¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 28 de marzo de 2019

Morir a tiempo.

Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña esta doctrina, «¡Muere a tiempo!» Morir a tiempo; eso es lo que Zaratustra enseña. En verdad, quien no vive nunca a tiempo, ¿cómo va a morir a tiempo? ¡Ojalá no hubiera nacido jamás! Esto es lo que aconsejo a los superfluos.

Pero también los superfluos se dan importancia con su muerte, y también la nuez más vacía de todas quiere ser cascada. Todos dan importancia al morir, pero la muerte no es todavía una fiesta. Los hombres no han aprendido aún cómo se celebran las fiestas más bellas. Yo os muestro la muerte consumadora, que es para los vivos un aguijón y una promesa. El consumador muere su muerte victoriosamente, rodeado de personas que esperan y prometen. Así se debería aprender a morir; ¡y no debería haber fiesta alguna en que uno de esos moribundos no santificase los juramentos de los vivos!


Morir así es lo mejor; pero lo segundo es morir en la lucha y prodigar un alma grande. Tanto al combatiente como al victorioso les resulta odiosa esa vuestra gesticuladora muerte que se acerca furtiva como un ladrón, y que, sin embargo, viene como señor.

Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a mí porque yo quiero. ¿Y cuándo querré? Quien tiene una meta y un heredero quiere la muerte en el momento justo para la meta y para el heredero. Y por respeto a la meta y al heredero ya no colgará coronas marchitas en el santuario de la vida.

En verdad, yo no quiero parecerme a los cordeleros; estiran sus cuerdas y, al hacerlo, van siempre hacia atrás. Más de uno se vuelve demasiado viejo incluso para sus verdades y sus victorias; una boca desdentada no tiene ya derecho a todas las verdades. Y todo el que quiera tener fama tiene que despedirse a tiempo del honor y ejercer el difícil arte de irse a tiempo.

Hay que poner fin al dejarse comer en el momento en que mejor sabemos; esto lo conocen quienes desean ser amados durante mucho tiempo. Hay, ciertamente, manzanas agrias, cuyo destino quiere aguardar hasta el último día del otoño; a un mismo tiempo se ponen maduras, amarillas y arrugadas.

En unos envejece primero el corazón, y en otros, el espíritu. Y algunos son ancianos en su juventud; pero una juventud tardía mantiene joven durante mucho tiempo. A algunos el vivir se les malogra; un gusano venenoso les roe el corazón. Por ello, cuiden tanto más de que no se les malogre el morir. Algunos no llegan nunca a estar dulces, se pudren ya en el verano. La cobardía es lo que los retiene en su rama. Demasiados son los que viven, y durante demasiado tiempo penden de sus ramas. ¡Ojalá viniera una tempestad que hiciese caer del árbol a todos esos podridos y comidos de gusanos! ¡Ojalá viniesen predicadores de la muerte rápida! ¡Éstos serían para mí las oportunas tempestades que sacudirían los árboles de la vida! Pero yo oigo predicar tan sólo la muerte lenta y paciencia con todo lo «terreno» (…)
 
En Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche.

miércoles, 27 de marzo de 2019

El vértigo.

Aquel que quiere permanentemente «llegar más alto» tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo.

¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.

La comitiva de mujeres desnudas alrededor de la piscina, los cadáveres en el coche fúnebre, que se alegraban de que Teresa estuviese muerta como ellos, ése era el «abajo» que la espantaba, del cual ya había huido una vez, pero que la seducía en secreto. Ese era su vértigo: era la llamada de una dulce (casi alegre) renuncia a su destino y a su alma. Era la llamada de la solidaridad de los imbéciles y en sus momentos de debilidad sentía ganas de obedecer a esa llamada y volver a casa de su madre.

Sentía ganas de ordenar que los marinos del alma se retirasen de la cubierta del cuerpo; de sentarse con las amigas de la madre y reírse de que una de ellas ha soltado una sonora ventosidad; de marchar con ellas desnuda alrededor de la piscina y de cantar.

En La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera.

martes, 26 de marzo de 2019

El tiempo.

(...) Ahora es el hombre libre, y no Dios, el amo del tiempo. Liberado del estar arrojado, diseña lo venidero. Este cambio de régimen de Dios al de los hombres tiene consecuencias. Desestabiliza el tiempo, puesto que Dios es aquella instancia que imprime un carácter definitivo al orden dominante, el sello de la verdad eterna. Representa un presente duradero. Con el cambio de régimen, el tiempo pierde este sostén, que opone una resistencia al cambio. También La muerte de Dantón, el drama revolucionario de Büchner, se refiere a esta experiencia. Camille proclama: «Las ideas fijas comunes que pasan por ser el sentido común son insoportablemente aburridas. El hombre más feliz fue aquel que pudo imaginarse que era Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo».

El tiempo histórico puede precipitarse hacia adelante porque no reposa en sí mismo, porque su centro de gravedad no está en el presente. No admite ninguna demora. La demora solo retrasa el proceso progresivo. Ninguna duración guía al tiempo. El tiempo tiene sentido en tanto que progresa hacia una meta. De este modo la aceleración cobra sentido. Pero, debido a la significatividad del tiempo, no se percibe como tal. En primer plano está el sentido de la historia. La aceleración solo se impone en cuanto tal cuando el tiempo pierde su significatividad histórica, su sentido. Se tematiza o se convierte en problemática cuando el tiempo es arrastrado hacia un futuro vacío de significado.


El tiempo mítico funciona como una imagen. El tiempo histórico, en cambio, tiene la forma de una línea que se dirige, o se precipita, a un objetivo. Cuando la línea pierde la tensión narrativa o teleológica, se descompone en puntos que dan tumbos sin dirección alguna. El final de la historia genera una atomización del tiempo, convirtiéndolo en un tiempo de puntos. El mito desaparece para siempre de la historia. La imagen estática se transforma en una línea sucesiva. La historia deja lugar a las informaciones. Estas no tienen ninguna amplitud ni duración narrativa.

No están centradas ni siguen una dirección. En cierto modo, se apoyan en nosotros. La historia ilumina, selecciona y canaliza el enredo de acontecimientos, le impone una trayectoria narrativa lineal. Si esta desaparece, se arma un embrollo de informaciones y acontecimientos que dan tumbos sin dirección. Las informaciones no tienen aroma. En eso se diferencian de la historia. En contra de la tesis Baudrillard, la información no se relaciona con la historia como la simulación siempre perfecta del original o del origen. En realidad, la información presenta un nuevo paradigma. En su interior habita otra temporalidad muy diferente. Es una manifestación del tiempo atomizado, de un tiempo de puntos (Punkt-Zeit).

