¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 11 de enero de 2019

Lo que el tatuaje escribe en el cuerpo. El tatuaje como signo.

En su seminario sobre Las formaciones del inconsciente, Lacan aborda el concepto de marca, como un signo. La circuncisión aparece así como signo de lo que sostiene esa relación castradora que podemos ejemplificar con las encarnaciones religiosas. Es una particular forma de marca, de tatuaje.

Lacan en La agresividad en psicoanálisis vuelve sobre esta cuestión. En relación a la imago del cuerpo fragmentado, dice:

Hay una relación específica del hombre con su propio cuerpo que se manifiesta igualmente en la generalidad de una serie de prácticas sociales, desde los ritos del tatuaje, de la incisión, de la circuncisión, en las sociedades primitivas, hasta en lo que podría llamarse lo arbitrario de la moda, en cuanto que desmiente en las sociedades avanzadas ese respeto de las formas naturales del cuerpo humano cuya idea es tardía en la cultura”.

Esta cita viene a recordarnos que el ser humano siempre ha recurrido al artificio para hacerse con su cuerpo, para portarlo por el mundo. Y allí podemos ubicar también la tendencia moderna a los tatuajes y los piercings.





El tatuaje desde su marca propone una mirada distinta, busca configurar una nueva identidad, construye un personaje, por ejemplo “el hombre del tatuaje”, “el guerrero” o “la extraña”, es decir, que promueve un nuevo nombre, una marca que vela la primera identidad del sujeto o que la completa de manera imaginaria. Y en ese punto, funciona como si arrancara su poder al imaginario ojo omnividente. Podríamos decir que se produce un cambio: del cuerpo social marcado, al cuerpo individual tatuado. Una producción de otro cuerpo simbólico o imaginario, adoptando una apariencia: se vela la nada que se es como sujeto inmerso en un cuerpo, con un signo escrito en él.

El tatuaje es entonces, en una de sus vertientes, un intento de diferenciación por la vía del signo, la marca. Su incidencia, esta especie de “contagio” en la época, se puede explicar justamente por lo que la caracteriza: la indiferenciación, el “para todos”, o el “todos lo mismo”. En nuestra sociedad actual, su proliferación en determinados grupos sociales suscita una serie de efectos e interrogantes: ¿por qué razón esa joven tan bella lleva el hombro y parte de su brazo tatuado? Y ese muchacho, al que no podemos dejar de mirar en el metro, no dejó casi trozo de sus pantorrillas, incluso manos, sin nombres y signos. ¿Qué sucede, qué nos quieren dar a ver de esta manera? Podemos deducir que para algunos sujetos (...), tatuarse hará de ese cuerpo desconocido que reciben, una piel ilustrada como la de su prójimo. Así, el tatuaje sería una marca de lo imposible de significar. Lo que no se pudo inscribir en lo simbólico; lo que no se puede poner en palabras, lo que no se puede elaborar desde el discurso, se pone en el cuerpo.

Los tatuajes son fundamentalmente marcas simbólicas; pero marcas que no se hacen sobre una hoja en blanco sino sobre un cuerpo afectado previamente por la erogeneidad. Y es justamente eso lo que le da a cada uno más allá de su diseño, un carácter de excepción, porque los tatuajes se inscriben en un cuerpo que tendrá sus grabados, su historia, que también será única. 

Lacan dijo “el animal no tiene cuerpo”, el animal es un organismo. ¿Qué es lo que nos permite decir “yo tengo un cuerpo”?, pues no decimos “yo soy un cuerpo”. ¿Qué nos hace tomar nuestro cuerpo como un atributo en lugar de tomarlo como nuestro “ser” mismo? Hay una disyunción irreductible entre el sujeto de la palabra y el cuerpo. El hecho de que como sujetos podemos prescindir de él, que como sujetos del significante estamos separados del cuerpo. Porque el sujeto es alguien del cual se habla antes de que pueda incluso hablar, el sujeto está efectivamente en la palabra antes de nacer, como así también su nombre perdura luego de la muerte.

El tatuaje, en tanto implica al cuerpo y la piel, comporta un goce. Goce que traspasa la frontera de lo subjetivo y por esta vía se da a ver desde la puesta en escena particular de la inscripción en el cuerpo. Sin olvidar que esta cultura del tatuarse es indisoluble del dolor. El último libro publicado de Junichiro Tanizaki, autor japonés muy conocido por su obra El elogio de la sombra, cuyo título es justamente Tatuaje, es muy ilustrativo de esto último. Es un relato muy breve, bellamente ilustrado, hecho desde la mirada del tatuador. En él, el goce en juego respecto del infligir dolor está presente sin rodeos.

