Así
provista, con esta confianza y esta ansia de saber, me fui en busca
de la verdad. El día, aunque no llovía exactamente, era lóbrego y
en las calles de las cercanías del British Museum las bocas de las
carboneras estaban abiertas y por ellas iba cayendo una lluvia de
sacos; coches de cuatro ruedas se arrimaban a la acera y depositaban
unas cajas atadas con cordeles que contenían, supongo, toda la ropa
de alguna familia suiza o italiana que buscaba fortuna o refugio, o
algún otro provecho interesante que puede encontrarse en invierno en
las casas de huéspedes de Bloomsbury. Como de costumbre, hombres con
voz ronca recorrían las calles empujando carretones de plantas.
Algunos gritaban, otros cantaban. Londres era como un taller. Londres
era como una máquina. A todos nos empujaban hacia adelante y hacia
atrás sobre esta base lisa para formar un dibujo. El British Museum
era un departamento más de la fábrica. Las puertas de golpe se
abrían y cerraban y allí se quedaba uno en pie bajo el vasto domo,
como si hubiera sido un pensamiento en aquella enorme frente calva
que tan magníficamente ciñe una guirnalda de nombres famosos. Se
dirigía uno al mostrador, tomaba una hoja de papel, abría un
volumen del catálogo y..... Los cinco puntos suspensivos indican
cinco minutos separados de estupefacción, sorpresa y asombro.
¿Tenéis alguna noción de cuántos libros se escriben al año sobre
las mujeres? ¿Tenéis alguna noción de cuántos están escritos por
hombres? ¿Os dais cuenta de que sois quizás el animal más
discutido del universo? Yo había venido equipada con cuaderno y
lápiz para pasarme la mañana leyendo, pensando que al final de la
mañana habría transferido la verdad a mi cuaderno. Pero tendría yo
que ser un rebaño de elefantes y una selva llena de arañas, pensé
recurriendo desesperadamente a los animales que tienen fama de vivir
más años y tener más ojos, para llegar a leer todo esto.
Necesitaría garras de acero y pico de bronce para penetrar esta
cáscara. ¿Cómo voy a llegar nunca hasta los granos de verdad
enterrados en esta masa de papel?, me pregunté, y me puse a recorrer
con desesperación la larga lista de títulos. Hasta los títulos de
los libros me hacían reflexionar. Era lógico que la sexualidad y su
naturaleza atrajera a médicos y biólogos; pero lo sorprendente y
difícil de explicar es que la sexualidad —es decir, las mujeres—
también atrae a agradables ensayistas, novelistas de pluma ligera,
muchachos que han hecho una licencia, hombres que no han hecho
ninguna licencia, hombres sin más calificación aparente que la de
no ser mujeres. Algunos de estos libros eran, superficialmente,
frívolos y chistosos; pero, muchos, en cambio, eran serios y
proféticos, morales y exhortadores.
Bastaba
leer los títulos para imaginar a innumerables maestros de escuela,
innumerables clérigos subidos a sus tarimas y púlpitos y hablando
con una locuacidad que excedía de mucho la hora usualmente otorgada
a discursos sobre este tema. Era un fenómeno extrañísimo y en
apariencia —llegada a este punto consulté la letra H— limitado
al sexo masculino. Las mujeres no escriben libros sobre los hombres,
hecho que no pude evitar acoger con alivio, porque si hubiera tenido
que leer primero todo lo que los hombres han escrito sobre las
mujeres, luego todo lo que las mujeres hubieran escrito sobre los
hombres, el áleo que florece una vez cada cien años hubiera
florecido dos veces antes de que yo pudiera empezar a escribir. Así
es que, haciendo una selección perfectamente arbitraria de una
docena de libros, envié mis hojitas de papel a la cesta de alambre y
aguardé en mi asiento, entre los demás buscadores del óleo
esencial de la verdad. ¿Cuál podía ser pues el motivo de tan
curiosa disparidad?, me pregunté, dibujando ruedas de carro en las
hojitas de papel provistas por el pagador de impuestos inglés para
otros fines. ¿Por qué atraen las mujeres mucho más el interés de
los hombres que los hombres el de las mujeres? Parecía un hecho muy
curioso y mi mente se entretuvo tratando de imaginar la vida de los
hombres que se pasaban el tiempo escribiendo libros sobre las
mujeres; ¿eran viejos o jóvenes?, ¿casados o solteros?, ¿tenían
la nariz roja o una joroba en la espalda? De todos modos, halagaba,
vagamente, saberse el objeto de semejante atención, mientras no
estuviera enteramente dispensada por cojos e inválidos. Así fui
reflexionando hasta que todos estos frívolos pensamientos se vieron
interrumpidos por una avalancha de libros que cayó encima del
mostrador enfrente de mí. Ahí empezaron mis dificultades. El
estudiante que ha aprendido en Oxbridge a investigar sabe, no cabe
duda, cómo conducir como buen pastor su pregunta, haciéndole evitar
todas las distracciones, hasta que se mete en su respuesta como un
cordero en su redil. El estudiante que tenía al lado, por ejemplo,
que copiaba asiduamente fragmentos de un manual científico, extraía,
estaba segura, pepitas de mineral puro cada diez minutos más o
menos. Así lo indicaban sus pequeños gruñidos de satisfacción.