Entre los puntos se abre necesariamente un vacío, un intervalo vacío, en el que no sucede nada, no se produce sensación alguna. El tiempo mítico e histórico, en cambio, no dejan ningún vacío, puesto que la imagen y la línea no tienen ningún intervalo. Construyen una continuidad narrativa. Solo los puntos dejan un intervalo vacío. Los intervalos, en los que no sucede nada, causan aburrimiento. O se presentan como una amenaza, puesto que donde no sucede nada, donde la intencionalidad se queda en nada, está la muerte.

De este modo, el tiempo de puntos siente el impulso de suprimir o acortar los intervalos vacíos. Para evitar que se demoren demasiado, se intenta que las sensaciones se sucedan cada vez más rápido. Se produce una aceleración cada vez más histérica de la sucesión de acontecimientos o fragmentos, que se extiende a todos los ámbitos de la vida.

La falta de tensión narrativa hace que el tiempo atomizado no pueda mantener la atención de manera duradera. Eso hace que la percepción se abastezca constantemente de novedades y radicalismos. El tiempo de puntos no permite ninguna demora contemplativa. El tiempo atomizado es un tiempo discontinuo. No hay nada que ligue los acontecimientos entre ellos generando una relación, es decir, una duración. Así pues, la percepción se confronta con lo inesperado y lo repentino, que despiertan un miedo difuso. La atomización, el aislamiento y la experiencia de discontinuidades también son responsables de diversas formas de violencia. En la actualidad, cada vez se desmoronan más estructuras sociales que antes proporcionaban continuidad y duración. La atomización y el aislamiento se extienden a toda la sociedad. Las prácticas sociales tales como la promesa, la fidelidad o el compromiso, todas ellas prácticas temporales que crean un lazo con el futuro y limitan un horizonte, que crean una duración, pierden importancia.

Tanto el tiempo mítico como el histórico poseen una tensión narrativa. El tiempo está compuesto por un encadenamiento particular de acontecimientos. La narración da aroma al tiempo. El tiempo de puntos, en cambio, es un tiempo sin aroma. El tiempo comienza a tener aroma cuando adquiere una duración, cuando cobra una tensión narrativa o una tensión profunda, cuando gana en profundidad y amplitud, en espacio. El tiempo pierde el aroma cuando se despoja de cualquier estructura de sentido, de profundidad, cuando se atomiza o se aplana, se enflaquece o se acorta. Si se desprende totalmente del anclaje que le hace de sostén y de guía, queda abandonado. En cuanto pierde su soporte, se precipita.

La aceleración de la que tanto se habla hoy en día no es un proceso primario que acaba comportando distintos cambios en el mundo de la vida, sino un síntoma, un proceso secundario, es decir, una consecuencia de un tiempo que se ha quedado sin sostén, atomizado, sin ningún tipo de gravitación que lo rija. El tiempo se precipita, se agolpa para equilibrar una falta de Ser esencial, aunque no lo consigue, porque la aceleración por sí misma no proporciona ningún sostén. Solo hace que la falta de Ser resulte incluso más penetrante.

En El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, de Byung-Chul Han.

viernes, 22 de marzo de 2019

En el corazón de la tormenta.

De una colección de cuentos populares de Karhide del Norte, grabada en cinta durante el reino de Argaven VIII; conservada en los archivos del Colegio de Historiadores de Erhenrang; narrador desconocido.

Alrededor de doscientos años atrás, en el hogar de Shad en la frontera de la Tormenta, vivían dos hermanos que se habían prometido kémmer mutuo. En aquellos días, como ahora, se permitía el kémmer a los hermanos de sangre hasta que uno de ellos concebía un niño; luego estaban obligados a separarse; de modo que no se les permitía prometerse kémmer por toda la vida. No obstante, estos hermanos así se lo habían prometido. Cuando una criatura fue concebida, el Señor de Shad les ordenó quebrar el voto y no juntarse nunca más en kémmer. Uno de los hermanos, el que llevaba el niño, se sintió desesperado, no atendió a consejos ni a palabras de consuelo, y se suicidó envenenándose. La gente del hogar se alzó entonces contra el otro hermano, expulsándolo del hogar y del dominio, y haciendo recaer sobre él la venganza del crimen. Y como había sido exiliado por su propio Señor, y la historia se difundió en seguida, nadie quería darle albergue, y luego de aceptarlo como huésped los tres días de costumbre, todos lo ponían a la puerta, como a un proscrito. Así fue de sitio en sitio hasta comprobar que no había compasión para él en su propia tierra, y que su crimen no sería olvidado. No había querido creer que fuera así, pues era todavía joven y sensible.

Cuando comprendió la verdad, regresó a las tierras de Shad, y se detuvo como un exiliado en el umbral del hogar exterior. Así les habló a los compañeros que estaban allí:

- No tengo cara entre los hombres. No me ven. Hablo y no me oyen. Llego y no me saludan. No hay para mi sitio junto al fuego, ni comida en la mesa, ni cama donde pueda descansar. Sin embargo, conservo mi nombre: me llamo Guederen. Dejo este nombre como una maldición sobre el hogar, y también mi vergüenza. Quedan a vuestro cuidado. Ahora, sin nombre, me iré y encontraré mi muerte.

Algunos de los hombres del hogar saltaron entonces gritando, en tumulto, con la intención de matar a Guederen, pues el asesinato es una sombra menos pesada que el suicidio. Guederen escapó y corrió en dirección norte, hacia el hielo, más rápido que todos sus perseguidores. La gente volvió a Shad alicaída. Pero Guederen continuó andando y al cabo de dos días llegó al Hielo de Perin. Durante dos días caminó por el Hielo hacia el norte. No llevaba comida, ni tenía otro abrigo que una chaqueta. Nadie vive en el Hielo, y tampoco hay animales. Era el mes de susmi, y en esos días y noches caían las primeras grandes nevadas. Guederen caminaba solo en la tormenta. Al segundo día notó que estaba debilitándose. A la segunda noche tuvo que acostarse y dormir un poco. Al despertar la tercera mañana descubrió que se le habían escarchado las manos, y también los pies, aunque no podía sacarse las botas y mirarlos, pues tenía las manos inutilizadas. Continuó la marcha a rastras apoyándose en codos y rodillas. No había motivo, pues no importaba mucho que muriera en un sitio o en otro, pero sentía que tenía que ir hacia el norte.


