¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 4 de enero de 2019

Los muros absurdos.

Quizá podamos alcanzar el inaprehensible sentimiento de lo absurdo en los mundos diferentes pero fraternos de la inteligencia, del arte de vivir o del arte simplemente. El clima del absurdo está al comienzo. El final es el universo absurdo y la actitud espiritual que ilumina al mundo con una luz que le es propia, con el fin de hacer resplandecer ese rostro privilegiado e implacable que ella sabe reconocerle.

Todas las grandes acciones y todos los grandes pensamientos tienen un comienzo irrisorio. Las grandes obras nacen con frecuencia a la vuelta de una esquina o en la puerta giratoria de un restaurante. Lo mismo sucede con la absurdidad. El mundo absurdo más que cualquier otro extrae su nobleza de ese nacimiento miserable. En ciertas situaciones responder "nada" a una pregunta sobre la naturaleza de sus pensamientos puede ser una finta en un hombre. Los amantes lo saben muy bien. Pero si esa respuesta es sincera, si traduce ese singular estado del alma en el cual el vacío se hace elocuente, en el que la cadena de los gestos cotidianos se rompe, en el cual el corazón busca en vano el eslabón que la reanuda, entonces es el primer signo de la absurdidad.


Suele suceder que los decorados se derrumben. Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día surge el "por qué" y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. "Comienza": esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento. En sí misma la lasitud tiene algo de repugnante. Debo concluir que es buena, pues todo comienza por la conciencia y nada vale sino por ella. Estas observaciones no tienen nada de original. Pero son evidentes, y eso basta por algún tiempo, al efectuar un reconocimiento somero de los orígenes de lo absurdo. La simple "inquietud" está en el origen de todo.

Asimismo, y durante todos los días de una vida sin brillo, el tiempo nos lleva. Pero siempre llega un momento en que hay que llevarlo. Vivimos del porvenir: "mañana", "más tarde", "cuando tengas una posición", "con los años comprenderás”. Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de morir. Llega, no obstante, un día en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años. Así afirma su juventud. Pero al mismo tiempo se sitúa con relación al tiempo. Ocupa en él su lugar. Reconoce que se halla en cierto momento de una curva que confiesa tener que recorrer. Pertenece al tiempo, y a través del horror que se apodera de él reconoce en aquél a su peor enemigo. El mañana, anhelaba el mañana, cuando todo él debía rechazarlo. Esta rebelión de la carne es lo absurdo.

Un peldaño más abajo y nos encontramos con lo extraño: advertimos que el mundo es "espeso", entrevemos hasta qué punto una piedra nos es extraña e irreductible, con qué intensidad puede negarnos la naturaleza, un paisaje. En el fondo de toda belleza yace algo inhumano, y esas colinas, la dulzura del cielo, esos dibujos de árboles pierden, al cabo de un minuto, el sentido ilusorio con que los revestíamos y en adelante quedan más lejanos que un paraíso perdido. La hostilidad primitiva del mundo remonta su curso hasta nosotros a través de los milenios. Durante un segundo no lo comprendemos, porque durante siglos de él hemos comprendido las figuras y los dibujos que poníamos previamente, porque en adelante nos faltarán las fuerzas para emplear ese artificio. El mundo se nos escapa porque vuelve a ser él mismo. Esas apariencias enmascaradas por la costumbre vuelven a ser lo que son. Se alejan de nosotros. Así como hay días en que bajo su rostro familiar se ve como a una extraña a la mujer amada desde hace meses o años, así también quizá lleguemos a desear hasta lo que nos deja de pronto tan solos. Pero todavía no ha llegado ese momento. Una sola cosa: este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo.
 
 En El mito de Sísifo, de Albert Camus.

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