Pero si, por desgracia, no se tiene una formación universitaria, la
pregunta, lejos de ser conducida a su redil, brinca de un lado a
otro, desordenadamente, como un rebaño asustado perseguido por toda
una jauría. Catedráticos, maestros de escuela, sociólogos,
sacerdotes, novelistas, ensayistas, periodistas, hombres sin más
calificación que la de no ser mujeres persiguieron mi simple y única
pregunta —¿por qué son pobres las mujeres?— hasta que se hubo
convertido en cincuenta preguntas; hasta que las cincuenta preguntas
se precipitaron alocadamente en la corriente y ésta se las llevó.
Había garabateado notas en cada hoja de mi cuaderno. Para mostrar mi
estado mental, voy a leeros unas cuantas; encabezaba cada página el
sencillo título Las mujeres y la pobreza escrito en
mayúsculas, pero lo que seguía venía a ser algo así:
Condición
en la Edad Media de,
Hábitos
de............de las Islas Fidji,
Adoradas
como diosas por,
Sentido
moral más débil de,
Idealismo
de,
Mayor
rectitud de,
Habitantes
de las islas del Sur, edad de la pubertad entre,
Atractivo
de,
Ofrecidas
en sacrificio a,
Tamaño
pequeño del cerebro de,
Subconsciente
más profundo de,
Menos
pelo en el cuerpo de,
Inferioridad
mental, moral y física de,
Amor
a los niños de,
Vida
más larga de,
Músculos
más débiles de,
Fuerza
afectiva de,
Vanidad
de,
Formación
superior de,
Opinión
de Shakespeare sobre,
Opinión
de Lord Birkenhead sobre,
Opinión
del Deán Inge sobre,
Opinión
de La Bruyère sobre,
Opinión
del Dr. Johnson sobre,
Opinión
de Mr. Oscar Browning sobre,
Aquí
tomé aliento y añadí en el margen: ¿Por qué dice Samuel Butler:
«Los hombres sensatos nunca dicen lo que piensan de las mujeres»?
Los hombres sensatos nunca hablan de otra cosa, por lo visto. Pero,
proseguí, reclinándome en mi asiento y mirando el vasto domo donde
yo era un pensamiento único, pero acosado ahora por todos lados, lo
triste es que todos los hombres sensatos no opinan lo mismo de las
mujeres.
Dice
Pope:
La
mayoría de las mujeres carecen de carácter.
Y
dice La Bruyère:
Les
femmes sont extrêmes; elles sont meilleures ou pires que les hommes.
Una
contradicción directa entre dos observadores atentos que eran
contemporáneos. ¿Se las puede educar o no? Napoleón pensaba que
no. El doctor Johnson pensaba lo contrario.8 ¿Tienen alma o no la
tienen? Algunos salvajes dicen que no tienen ninguna. Otros, al
contrario, mantienen que las mujeres son medio divinas y las adoran
por este motivo.9 Algunos sabios sostienen que su inteligencia es más
superficial; otros que su conciencia es más profunda. Goethe las
honró; Mussolini las desprecia. Mirara uno donde mirara, los hombres
pensaban sobre las mujeres y sus pensamientos diferían. Era
imposible sacar nada en claro de todo aquello, decidí, echando una
mirada de envidia al lector vecino, que hacía limpios resúmenes, a
menudo encabezados por una A, una B o una C, en tanto que por mi
cuaderno se amotinaban locos garabateos de observaciones
contradictorias. Era penoso, era asombroso, era humillante. Se me
había escurrido la verdad por entre los dedos. Se había escapado
hasta la última gota.
De
ningún modo me podía ir a casa y pretender hacer una contribución
seria al estudio de las mujeres y la novela escribiendo que las
mujeres tienen menos pelo en el cuerpo que los hombres o que la edad
de la pubertad entre las habitantes de las islas del Sur es los nueve
años. ¿O era los noventa? Hasta mi letra, en su confusión, se
había vuelto indescifrable. Era una vergüenza no tener nada más
sólido o respetable que decir tras una mañana de trabajo. Y si no
podía encontrar la verdad sobre M (así es como, para abreviar,
había dado en llamarla) en el pasado, ¿por qué molestarme en
indagar sobre M en el futuro? Parecía una pérdida total de tiempo
consultar a todos aquellos caballeros especializados en el estudio
de la mujer y de su efecto sobre lo que sea —la política, los
niños, los sueldos, la moralidad— por numerosos y entendidos que
fueran. Mejor dejar sus libros cerrados.
8
«"Los hombres saben que no pueden competir con las mujeres y
por tanto escogen a las más débiles o las más ignorantes. Si no
pensaran así no temerían que las mujeres llegasen a saber tanto
como ellos..." En justicia al sexo débil, la honradez más
elemental me hace manifestar que, en una conversación posterior, me
dijo que había hablado en serio.» Boswell, The Journal of a Tour to
the Hebrides.
9
«Los antiguos germanos creían que había algo sagrado en las
mujeres y por este motivo las consultaban como oráculos.» Fraser,
Golden Bough.
En
Una habitación Propia de Virginia Woolf.
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