Luego de un tiempo la nieve dejó de caer a su alrededor, y sopló el viento. Salió el sol. Guederen no podía ver muy lejos, mientras se arrastraba, pues la capucha de piel le cubría los ojos. Como ya no sentía frío en las piernas, los brazos y la cara, pensó que la escarcha lo había entumecido. Sin embargo, todavía podía moverse. La nieve del glaciar tenía un aspecto extraño, como si fuese una hierba blanca que crecía sobre el hielo. Cuando Guederen la tocaba, la nieve se doblaba y se enderezaba otra vez, como briznas de hierba. Guederen dejó de arrastrarse y se sentó, echando atrás la capucha. Los campos de hierba de nieve, blancos y brillantes, se extendían hasta perderse de vista. Había montes de árboles blancos, con hojas blancas. Brillaba el sol, y no había viento, y todo era blanco. Guederen se sacó los guantes y se miró las manos, blancas como la nieve; sin embargo no había escarcha en ellas ahora, y podía usar los dedos, y mantenerse de pie. No sentía dolor, ni frío, ni hambre.

Vio a lo lejos sobre el hielo, hacia el norte, una torre blanca, como la torre de un
dominio, y desde aquel sitio alguien se acercaba caminando. Al cabo de un rato Guederen pudo ver que el desconocido estaba desnudo, y que tenía la piel y el pelo blancos. Se acercó todavía más, y al fin Guederen habló.

- ¿Quién eres?

El hombre blanco dijo:

- Soy tu hermano y tu kemmerante, Hode.

Hode era el nombre del hermano suicida. Y Guederen vio que el hombre blanco era realmente su hermano en cuerpo y cara. Pero no llevaba ya vida alguna en el vientre, y la voz le sonaba apenas, como un crujido en el hielo.

- ¿Qué lugar es este? - preguntó Guederen.

- Es el corazón de la tormenta. Quienes se suicidan viven aquí. Aquí tú y yo mantendremos nuestro voto.

Guederen estaba asustado y dijo:

- No me quedaré. Si hubieses ido conmigo a las tierras del Sur podíamos haber estado juntos y guardar el voto hasta el último día, ya que nadie sabría de nuestra transgresión. Pero quebraste el voto, abandonándolo junto con la vida. Y ahora no puedes pronunciar mi nombre.

Era cierto. Hode movió los labios blanquecinos, pero no pudo pronunciar el nombre del hermano. Se acercó rápidamente a Guederen, extendiendo los brazos, y tomándolo por la mano izquierda. Guederen se libró, y escapó corriendo, corrió hacia el sur, y vio mientras corría que allí delante se alzaba un muro blanco de nieve que venía de lo alto, y cuando entró en el muro cayó otra vez de rodillas y ya no pudo caminar, y tuvo que arrastrarse.

En el noveno día de marchar otra vez sobre el hielo, fue encontrado por gente del hogar de Orhoch, que se extendía al norte de Shad. No sabían de dónde venía, ni quién era; lo encontraron arrastrándose por la nieve, hambriento, ciego, la cara ennegrecida por el sol y la escarcha. Al principio no podía hablar. No había sufrido ningún daño grave, sin embargo, excepto en la mano izquierda, que se le había congelado, y tuvo que ser amputada. Algunos dijeron que era Guederen de Shad, de quien habían oído hablar; otros opinaron que esto no era posible, pues aquel Guederen se había internado en los hielos en las primeras borrascas del otoño, y tenía que haber muerto. El mismo negó que se llamara Guederen. Cuando se sintió mejor dejó Orhoch y la frontera de Tormentas y fue hacia las tierras del sur, haciéndose llamar Ennoch.

Cuando Ennoch era un anciano que vivía en los llanos del Rer se encontró con un hombre de su propia región y le preguntó:

- ¿Cómo está todo en el dominio de Shad?

- El otro le dijo que Shad era un dominio enfermo. Nada prosperaba allí, ni en el hogar ni en los cultivos, todo estaba atacado por la peste. Las semillas de primavera se helaban en los campos y el grano maduro se echaba a perder, y así había sido durante muchos años.

Entonces Ennoch le dijo:
- Soy Guederen de Shad - y le dijo cómo había marchado por los hielos, y lo que allí había encontrado. Llegó al fin de la historia y dijo:

- Di en Shad que tomo de vuelta mi nombre y mi sombra.

No muchos días después Guederen enfermó y murió. El viajero llevó las palabras de Guederen a Shad, y dicen que desde ese entonces el dominio prosperó de nuevo, y todo anduvo como se esperaba en los cultivos y la casa y el hogar.

En La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin.

jueves, 21 de marzo de 2019

Manuscrito hallado en una botella.

Qui n’a plus qu’un moment à vivre
N’a plus rien à dissimuler.
(QUINAULT, Atys)


De mi país y mi familia poco tengo que decir. Un trato injusto y el andar de los años me arrancaron del uno y me alejaron de la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación esmerada, y la tendencia contemplativa de mi espíritu me facultó para ordenar metódicamente las nociones que mis tempranos estudios habían acumulado. Las obras de los moralistas alemanes me proporcionaban un placer superior a cualquier otro; no porque admirara equivocadamente su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían descubrir sus falsedades. Con frecuencia se me ha reprochado la aridez de mi inteligencia, imputándome como un crimen una imaginación deficiente; el pirronismo de mis opiniones me ha dado fama en todo tiempo. En realidad temo que mi predilección por la filosofía física haya inficionado mi mente con un error muy frecuente en nuestra época: aludo a la costumbre de referir todo hecho, aun el menos susceptible de dicha referencia, a los principios de aquella disciplina. En general, no creo que nadie esté menos sujeto que yo a desviarse de los severos límites de la verdad, arrastrado por los ignes fatui de la superstición.


Me ha parecido apropiado hacer este proemio, para que el increíble relato que he de hacer no sea considerado como el delirio de una imaginación desenfrenada, en vez de la experiencia positiva de una inteligencia para quien los ensueños de la fantasía son letra muerta y nulidad.

Después de varios años pasados en viajes por el extranjero, me embarqué en el año 18... en el puerto de Batavia, capital de la rica y populosa isla de Java, para hacer un crucero al archipiélago de las islas de la Sonda. Me hice a la mar en calidad de pasajero, sin otro motivo que una especie de inquietud nerviosa que me hostigaba como si fuera un demonio. Nuestro excelente navío, de unas cuatrocientas toneladas, tenía remaches de cobre y había sido construido en Bombay con teca de Malabar. Llevaba una carga de algodón en rama y aceite procedente de las islas Laquevidas. También teníamos a bordo bonote, melaza, aceite de manteca, cocos y algunos cajones de opio. El arrumaje había sido mal hecho y, por lo tanto, el barco escoraba. Iniciamos el viaje con muy poco viento a favor, y durante varios días permanecimos a lo largo de la costa oriental javanesa, sin otro incidente para amenguar la monotonía de nuestro derrotero que el encuentro ocasional con alguno de los pequeños grabs del archipiélago al cual nos encaminábamos.

