La Reina de las diosas desea
nuestra desgracia. Pero no es eso lo que debe preocuparnos, sobrino mío. Aunque
los dioses todos se dispusieran a favorecernos, nuestro destino siempre sería
desdichado.
Ve, incendia el bosque y
prepara cien tizones que ardan profundamente. El dragón que enfrentaremos tiene
muchas cabezas. Algunos dicen que siete, otros juran que nueve. Y los oscuros
habitantes del pantano me prometieron cien. La verdad es que su número es
infinito, porque tan pronto uno las corta, vuelven a crecer.
Por eso debes preparar los
tizones y estar muy atento. Cada vez que yo corte una cabeza, acercarás la
brasa al muñón sangrante y quemarás la herida hasta cauterizarla. Si los sabios
del pantano no mienten, este proceder evitará el crecimiento de nuevas cabezas.
Pero no estoy seguro. Alguien me ha dicho que entre todas ellas hay una que es
inmortal y que seguirá en beligerancia, aún arrancada del cuerpo del dragón.
Por eso deberemos enterrar profundamente cada cabeza cortada.
Debes tener cuidado. El
pantano está lleno de ciénagas hambrientas. Otro peligro es el aliento del
monstruo. De sus bocas numerosas proviene un hedor, cuya percepción es mortal
para los hombres y para las bestias.
Algunos creen que el destino
me será propicio sólo por ser hijo de Jove. Has de saber que la paternidad no
significa nada para un inmortal. Sólo los que van a morir se ocupan de sus
sucesores.
Maldito sea el nombre de
nuestro primo, ese hombre cobarde e incompleto que se esconde dentro de una
jarra.
Ve, sobrino, incendia el bosque.
Las selvas ardientes agradan a Jove.
Eso sí, mira donde pisas. La
diosa ha provisto al dragón de una ayuda rastrera: la alimaña que llaman
Cárcino. Yo afilaré el harpe y juro que su filo será inexorable. Pero debes
saber algo, joven amigo: todo es inútil. Tal vez podamos matar a la serpiente.
Tal vez pueda yo librarme del yugo de mi primo cumpliendo las diez penitencias
que los dioses le han autorizado a imponerme. Pero las desgracias son como las
cabezas del dragón. Superada una, es sustituida por otra. Matar a la Hidra o no
matarla da lo mismo. La victoria o la derrota no cambian nada.
Nuestra sola respuesta es el
furor. No hay justicia posible. No hay paz razonable. No hay felicidad que no
sea engañosa. Sólo existe la ira, que hace a los hombres parecidos a los
dioses. Incendia ya mismo el bosque entero y quema especialmente los árboles
que no has de usar. Asegúrate de que la inocencia no sea discriminada. ¡Ay de
nosotros, Yolao! Matemos y que nadie conjeture el método de nuestra ferocidad.
Perdonemos cada tanto, sólo para ser incomprensibles.
Quiero morir, quiero morir,
Yolao. ¿De qué sirve vivir si uno no es un dios?
En El bar del infierno, de Alejandro
Dolina.
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