En el fondo de su corazón -nos dice en referencia al personaje central, famoso y solicitado tatuador- ocultaba un inconfesable placer y un secreto deseo. Cuando introducía las agujas en la piel hinchada y enrojecida por la sangre, la mayoría de los hombres gemían de dolor, y cuanto más gritaban, más profundo e inexplicable era el extraño deleite de Seikichi”.

Lo interesante es que este goce cede frente al amor: en efecto, cuando encuentra a la mujer a la que buscaba afanosamente, por la belleza que entrevió en sus pies -“unos pies descalzos y exquisitamente blancos, que, para su mirada eran auténticas joyas carnales”- Seikechi pasa toda la noche tatuándola, pero esta vez, recurre al cloroformo: “Ya no le resultaba fácil introducir una gota más de colorante, cada vez que pinchaba con la aguja la suave piel de la muchacha, no podía evitar un profundo suspiro, porque sentía ese pinchazo en su propio corazón”.



Cuanto más tatuado está el cuerpo, más puede inferir la mirada del otro el componente del dolor. El tatuaje hoy en día no se instrumenta la mayoría de las veces como un elemento de belleza, es casi imposible mirar un cuerpo tatuado y remitirse a ella. Más bien, lo que se da a ver, es algo del orden de lo extraño que afecta, que promueve el impacto, la interrogación o la repulsa. En los nombres propios tatuados, pareciera jugarse un componente del amor entendiendo éste como marca en el tiempo, imperecedera (“marco mi cuerpo con tu nombre, lo incorporo así a la duración de mi vida, lo hago parte de mi cuerpo”).

Sucede otro tanto con los duelos en un intento de retener en el cuerpo, como marca, algo de aquél que desapareció (“tu nombre vivo mientras mi cuerpo lo esté, tu nombre hecho carne en mi cuerpo, parte mía viviente”). Podemos pensar el tatuaje, en este contexto, como la huella de una ausencia. La huella del objeto que se fue. Esa marca en la piel pretende dar a ver el signo de ese objeto, siendo así también signo de esa ausencia.

En ocasiones el empuje parece irrefrenable así, hay sujetos que van tatuándose cada vez un trozo más de piel. Hay cuerpos literalmente “recortados” por el tatuaje, donde la piel sin ese signo, queda reducida al exponente mínimo de aquello que existía antes de que el sujeto decidiera comenzar. Es un uso de los cuerpos, la piel, como verdaderos lienzos, biografías vivas y puntuales a cielo abierto, imanes para la mirada como un reclamo más del imaginario colectivo.

El tatuaje es un trazo donde un sujeto cuenta como “un Uno”, es la marca del instante petrificado de habérselo hecho. Uno en tanto referido al trazo de lo idéntico que representa lo no idéntico, ya que en la repetición de una marca cada una difiere de la otra. Que el sujeto de la prehistoria por ejemplo, haga su marca, una muesca en la caverna cuando ha matado un animal, le permitirá no confundirse cuando haya matado más. No tendrá que acordarse cuál es cuál. Los contará a partir de ese “rasgo unario”. El modelo de esto es la marca del ganado en tanto inscribe la pertenencia.

Las marcas sobre el cuerpo inscriben así una doble connotación: por una parte la pertenencia a un conjunto y por la otra una cualidad erótica. Lacan dice en relación al tatuaje, que lo identifica a uno y que, al menos en ciertas sociedades, lo convierte en objeto erótico. Sería necesario reflexionar efectivamente sobre el hecho de inscribir una huella sobre el cuerpo para transformarlo en un objeto erótico, y sobre la cuestión de las cicatrices y su distribución entre los sexos.

Podemos pensar también el tatuaje como esa incisión en el cuerpo que permite “esconderse” de ese mundo del espectáculo, y a la vez participar del mismo en tanto “omnivoyeur”, como Lacan lo designa. En el Seminario 11 sostiene: “El mundo es omnivoyeur, pero no es exhibicionista –no provoca nuestra mirada-. Cuando empieza a provocarla, entonces empieza también la sensación de extrañeza”. Pero el mundo hoy, no sólo es omnivoyeur sino también exhibicionista. La sensación de extrañeza a la que se refiere Lacan está presente de manera clara en relación a este tema. En efecto, en esta época donde los velos han caído, un hombro, un pecho, un pene ya no son más que fragmentos de la anatomía, “La desnudez es percibida no como pureza sino como “falta”, es decir “puesta al desnudo”. A partir de ahí el atributo de la belleza no es la desnudez, sino, al contrario, el vínculo entre el objeto y su envoltura”.