Una tarde, mientras me hallaba apoyado en el coronamiento, observé hacia el noroeste una nube aislada de extraño aspecto. Era notable tanto por su color como por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé continuamente hasta la puesta del sol, en que comenzó a expandirse rápidamente hacia el este y el oeste, cerniendo el horizonte con una angosta faja de vapor y dando la impresión de una dilatada playa baja. Pronto mi atención se vio requerida por la coloración rojo-oscuro que presentaba la luna y la extraña apariencia del mar. Operábase en éste una rápida transformación, y el agua parecía más transparente que de costumbre. Aunque me era posible distinguir muy bien el fondo, lancé la sonda y descubrí que había quince brazas. El aire se había vuelto intolerablemente cálido y se cargaba de exhalaciones en espiral semejantes a las que brotan del hierro al rojo. A medida que caía la noche cesó la más ligera brisa y hubiera sido imposible concebir calma más absoluta. La llama de una bujía colocada en la popa no oscilaba en lo más mínimo, y un cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que fuera posible advertir la menor vibración. Empero, como el capitán manifestara que no veía ninguna indicación de peligro pero que estábamos derivando hacia la costa, mandó arriar las velas y echar el ancla. No se apostó ningún vigía y la tripulación, formada principalmente por malayos, se tendió sobre el puente a descansar. En cuanto a mí, bajé a la cámara, apremiado por un penoso presentimiento de desgracia. Todas las apariencias me hacían ver la inminencia de un huracán. Transmití mis temores al capitán, pero no prestó atención a mis palabras y se marchó sin haberse dignado contestarme. Mi inquietud, sin embargo, no me dejaba dormir, y hacia media noche subí a cubierta. Cuando apoyaba el pie en el último peldaño de la escala de toldilla, me sorprendió un fuerte rumor semejante al zumbido que podría producir una rueda de molino girando rápidamente y, antes de que pudiera asegurarme de su significado, sentí que el barco vibraba. Un instante después un mar de espuma nos caía de través y, pasando sobre el puente, barría la cubierta de proa a popa.

La excesiva violencia de la ráfaga significó en gran medida la salvación del navío. Aunque totalmente sumergido, como todos sus mástiles habían volado por la borda, surgió lentamente a la superficie al cabo de un minuto y, vacilando unos instantes bajo la terrible presión de la tempestad, acabó por enderezarse. Imposible me sería decir por qué milagro escapé a la destrucción. Aturdido por el choque del agua volvía en mí para encontrarme encajado entre el codaste y el gobernalle. Me puse de pie con gran dificultad y, mirando en torno presa de vértigo, se me ocurrió que habíamos chocado contra los arrecifes, tan terrible e inimaginable era el remolino que formaban las montañas de agua y espuma en que estábamos sumidos. Un momento después oí la voz de un viejo sueco que se había embarcado con nosotros en el momento en que el buque se hacía a la mar. Lo llamé con todas mis fuerzas y vino tambaleándose. No tardamos en descubrir que éramos los únicos supervivientes de la catástrofe. Todo lo que se hallaba en el puente había sido barrido por las olas; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, ya que los camarotes estaban completamente inundados. Sin ayuda, poco era lo que podíamos hacer, y nos sentimos paralizados por la idea de que no tardaríamos en zozobrar. Como se supondrá, el cable del ancla se había roto como un bramante al primer embate del huracán, ya que de no ser así nos habríamos hundido en un instante. Corríamos a espantosa velocidad, y las olas rompían sobre cubierta. El maderamen de popa estaba muy destrozado y todo el navío presentaba gravísimas averías; empero, vimos con alborozo que las bombas no se habían atascado y que el lastre no parecía haberse desplazado. Ya la primera furia de la ráfaga estaba amainando y no corríamos mucho peligro por causa del viento; pero nos aterraba la idea de que cesara completamente, sabedores de que naufragaríamos en el agitado oleaje que seguiría de inmediato. Este legítimo temor no se vio, sin embargo, verificado. Durante cinco días y cinco noches —durante los cuales nos alimentamos con una pequeña cantidad de melaza de azúcar, trabajosamente obtenida en el castillo de proa—, el desmelenado navío corrió a una velocidad que desafiaba toda medida, impulsado por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia de la primera, eran sin embargo más aterradoras que cualquier otra tempestad que hubiera visto antes. Con pequeñas variantes navegamos durante los primeros cuatro días hacia el sud-sudeste y debimos de pasar cerca de la costa de Nueva Holanda. Al quinto día el tiempo se puso muy frío, aunque el viento había girado un punto hacia el norte. El sol se alzó con una coloración amarillenta y enfermiza y remontó unos pocos grados sobre el horizonte, sin irradiar una luz intensa. No se veían nubes y, sin embargo, el viento arreciaba más y más, soplando con furiosas ráfagas irregulares. Hacia mediodía —hasta donde podíamos calcular la hora— el sol nos llamó de nuevo la atención. No daba luz que mereciera propiamente tal nombre, sino un resplandor apagado y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Poco antes de hundirse en el henchido mar, su fuego central se extinguió bruscamente, como si un poder inexplicable acabara de apagarlo. Sólo quedó un aro pálido y plateado, sumergiéndose en el insondable mar.

Esperamos en vano la llegada del sexto día; para mí ese día no ha llegado, y para el sueco no llegó jamás. Desde aquel momento quedamos envueltos en profundas tinieblas, al punto que no hubiéramos podido ver nada a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó rodeándonos, ni siquiera amenguada por esa brillantez fosfórica del mar a la cual nos habíamos habituado en los trópicos. Observamos además que, si bien la tempestad continuaba con inflexible violencia, no se observaba ya el oleaje espumoso que nos envolvía antes. Alrededor de nosotros todo era horror, profunda oscuridad y un negro desierto de ébano. El espanto supersticioso ganaba poco a poco el espíritu del viejo sueco, y mi alma estaba envuelta en silencioso asombro. Descuidamos toda atención del barco, por considerarla ociosa, y nos aseguramos lo mejor posible en el tocón del palo de mesana, mirando amargamente hacia el inmenso océano. No teníamos manera de calcular el tiempo y era imposible deducir nuestra posición. Advertíamos, sin embargo, que llevábamos navegando hacia el sur una distancia mayor que la recorrida por cualquier navegante, y mucho nos asombró no encontrar los habituales obstáculos de hielo. Entre tanto, cada minuto amenazaba con ser el último de nuestras vidas, y olas grandes como montañas se precipitaban para aniquilarnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo había creído; sólo por milagro no zozobrábamos a cada instante. Mi compañero aludió a la ligereza de nuestro cargamento, recordándome las excelentes cualidades del barco. Yo no podía dejar de sentir la total inutilidad de la esperanza y me preparaba tristemente a una muerte que, en mi opinión, no podía ya demorarse más de una hora, puesto que a cada nudo que recorríamos el oleaje de aquel horrendo mar tenebroso se volvía más y más violento. Por momentos jadeábamos en procura de aire, remontados a una altura superior a la del albatros; y en otros nos mareaba la velocidad del descenso a un infierno líquido, donde el aire parecía estancado y ningún sonido turbaba el sueño del «kraken».

