casta. El papel que cumplían, con cierta emoción y con dignidad, era el de personas anónimas, el de hijos de Dios, como en un club de personas. Quizá tan sólo debido al paso insistente del tiempo todo eso había comenzado, sin embargo, a volverse diario, diario, diario. A veces sofocante. (Tanto el hombre como la mujer ya habían iniciado la edad crítica.) Abrían las ventanas y decían que hacía mucho calor. Sin que vivieran precisamente en el tedio, era como si nunca les mandaran noticias. El tedio, con todo, formaba parte de una vida de sentimientos honestos.

Pero, al fin, como todo eso no les resultaba comprensible, y se encontraban muchos, muchos puntos por encima de ellos, y si fuera expresado en palabras no lo reconocerían, todo eso, reunido y considerado ya como pasado, se parecía a la vida irremediable, a la cual ellos se sometían con un silencio de multitud y con el aire un poco afligido que tienen los hombres de buena voluntad. Se parecía a la vida irremediable para la cual Dios nos quiere. Vida irremediable, pero no concreta. En verdad era una vida de sueño. A veces, cuando hablaban de alguien excéntrico, decían con la benevolencia que una clase tiene por la otra: «Ah, ése lleva una vida de poeta». Tal vez se puede decir, aprovechando las pocas palabras que se conocieron de la pareja, se puede decir que ambos llevaban, salvo la extravagancia, una vida de mal poeta: vida de sueño.

No, no es verdad. No era una vida de sueño, pues éste jamás los había orientado. Sino de irrealidad. Aunque hubiese momentos en que, de repente, por un motivo o por otro, ahondasen en la realidad. Y entonces les parecía haber tocado un fondo desde donde nadie puede pasar. Como, por ejemplo, cuando el marido volvía a casa más temprano que de costumbre y la esposa todavía no había vuelto de alguna compra o visita. Para el marido se interrumpía entonces una corriente. Se sentaba con cuidado para leer el diario, dentro de un silencio tan callado que incluso una persona muerta a su lado lo rompería. Y él, fingiendo con severa honestidad una atención minuciosa al diario, atentos los oídos. En ese momento es cuando el marido tocaba fondo con pies sorprendidos. No podría permanecer mucho tiempo así, sin riesgo de ahogarse, pues tocar fondo significa también tener el agua por encima de la cabeza. Eran así sus momentos concretos. Lo que hacía que él, lógico y sensato, se zafara rápidamente. Se zafaba rápido, aunque curiosamente a disgusto, pues la ausencia de la esposa era una promesa tal de peligroso placer que experimentaba lo que sería la desobediencia. Se zafaba a disgusto, pero sin discutir, obedeciendo a lo que esperaban de él. No era un desertor que traicionara la confianza de los otros. Además, si era ésta la realidad, no había cómo vivir en ella o de ella.

La esposa, ella sí tocaba la realidad con más frecuencia, porque tenía más tiempo libre y menos a lo que llamar hechos, cosas como colegas de trabajo, autobús lleno, palabras administrativas. Se sentaba a zurcir ropa, y poco a poco venía llegando la realidad. Era intolerable mientras duraba la sensación de estar sentada zurciendo ropa. El modo sorpresivo de poner el punto sobre la i, esa manera de caber enteramente en lo que existía y de quedar todo tan nítidamente en aquello mismo, era intolerable. Pero cuando pasaba, era como si la esposa hubiera bebido de un futuro posible. Poco a poco el futuro de esa mujer empezó a volverse algo que ella traía hacia el presente, una cosa meditativa y secreta.

Era sorprendente cómo los dos no estaban sensibilizados, por ejemplo, por la política, por el cambio de gobierno, por la evolución de un modo general, aunque también hablasen a veces al respecto como todo el mundo. En verdad eran personas tan reservadas que se habrían sorprendido, lisonjeadas, si alguna vez les dijeran que eran reservadas. Nunca se les ocurriría que se llamaba así. Tal vez entendiesen más si les dijeran: «Ustedes simbolizan nuestra reserva militar». De ellos dijeron algunos conocidos, después de que todo sucedió: Eran buena gente. Y nada más habría que decir, puesto que lo eran.

Nada más había que decir. Les faltaba el peso de una equivocación grave, que tantas veces es la que abre por casualidad una puerta. Alguna vez habían tomado muy en serio alguna cosa. Eran obedientes. Tampoco sólo por sumisión: como en un soneto, era obediencia por amor a la simetría. La simetría era para ellos el arte posible. Cómo fue que llegó cada uno a la conclusión de que, solo, sin el otro, viviría más; sería camino largo para reconstruir, y de inútil trabajo, porque desde varios rincones muchos ya habían llegado al mismo punto.

La esposa, bajo la fantasía continua, no sólo llegó temerariamente a esa conclusión, sino que ésta hizo su vida más amplia y perpleja, más rica, y hasta supersticiosa. Cada cosa parecía la señal de otra cosa, todo era simbólico, e incluso un poco espiritista dentro de lo que el catolicismo permitiría. No sólo se dedicó temerariamente a eso, sino que —provocada exclusivamente por el hecho de ser mujer— comenzó a pensar que otro hombre la salvaría. Lo que no llegaba a ser absurdo. Ella sabía que no lo era.

Tener razón a medias la confundía, la sumergía en meditación. El marido, influido por el ambiente de afligida masculinidad en que vivía, y por la suya, que era tímida pero efectiva, comenzó a pensar que muchas aventuras amorosas serían la vida. Soñadores, empezaron a sufrir soñadores, era heroico soportar. Callados en cuanto a lo entrevisto por cada uno, discordando en cuanto a la hora más conveniente de cenar, uno sirviendo de sacrificio al otro, amor es sacrificio.

Llegamos así al día en que, tragada desde hace mucho por el sueño, la mujer, al dar un mordisco a una manzana, sintió rompérsele un diente de delante. Con la manzana todavía en la mano y mirándose demasiado de cerca en el espejo del baño —y de este modo perdiendo del todo la perspectiva—, vio una cara pálida, de mediana edad, con un diente roto, y los propios ojos… Tocando fondo, y con el agua ya por el cuello, con cincuenta y tantos años, sin una nota, en lugar de ir al dentista, se arrojó por la ventana del apartamento, persona por la cual se podría sentir tanta gratitud, reserva militar y sustentáculo de nuestra desobediencia.

En cuanto a él, una vez seco el lecho del río y sin agua que lo ahogase, caminaba sobre el fondo sin mirar el suelo; diligente como si usara bastón. Inesperadamente seco el lecho del río, caminaba perplejo y sin peligro sobre el fondo con la jovialidad de quien va a caer de bruces más adelante.
En Cuentos Reunidos, de Clarice Lispector.

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