Como intuyó Benjamin, “bello es ese objeto al que le es esencial el velo”, en palabras de Agamben.

El tatuaje viene al lugar de la envoltura, ¿por qué no entenderla como una mancha que descubre ese hombro en otra vertiente? pues ésta atrae la mirada sobre un recorte del cuerpo. Mancha en tanto marca particular de cada sujeto para nombrar la falta. Pensemos por ejemplo en el lunar: nuestras abuelas sabían bien de su valor erótico, su valor de imán de la mirada, y lo consideraban una marca de belleza, muchas, hasta se los pintaban. En una vuelta inesperada Lacan invierte el sentido común, para decir que es el lunar el que nos mira y porque mira atrae tan paradójicamente. Como el blanco del ojo de un ciego, un tanto inquietante. Esta es también la función del tatuaje. (...) 

Tatuar el cuerpo es una costumbre que se remonta a la antigüedad. Se han encontrado incluso momias con esta característica. En algunas culturas -la oriental, por ejemplo- estaba relacionado con el realce de la belleza, como la pintura, o el maquillaje. Respecto de esto último, es una constante para las mujeres, quienes siempre se han maquillado. Pero, hay que hacer la salvedad de que si bien el efecto de la mascarada va en el sentido de velar y al unísono realzar o marcar, ésta práctica es evanescente, es una marca que se borra, como la henna, o los lunares en la frente de las hinduistas.

En occidente, en otras épocas, los tatuajes estaban restringidos a un sector social determinado, y sólo se tatuaban los hombres. Así, los obreros, los marineros y algunos oficios en particular, lucían, junto a una musculatura prominente, el tatuaje como una especie de “marca o signo” de la virilidad.

Hoy en día, esta cultura del tatuaje se ha ido extendiendo, y hay en ella algo de la moda, pero desde la vertiente de escandalizar al otro, o suscitar su mirada no por la atracción de lo bello, sino de lo extraño y hasta en la provocación de cierto rechazo. Es algo similar a lo que aconteció con los románticos en Francia, que adoptaron una indumentaria que implicaba diferenciarse de los burgueses, su desprecio sin más. De ahí la expresión “épater le bourgeois”, que aparece en Francia a mediados del siglo XIX dentro de la atmósfera romántica, y que sirve de lema a una de las actitudes más características del arte moderno: el desprecio hacia la clase social que, en torno a 1830, comenzó a imponer su predominio.

El tatuaje contemporáneo y su estética, tienen relación con un fenómeno que lo antecede y donde la cultura oriental ocupa un espacio importante. En efecto, el Manga, la historieta y los personajes japoneses con esas características tuvieron todo su peso, aunque hoy en día han decaído. Fue ésta una moda extendida sobre todo del lado femenino: jóvenes aniñadas, con faldas muy cortas y aspecto de muñecas, acentuado por el maquillaje y el pelo con coletas y lazos. Infinidad de dibujos reproducen hoy en día en los tatuajes, letras chinas o ideogramas japoneses. Lo oriental, Japón en particular, funciona como esa otra cultura, extraña a occidente y por ello atractiva en todas sus vertientes desconocidas. Es “lo diferente”, otro código, otra concepción de la belleza, otra filosofía de vida, otra religión, etc. Pensemos el auge que tiene desde hace unos años a esta parte la comida japonesa, cierta estética de lo “Zen”, el budismo, en fin, múltiples cuestiones que hacen a esa cultura.

Entonces, ¿el tatuaje responde a una moda? De hecho, desde esta lectura, así lo parece. La paradoja es que si algo caracteriza a esta última, es el cambio, la rotación o la invención de nuevos modelos. En este sentido, el tatuaje es inamovible, permanente. Luego, desde allí podemos inferir que el tatuarse estaría del lado de instaurar algo inalterable o estable en un mundo de cambios continuos. 

Es este un tiempo donde se intenta reducir al sujeto a las lecturas homogeneizantes de las evaluaciones, las TCC, los cálculos sin diagnosis de escucha, unido a una concepción de la mercancía y los objetos como panacea. Por otro lado, la ciencia, se ha convertido en “la nueva religión” de la época (G. Pommier). Y en este declive, los ideales ceden el paso a una concepción del mundo y de la vida donde el sujeto es empujado a imprimirle sentido por la vía de los objetos, el consumo. Éste, desde la publicidad y su mensaje, se “vende” como la vía regia para alcanzar esa felicidad que parece estar a mano de cualquiera que acceda a tal vehículo o determinado modelo de móvil. Y así, sucesivamente. Es un modelo siniestro donde el sujeto, como tal no cuenta, más que en su faceta de consumidor en potencia.