Nos hallábamos en la profundidad de uno de esos abismos, cuando un súbito clamor de mi compañero se alzó horriblemente en la noche. «¡Mire, mire!», me gritaba al oído. «¡Dios todopoderoso, mire, mire!» Mientras hablaba, advertí un apagado resplandor rojizo que corría por los lados del enorme abismo donde nos habíamos hundido, arrojando una incierta lumbre sobre nuestra cubierta. Alzando los ojos, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una espantosa elevación, inmediatamente por encima de nosotros, y al borde mismo de aquel precipicio líquido, se cernía un gigantesco navío, de quizá cuatro mil toneladas. Aunque en la cresta de una ola tan enorme que lo sobrepasaba cien veces en altura, sus medidas excedían las de cualquier barco de línea o de la Compañía de Indias Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y opaco, y no tenía ninguno de los mascarones o adornos propios de un navío. Por las abiertas portañolas asomaba una sola hilera de cañones de bronce, cuyas relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate balanceándose en las jarcias. Pero lo que más me llenó de horror y estupefacción fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en medio de aquel huracán ingobernable y aquel mar sobrenatural. Cuando lo vimos por primera vez sólo se distinguía su proa, mientras lentamente se alzaba sobre el tenebroso y horrible golfo de donde venía. Durante un segundo de inconcebible espanto se mantuvo inmóvil sobre el vertiginoso pináculo, como si estuviera contemplando su propia sublimidad. Luego tembló, vaciló... y lo vimos precipitarse sobre nosotros.

No sé qué repentino dominio de mí mismo ganó mi espíritu en aquel instante. Retrocediendo todo lo posible esperé sin temor la catástrofe que iba a aniquilarnos. Nuestro barco había renunciado ya a luchar y se estaba hundiendo de proa. El choque de la masa descendente lo alcanzó, pues, en su estructura ya medio sumergida, y como resultado inevitable me lanzó con violencia irresistible sobre el cordaje del nuevo buque. En el momento en que caí, el barco viró de bordo, y supuse que la confusión reinante me había hecho pasar inadvertido a los ojos de la tripulación. Me abrí camino sin dificultad hasta la escotilla principal, que se hallaba parcialmente abierta, y no tardé en encontrar una oportunidad de esconderme en la cala. No podría explicar la razón de mi conducta. Quizá se debiera al sentimiento de temor que desde el primer momento me habían inspirado los tripulantes de aquel buque, No me atrevía a confiarme a individuos que, después de la rápida ojeada que había podido echarles, me producían tanta extrañeza como duda y aprensión. Me pareció mejor, pues, buscar un escondrijo en la cala. Pronto lo hallé removiendo una pequeña parte de la armazón movible, de manera de asegurarme un lugar adecuado entre las enormes cuadernas del navío.

Apenas había completado mi trabajo, cuando unos pasos en la cala me obligaron a hacer uso del mismo. Desde mi refugio vi venir a un hombre que se movía con pasos débiles e inseguros. No le vi la cara, pero pude observar su apariencia general. En toda su persona se notaban las huellas de una avanzada edad. Le temblaban las rodillas bajo el peso de los años y su cuerpo parecía agobiado por aquella carga. Hablaba consigo mismo, murmurando en voz baja y entrecortada unas palabras de un idioma que no pude comprender, y anduvo tanteando en un rincón entre una pila de singulares instrumentos y viejas cartas de navegación. En su actitud había una extraña mezcla del malhumor de la segunda infancia con la solemne dignidad de un dios. Por fin volvió a subir al puente y no lo vi más.

Un sentimiento para el cual no encuentro nombre se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las lecciones de tiempos pasados no me sirven y cuya clave me temo que no me será dada por el futuro. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es un tormento. Nunca, sé que nunca llegaré a conocer la naturaleza de mis concepciones. Y sin embargo no es de asombrarme que esas concepciones sean indefinidas, puesto que se originan en fuentes tan extraordinariamente nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad se incorpora a mi alma.

Hace ya mucho que subí por primera vez al puente de este terrible navío y pienso que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin reparar en mí. Ocultarme es una completa locura, pues esa gente no quiere ver. Hace apenas un instante que pasé delante de los ojos del segundo; no hace mucho que me aventuré en el camarote privado del capitán y tomé de allí los materiales con que escribo esto y lo que antecede. De tiempo en tiempo seguiré redactando este diario. Cierto que puedo no encontrar oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En el último momento encerraré el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar.

Un incidente ocurrido me ha dado nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por la operación de un azar ingobernado? Había subido a cubierta y estaba tendido, sin llamar la atención, en una pila de frenillos y viejas velas depositadas en el fondo de un bote. Mientras pensaba en la singularidad de mi destino iba pintarrajeando inadvertidamente con un pincel lleno de brea los bordes de un ala de trinquete que aparecía cuidadosamente doblada sobre un barril a mi lado. La vela está ahora tendida y los toques irreflexivos del pincel se despliegan formando la palabra «descubrimiento». En este último tiempo he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no me parece que se trate de un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo contradicen una suposición semejante. Puedo percibir fácilmente lo que el barco no es; me temo que no puedo decir lo que es. No sé cómo, pero al escrutar su extraño modelo y su tipo de mástiles, su enorme tamaño y su extraordinario velamen, su proa severamente sencilla y su anticuada popa, por momentos cruza por mi mente una sensación de cosas familiares; y con esa imprecisa sombra de recuerdo se mezcla siempre una inexplicable remembranza de antiguas crónicas extranjeras y de edades remotas.

Estuve mirando el maderamen del navío. Está construido con un material que desconozco. Hay en la madera algo extraño que me da la impresión de que no se aplica al propósito a que ha sido destinada. Aludo a su extrema porosidad, que no tiene nada que ver con los daños causados por los gusanos, lo cual es consecuencia de la navegación en estos mares, y con la podredumbre resultante de su edad. Parecerá quizá que esta observación es excesivamente curiosa, pero dicha madera tendría todas las características del roble español, si el roble español fuera dilatado por medios artificiales. Al leer la frase que antecede viene a mi recuerdo un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés: «Tan seguro es —afirmaba siempre que alguien ponía en duda su veracidad— como que hay un mar donde los barcos crecen como el cuerpo viviente de un marino.» Hace unas horas me mostré lo bastante osado como para mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque me hallaba en medio de ellos, no dieron ninguna señal de haber reparado en mi presencia. Al igual que el primero que había visto en la cala, todos mostraban señales de una avanzada edad. Sus rodillas achacosas temblaban, sus hombros se doblaban de decrepitud, su piel arrugada temblaba bajo el viento; hablaban con voces bajas, trémulas, quebradas; en sus ojos brillaba el humor de la vejez y sus grises cabellos se agitaban terriblemente en la tempestad. Alrededor, en toda la cubierta, yacían esparcidos instrumentos matemáticos de la más extraña y anticuada construcción.

Mencioné hace algún tiempo que un ala del trinquete había sido izada. Desde ese momento, arrebatado por el viento el navío ha seguido su aterradora carrera hacia el sud, con todo el trapo desplegado desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada momento los penoles de las vergas del juanete en el más espantoso infierno de agua que imaginación humana alcance a concebir. Acabo de abandonar el puente, donde me es imposible mantenerme de pie aunque la tripulación no parece experimentar inconveniente alguno. Para mí es un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea tragada de una vez y para siempre. Seguramente estamos destinados a rondar continuamente al borde de la eternidad, sin precipitarnos por fin en el abismo. Pasamos a través de olas mil veces más gigantescas que las que he visto jamás, con la facilidad de una gaviota; las colosales aguas alzan sus cabezas sobre nosotros como demonios de la profundidad, pero son demonios limitados a simples amenazas y a quienes se les ha prohibido destruir. Me siento inclinado a atribuir esta continua sobrevivencia a la única causa natural que puede explicar semejante efecto. Supongo que el barco está sometido a la influencia de alguna poderosa corriente, o de una impetuosa resaca.

He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina; pero, como lo suponía, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual nada hay en su apariencia que pueda parecer por encima o por debajo de lo humano, un sentimiento de incontenible reverencia y temor se mezcló al asombro con que lo contemplaba. Tiene casi mi estatura, es decir, cinco pies ocho pulgadas. Su cuerpo es proporcionado y sólido, sin ser especialmente robusto ni destacarse en nada. Mas la singularidad de su expresión, la intensa, la asombrosa, la estremecedora evidencia de una vejez tan grande, tan absoluta, dominó mi espíritu con una sensación, con un sentimiento inefable. Aunque poco arrugada, su frente parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son crónicas del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso del camarote estaba cubierto de extraños infolios con broches de hierro, estropeados instrumentos científicos y viejísimas cartas de navegación fuera de uso. El capitán apoyaba la cabeza en las manos, mientras contemplaba con llameantes e inquietos ojos un papel que tomé por una comisión, y que en todo caso ostentaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí mismo, como lo había hecho el primer marinero a quien vi en la cala, palabras confusas y malhumoradas en un idioma extranjero, y, aunque estaba a un paso de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla.

El barco y todo lo que contiene está impregnado por el espíritu de la Vejez. La tripulación se desliza de aquí para allá, como los fantasmas de siglos sepultados; sus ojos reflejan un pensar ansioso e intranquilo; y cuando sus dedos se iluminan bajo el extraño resplandor de las linternas de combate, me siento como no me he sentido jamás, aunque durante toda mi vida me interesaron las antigüedades y me saturé con las sombras de rotas columnas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

Al mirar en torno, me avergüenzo de mis anteriores aprensiones. Si temblé ante el huracán que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no quedar transido de horror frente al asalto de un viento y un océano para los cuales las palabras tornado y tempestad resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la tiniebla de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero a una legua, a cada lado, alcanzan a verse a intervalos y borrosamente, gigantescas murallas de hielo que se alzan hasta el desolado cielo y que parecen las paredes del universo.

Tal como imaginaba, no hay duda de que el navío está en una corriente —si cabe dar semejante nombre a una marea que, aullando y clamando entre las paredes de blanco hielo, corre hacia el sud con la resonancia de un trueno y la velocidad de una catarata cayendo a pico.

Supongo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo, sobre mi desesperación predomina la curiosidad de penetrar en los misterios de estas horribles regiones, y me reconcilia con la más atroz apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún apasionante descubrimiento, un secreto incomunicable cuyo conocimiento entraña la destrucción. Quizá esta corriente nos lleva hacia el polo Sur mismo. Preciso es confesar que una suposición tan desorbitada en apariencia tiene todas las probabilidades a su favor.

La tripulación recorre el puente con pasos inquietos y vacilantes; pero noto en sus fisonomías una expresión donde el ardor de la esperanza sobrepasa la apatía de la desesperación. El viento sigue, entretanto, de popa, y como llevamos desplegadas todas las velas, hay momentos en que el barco se ve levantado sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! ¡El hielo acaba de abrirse a la derecha y a la izquierda, y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, bordeando un gigantesco anfiteatro, cuyas paredes se pierden hacia arriba en la oscuridad y la distancia! ¡Pero poco tiempo me queda para pensar en mi destino! Los círculos se están reduciendo rápidamente..., nos precipitamos en el torbellino... y entre el rugir, el aullar y el tronar del océano y la tempestad el barco se estremece... ¡oh, Dios..., y se hunde!...



NOTA. El Manuscrito hallado en una botella se publicó por primera vez en 1831; pasaron muchos años antes de que llegaran a mi conocimiento los mapas de Mercator, en los cuales se representa al océano como precipitándose por cuatro bocas en el golfo Polar (Norte), para ser absorbido por las entrañas de la tierra. El Polo aparece representado por una roca negra, que se eleva a una altura prodigiosa.
Edgar Allan Poe.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Striptease: La domesticidad al desnudo.

El desnudo público como categoría social y política, como transgresión legal o moral, pero también como espectáculo, es una invención reciente. Sólo la modernidad ha estilizado el desnudo femenino hasta transformarlo en una práctica al mismo tiempo codificada y mercantilizable. Aunque existía una tradición premoderna del desnudo teatral, sagrado o cómico, el striptease como explotación comercial del desnudo en un espectáculo público, como espectáculo que descubre el cuerpo, que lo desviste de forma progresiva y coreográfica frente a la mirada de un público que paga por ello, aparece con la ética del pudor burgués y los nuevos espacios de consumo y entretenimiento de la ciudad moderna: circos, teatros populares, freak shows, music halls, café-concerts, cabarets, water shows...


Es en este contexto de ebullición de la metrópolis colonial y mercantil, en Londres, París, Berlín y Nueva York, entre cuadriláteros improvisados de boxeo, acrobacias de trapecio y exposiciones de zoológicos humanos, donde surgen las prácticas del french cancan y del «déshabillage», de la danza exótica, del burlesque americano, de la extravaganza, del lap-dancing o del table-dancing. Las primeras performances que codifican el desnudo son fruto del desplazamiento de las técnicas de seducción de las prostitutas en los burdeles a otros espacios de entretenimiento urbanos.