Esta realidad, instaura una cadena donde el tatuarse, transforma al sujeto en un artículo más que, literalmente, pone su piel y su cuerpo en circulación. En efecto, el mundo contemporáneo se caracteriza por mutar continuamente, y genera de esta manera nuevas situaciones en el ámbito familiar, en los vínculos, nuevos modelos y también nuevas profesiones. Así, el tatuaje ha dado lugar a los tatuadores, y a toda una industria que gira alrededor de ese nuevo oficio (hay tatuadores que son considerados artistas y que viajan por el mundo solicitados por doquier). Sucede algo similar con los piercings, que no sólo implica a quien los aplica sino también a los que pasaron a fabricar y vender todo tipo de artilugios de diferentes materiales, algunos muy valiosos, para esta nueva “industria”.

Dicho esto, se ve como ese signo que constituiría una marca única y distintiva pasa a ser la marca de un artículo más de consumo.

Ahora bien, en el tatuaje hay algo del orden del trazo y la letra, es muy interesante pensarlo también en esa dirección ya que para el psicoanálisis esto tiene todo su lugar. Lacan, en los últimos años de su vida, estaba muy interesado en el tema de la caligrafía oriental y su relación con el texto, concretamente, la poesía. Ésta atraviesa toda la obra lacaniana, pero en la época a la cual me refiero, Lacan fue más allá y desde su incansable movimiento no dejó de lado tampoco el Tao, ni las cuestiones que en la filosofía oriental pudieran apasionarlo.

Para los chinos y también los japoneses, la caligrafía no es independiente del texto. Si un texto es bello, debe estar bellamente escrito, de lo contrario, pierde su valor. El trazo, es del orden de lo pictórico, es un hecho estético tributario de ese campo que pone en juego la letra, ya que allí se apoya la creación. En la escritura japonesa la caligrafía produce una fusión entre la música de las palabras y el goce del lenguaje. La calidad del calígrafo se mide en el trazo. 

Recordé así una película relacionada con el tema que nos ocupa. En el film el acento está puesto en la letra, la caligrafía y el goce del pincel en la piel, se puede apreciar el lugar de litoral de la letra en tanto contorno que se pierde, se desdibuja y al unísono, delimita. Litoral como borde, límite de la imagen. Pues no es por el sentido de la imagen que la escritura toma su fuerza sino por la pura imagen en su despliegue y en su quebradura. Cuando la protagonista, con el cuerpo bellamente escrito, deja que el agua arrastre la tinta mientras la cámara muestra la disolución de la letra escurriéndose por el sumidero, parece deslizarse algo alrededor de la letra como desecho: de “letter” a “litter”, de letra a desecho.

La película The Pillow Book inspirada en el libro que lleva ese título, fue escrito por una mujer al final del primer milenio de nuestra era, Sei Shônagon, que sirvió en la corte como ayudante de la Emperatriz. El título del libro y la película hacen referencia a esa especie de caja que usan los japoneses como almohada. Allí dentro se guardaban los secretos y los diarios íntimos. Este libro, es uno de ellos. La película gira alrededor de la vida amorosa de una mujer marcada desde niña -no ya por el tatuaje- sino por la escritura. Su padre, calígrafo, le escribía en la cara y parte de la espalda algunas frases que repetía en voz alta, cada cumpleaños. Esa niña, al hacerse mujer, buscará incansablemente un hombre que le escriba el cuerpo.

Al encontrarlo, es ella misma quien pasa a escribir en el cuerpo del otro. El goce y lo efímero se muestran en la película desde la belleza y el enigma que comporta. La condición de goce que el padre imprime con su acto, unido a la lectura del libro de Shônagon que su madre le lee cada noche -“cuando tengas 28 años este libro tendrá ya mil” dirá la misma- inclinan a la niña a un inseparable duelo entre su deseo de ser escrita y el de escribir en el cuerpo del otro. Y todo ello, literalmente.

La película abre una puerta diferente mostrando -desde la mirada del director del film- lo que el tatuaje fue en otra cultura donde la belleza del trazo era equiparable al erotismo y el texto era indisoluble de la forma como tal. En efecto, la carne tal como se muestra en el tatuaje contemporáneo, no deja lugar a la metáfora, es marca que da a ver -al tiempo que envuelve- el cuerpo en su vertiente más real.
 Claudine Foos.

* Conferencia pronunciada el espacio de Conferencias Introductorias al Psicoanálisis del NUCEP - Madrid el 10-10-2011.

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