En otros casos, como el famoso Coucher d'Yvette, las performances de desnudo teatralizan en el espacio público una viñeta del interior doméstico: el espectador tiene acceso a ver cómo Yvette se desviste antes de acostarse en su cama. Todas estas performances tienen en común la utilización del vestido y de su opacidad o transparencia como un marco teatral con respecto al cual el cuerpo se descubre. Aquí el marco que envuelve al cuerpo, que comprende pelucas, tejidos, plumas, e incluso armaduras esculturales, funciona como una arquitectura masturbatoria que al mismo tiempo lo oculta y lo desvela, lo cubre y lo expone.

Durante el siglo XIX, la misma dialéctica entre pudor y seducción que afecta al cuerpo y su destape lleva a la burguesía a «vestir los muebles», inventando pantalones que cubren las patas de los pianos, Como ha mostrado Marcela Iacub siguiendo a Foucault, las definiciones legales de «obscenidad» y «pornografía» que aparecen en esta época y que afectan a la representación del cuerpo y de la sexualidad no tienen tanto que ver con el contenido de la imagen, con aquello que se muestra, sino más bien con la regulación del uso del espacio público y con la ficción de la domesticidad privada y del cuerpo íntimo, baluartes de la cultura burguesa. Las diversas regulaciones antiobscenidad y antipornografía no buscan reprimir o hacer desaparecer la representación de la sexualidad, sino más bien «distribuirla en el espacio», «segmentarla en dos regímenes opuestos de visibilidad, uno privado y otro público, definidos en función de los espacios que ocupan. En el espacio privado era posible gozar de las libertades sexuales prohibidas por el código penal, mientras que en el espacio público era necesario esconderse». Lo que caracteriza a los actos y representaciones sexuales como lícitos o ilícitos no es su contenido, sino el lugar en el que éstos se llevan a cabo. La sexualidad moderna no existe, por tanto, sin una topología política: la aparición de un muro regulador que divide los espacios en públicos (es decir, vigilados por el ojo moral del Estado) y privados (vigilados únicamente por la conciencia individual o por el silencioso ojo de Dios).

Playboy vendrá a sacudir precisamente esta regulación de los espacios privados y públicos que se opera a través de la vigilancia y la mirada. La transgresión que Playboy suscita durante la guerra fría no depende de los cuerpos que se muestran sino del intento de modificar la frontera política que separa los espacios públicos y privados. El mejor ejemplo de esta voluntad de desplazar las fronteras de lo público no son únicamente los desplegables de desnudos pin-ups, sino sobre todo los artículos y reportajes que dejan al descubierto el interior de los apartamentos, de los áticos de soltero y de la Mansión. Aplicando a la casa las técnicas masturbatorias y pornográficas inventadas por el teatro de cabaret, Playboy llevaba a cabo en las páginas de la revista un striptease de los espacios que hasta entonces habían permanecido ocultos. La revista estaba desnudando frente a los ojos de Norteamérica el espacio privado, sacudiendo así sus convenciones y sus códigos de representación.

En Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la guerra fría, de Beatriz Preciado.

martes, 19 de marzo de 2019

En el mundo.




Yo soy el que conoce los
recovecos de la pérdida.
El cuerpo es el cuerpo/
está solo y no necesita órganos/
el cuerpo nunca es un organismo/
los organismos son los enemigos
del cuerpo.
No se trata de quemar las cosas,
sino las representaciones que tenemos
de las cosas

En el mundo en que estoy no hay
arriba ni abajo: hay la Verdad
que es terriblemente cruel. Es todo.

Antonin Artaud.

miércoles, 13 de marzo de 2019

La academia neoliberal.

Si la extensión de una educación humanista a la multitud llevaba consigo un ideal radicalmente democratizado de conocimiento, perfectibilidad humana, libertad y gobierno político, ¿qué significa su inversión actual?, ¿qué significa la disminución contemporánea de la educación humanista en los dos destinos de educación superior de los estudiantes de clase obrera y clase media: las universidades con fines de lucro y las estatales? Sin duda, la devaluación de la educación superior humanista para las masas retira la promesa de movilidad socioeconómica ascendente, de la emancipación de haber nacido en una posición dentro de un orden social con una estratificación de clases. Sin embargo, también retira el valor de una ciudadanía educada para una democracia, de la idea de que la educación ofrece el prospecto de vidas intrínsecamente más ricas y gratificantes y de la idea de que la educación alienta una capacidad mejorada de participar en la vida pública y contribuir al bien público. Por consiguiente, la sabiduría popular contemporánea de que una educación humanista está pasada de moda es cierta sólo en la medida en que la igualdad social, la libertad (entendida como el autogobierno y la participación en los poderes que nos gobiernan juntos) y el desarrollo mundanal de la mente y el carácter están pasados de moda y han sido desplazados por otro conjunto de medidas: corrientes de ingresos, rentabilidad, innovación tecnológica y contribución a una sociedad interpretada estrictamente como el desarrollo y la promulgación de bienes y servicios comercializables.


Es fácil observar cómo el valor de la apreciación de capital (humano o de cualquier otro tipo) ha desplazado el valor de los ciudadanos desarrollados, libres e iguales en los salones actuales del heroísmo: la cultura popular no celebra a los inventores de vacunas, los defensores de la paz, los líderes revolucionarios o incluso a los astronautas que abren nuevas fronteras; alaba a las celebridades de Hollywood o deportivas, a los creadores de Apple, Facebook, Netflix e eBay y, sobre todo, a los muy ricos... algunos de los que incluso abandonaron la preparatoria o la universidad. “¿Quién necesita un título universitario?” no sólo es el tema del primer álbum de Kanye West sino también de incontables blogs para hacerse rico rápidamente y fue el encabezado de un reportaje de 2010 en Businessweek sobre los directores ejecutivos (CEO) megarricos.

Además de glorificar a celebridades con poca educación y, usualmente, superficiales, buena parte de la cultura popular y de negocios no ortodoxos sugiere que la educación superior es irrelevante para el éxito definido como fama, riqueza o, incluso, ingenio e inventiva: la “competencia de hermandad” del multimillonario Peter Theil, que paga a estudiantes en edad universitaria cien mil dólares por abandonar la escuela y seguir aventuras de negocios, vuelve explícito este punto. Al mismo tiempo, por supuesto, la derecha ha satanizado los planes de estudios y la cultura de las universidades como algo lleno de programas de izquierda y de corrección política, a la vez que se ha glorificado y explotado la ira común del ciudadano común.

Hay dos cosas más que resultan sorprendentes en esto. En primer lugar, si bien a lo largo del siglo XX la universidad era el boleto comprobado a la mejora de ingresos, el costo creciente de la colegiatura, unido a la caída de los trabajos de cuello blanco bien remunerados en Estados Unidos, implica que “el valor añadido en salarios universitarios” si bien aún es significativo ya no cumple de modo automático esta promesa. Ningún extremo de la escala de riqueza, sumamente desigual, en Estados Unidos está regido por este valor añadido: la riqueza de los superricos no se vincula con sus títulos universitarios y muchos graduados carecen de empleo o ganan mal. Ciertamente, los ingresos del graduado universitario promedio no han aumentado durante una década. El atractivo directo de esta realidad y las ventajas imaginadas de recibir entrenamiento para un trabajo en particular es la razón del crecimiento de las escuelas con fines de lucro, a pesar de los elevadísimos índices de deserción, su pobre tasa de colocación en empleos y los escándalos que plagan su explotación despiadada del acceso estudiantil a los programas federales de préstamos.

En segundo lugar, la conclusión se ha convertido en el único paradigma de la actual evaluación cultural de las universidades y la vida después de ellas. En la actualidad el debate en torno al “mérito” de educaciones universitarias caras se vuelca casi por completo hacia el rendimiento sobre la inversión.

Estos cambios económicos y culturales, los nuevos sistemas de calificación de universidades que los apoyan, junto a la funesta economía de la educación superior misma ejercen enormes presiones en las universidades y, en especial, en los planes de estudio de humanidades para abandonar todas las metas y fines que no consistan en hacer que los estudiantes estén listos para trabajar cuando se gradúen. Otros valores —de ser una persona de mundo o con una buena educación, de discernir en torno a la saturación informativa o las concentraciones novedosas y las circulaciones de poder— no pueden defenderse a partir de los deseos o exigencias estudiantiles, de la necesidad o el beneficio económico o eficiencias dentro de la universidad. Por consiguiente, mientras que Christopher Newfield destituye de modo brillante el mito de que las ciencias subsidian a las humanidades y demuestra que el costo de la investigación científica excede por mucho los fondos a partir de becas extramuros que las ciencias atraen, esta corrección factual de un error popular deja intacto un problema más amplio: la viabilidad por parte de muchos estudiantes, sus familias, negocios, el Estado o la cultura en general de proporcionar instrucción en humanidades.
 
 En El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, de Wendy Brown.


lunes, 11 de marzo de 2019

La ética como amor fati.

La ética como amor fati es afirmación del acontecimiento y afirmación de la transformación en el acontecimiento. La transformación es una mutación en el modo de ser, no ir más lejos sino llegar más alto en un sentido puramente intensivo y afirmativo: una elevación de la propia potencia. La elevación de la potencia de una singularidad individual significa también la elevación de la potencia de los seres en relación.

La singularidad es individual y colectiva a la vez; la relacionalidad entre los seres es perentoria, constituye la misma trama virtual del mundo. El aislamiento de los seres entre sí, la incapacidad de sentir, de percibir las relaciones afectivas propias del devenir, trae consigo un repliegue de la potencia, que por momentos se acompaña de una extraña omnipotencia impotente que encubre la disminución de la potencia intensiva.


Los poderes de dominación encuentran en la tristeza el terreno fértil para realizar sus fines de sujeción y control. Cuando se pierde la experiencia de la propia potencia, individual y colectiva, se pierde también la posibilidad de la libertad como creación, sólo queda la resistencia. La cuestión de la creación de modos de existencia activos que sean, a su vez, una vía de singularización concierne tanto a la ética como a la política.

En estos tiempos, se dan distintas maneras de entorpecer la producción de modos de existencia activos, de interceptar la transformación. Una de las maneras corrientes es aquella que intenta obstruir los flujos del devenir cubriendo con un manto de inmovilidad los problemas, declarando la inexistencia del acontecimiento, dictaminando que aquí no pasa nada, ¿cómo podría pasar si se ha decretado que nada podía pasar?

Es preciso admitir que una de las mayores dificultades de nuestra época radica en la férrea voluntad de negación de lo que pasa y ocurre; en la condena a la inexistencia de todo aquello que introduce modificaciones en los planos existenciales, en las modalidades subjetivas vigentes. El empeño está puesto en dominar el cambio, en manipularlo introduciendo pequeñas modificaciones, de modo de continuar siempre en lo mismo. Frente a las irrupciones intensivas, propias de las circulaciones afectivas, se recurre a las explicaciones formales que normativizan las conductas y que se ofrecen, con profusión, como modelo de normalización, según la lógica del mayor rendimiento, del beneficio y la ganancia.

Sin embargo, siempre llega el momento en que no se puede seguir sosteniendo que los hechos son sólo hechos, no se puede negar que algo suceda en lo que sucede, y que ese algo nos involucre profundamente. Cuando se patentizan las fuerzas mutantes del devenir, su poder metamorfósico, se vislumbra que algo excede lo que está sucediendo. Se comienzan a experimentar las múltiples transformaciones individuales y del mundo que exigen un gran esfuerzo, una afirmación de gran envergadura. Constantemente, se intentan atajos que hagan más liviana la tarea, pero, sólo gracias a la afirmación, se encuentra la vía de la alegría que otorga la transmutación.

La ética, como amor fati, se alía con la política, resiste a la ataduras, alcanza una verdadera expansión, un incremento de la potencia individual y colectiva, abre nuevas dimensiones de los seres en mutua pertenencia con el mundo-Afuera. El pliegue y despliegue de los acontecimientos brinda la posibilidad de soltar amarras, de realizar un ejercicio ético que es, a la vez, el desarrollo de un pensamiento-acción político en relación con la vida.


En Una filosofía del porvenir. Ontología del devenir, ética y política, de Annabel Lee Teles.


sábado, 9 de marzo de 2019

Por lo profundo.

- Okoshi, ¿dónde está la poesía?
- Está dentro de ti, viejo poeta Okoshi Oshura, pero no la busques.
- ¿Por qué?
- Porque la poesía es como la fruta de una palma flotando en el mar: si nadas hacia ella, las olas que tú mismo provocas la alejan. Cuanto más ansioso estés, cuanta más fuerza y cuanto más impulso pongas en tus brazadas, más olas levantarás, las ondas que tu cuerpo produce al avanzar alejarán esa fruta.
- ¿Y qué debo hacer para alcanzarla?

--Primero: no nades más, quédate quieto un momento, deja que la superficie del mar se calme.
- Pero así no la tendré nunca…
- Sé paciente…
- Está bien…
- Y después sumérgete, suave, llega hasta ella por debajo, por lo profundo.
- Comprendo. Entiendo perfectamente.

En El libro de la desobediencia, de Rafael Courtoisie.